‘Ema’, de Pablo Larraín. Para la libertad, sexo y fuego
“El que que quiera vivir con misericordia entre la gente, está perdido. O la misericordia o la vida” La extraña, de Sándor Márai
Echo de menos películas abiertamente radicales. En su fundamento, en su concepción original, en sus entretelas. Y las añoro como acuciante necesidad cultural; películas que interpelen al espectador, que le hagan plantearse seriamente los límites de lo que considera “de buen gusto”; lo normal, lo socialmente aceptable, incluso lo que puede o no ser representado. ¿Qué es hermoso? ¿Qué es indecoroso? ¿Es el libre albedrío un principio necesario que se quiebra en el preciso instante en el que alguien está dispuesto a ejercerlo? ¿Los individuos inadaptados sirven sólo para hacer literatura fatalista? Quizás lo que eche en falta sea el cine de los años 60 y 70: la búsqueda decidida de una nueva audiencia entre aquellos que estaban dispuestos a practicar un nuevo estilo de vida.
La última película de Pablo Larraín (Post Mortem (2010), El club (2015), Jackie (2016)) se hace todas estas preguntas en voz alta, envueltas en una atmósfera malsana -que para algunos resultará perversa, para otros excitante- y con un acabado cinematográfico de relumbrón. Porque en Ema hay una voluntad de cine ‘total’: puesta en escena, banda sonora, flashs backs que complementan en lugar de interrumpir una lógica lineal, entrega actoral más allá del deber… si Larraín ya nos pareció wagneriano en su persecución fatídica de la viuda de Kennedy por las incontables habitaciones de la Casa Blanca, aquí ha querido hacer un preludio y muerte de amor.
Ema y Gastón han adoptado a un niño. La cosa no ha ido como esperaban (¿cuándo lo va?): puede que haya sido la siempre difícil adaptación, el desbarajuste emocional, quién sabe si algún trauma que trajese ya de chico. Fuera como fuese, la pareja entró en pánico. Y decidió devolverlo.
Sí, así de brutal, así de insensato. Aunque a la vista de alguna de las maldades del menor… también así de comprensible. El caso es que quizás se les hubiese podido perdonar. A los padres, digo. Pero Valparaiso toda ya los ha juzgado y condenado: desde la asistenta social autoconsciente de su rol (defender la normalidad, la que quiera que ella entienda como tal) a algunos de los compañeros de trabajo de la madre frustrada.
Porque la desgracia sólo ha servido para exacerbar su condición de distintos. Esos, los que bailan, los que se abrazan y arrastran, los que utilizan la expresión corporal para vaya usted a saber qué perversiones del copón. Los que no dejan clara su orientación sexual. Los que quieren pasar por ciudadanos y tener descendencia pero… qué va. De ninguna manera.
Gastón es el elemento cerebral, el responsable intelectual de un grupo de danza en continua experimentación. Coreógrafo, alquimista de las sensaciones y ahora eterno atormentado (y atormentador) a resultas de la adopción fallida. Su rabia acumulada se descarga regularmente sobre Ema, a la que no le perdona su condición de superviviente; ella y su continua celebración de la viva. Sin tiempo para las lamentaciones.
Pero Ema sufre la que más, sin necesidad de histerias verbales. Para sobrellevar su duelo cuenta con un cuerpo que se retuerce, que gira, que se contorsiona en pos de una catarsis imposible. Como imposible resulta esa redención que no piensa mendigar porque ella, escucha bien, no ha hecho nada malo. Excepto amar a lo bestia.
Y será ese amor -que disfruta y redistribuye con generosidad: ¿acaso no lo atesora en cantidades industriales?- la herramienta elegida para una venganza que sólo quiere ser justicia poética. Utilizará su don -en las antípodas de esa inteligencia sufriente y plañidera de Gastón- para volver a acercarse a su hijo donde quiera que esté, con quien quiera que lo hayan reubicado. Porque se merece poder darle una explicación. Poder seguir ejerciendo de madre fuera de esa clandestinidad a la que parece condenada.
Su cruzada recuerda mucho a la del efebo seductor de Teorema (Pier Paolo Pasolini, 1968). La víctima no es tanto la familia burguesa como la sociedad expectante y espectadora, emperrada en negarse los placeres del cuerpo y dispuesta, con todo, a dejarse llevar por la lujuria a las primeras de cambio. Ema irrumpe para desmontar sus seguridades, para abrirse paso a golpe de cadera hasta donde quiera que se encuentre ese hijo no engendrado, pero amamantado en una libertad nada ilusoria. En una libertad practicable, viable, real. Y que incluye la necesidad -qué demonios: ¡la obligación!- de dejarse llevar, de mancomunar coitos, de prenderle fuego al mundo entero. El fuego camina con Ema y será ella, caballero del reguetón con peto y lanzallamas, quién le acabe devolviendo el tesoro perdido a la princesa Gastón.
Una película que a buen seguro amará Xavier Dolan, con una heroína princesa de barrio que maneja el mismo nihilismo sexual que la Bess de Rompiendo las olas (Lars von Trier, 1996). Y aquí, como en el clásico del danés, también acaba habiendo milagro: la inverosímil coexistencia de una familia alternativa gobernaba por el Amor, así, en mayúsculas.
No nos lo creemos -al estado del mundo actual ponemos por testigo-, pero mataríamos por ver cambiadas las reglas de la normalidad, de lo apetecible, de lo correcto, de lo mayoritario.