‘Elle’, de Paul Verhoeven. Instinto cáustico

Sabes que un director está jugando con fuego cuando parte del público se pone a reír poco antes de lo que, a todas luces, no va a ser otra cosa que una violación (¿o quizás lo entiendan como un juego sexual extremo con reglas no escritas?). O cuando te hace sonreír –sí, ¡no digas que no!- recurriendo a lo bizarro, a lo gráfico, incluso a lo obsceno. Pero es que, amigo, estamos hablando de Paul Verhoeven, el ogro cachonduelo de Ámsterdam. Y el fuego camina con él.

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Isabelle Huppert empuñando con desparpajo la misma arma que Harry ‘el sucio’. Isabelle Huppert tocándose, observando a través de los prismáticos cómo el vecino monta su belén de tamaño natural (ese pasatiempo al que siempre supusimos que se dedicaba el bueno de James Stewart en La ventana indiscreta (Alfred Hitchcock, 1954), tratando de matar el tiempo entre visita y visita de una sospechosamente comprensiva Grace Kelly). Y la Huppert soportando cómo le bendicen la mesa. A ella, ¡en su propia casa! Aunque sea Navidad.

¿Es Elle un thriller sexual? No, los thrillers de Verhoeven son siempre patológicos. El follar es la manifestación última del trauma y pocos son los personajes de sus películas que disfrutan realmente haciéndolo. El goce se obtiene del dolor, pasado, presente o inminente. Esa placentera sensación resultante de fustigar –física o psicológicamente- a los demás, despertando su deseo o pretendiendo cortejarles. O hurgando en nuestras heridas por cicatrizar, paseándonos por esa costra cuarteada que nos han dicho tantas veces que no debemos rascar.

Isabelle Huppert tendida en el suelo rodeada de su porcelana fina. Rota.

La primerísima escena de Elle deja claro que el director holandés no va a hacer prisioneros: todavía se puede descolocar –o incluso indignar, que aún hay gente impresionable- a amplios sectores del público recurriendo al más clásico e inagotable de los recursos cinematográficos: la puesta en escena. La estupefacción inicial, sin la debida paciencia, puede mudar en cabreo intelectual (“¿se estará choteando a costa de un tema tan sensible”?). Sí, Verhoeven puede herir sensibilidades. Pero eso tampoco es ninguna sorpresa, pues estamos hablando del director de Los señores del acero (1985), Showgirls (1995) o Starship Troopers (1997). ¿A que nunca se os hubiese ocurrido tildarlo de sutil?

Entonces es que no conocéis su cine desde que volvió de las Américas. Porque ya en El libro negro (2006) –contundente, directa, cruda- nos demostró que el rigor no tiene porqué estar reñido con la violencia, el furor y la sangre. Que siempre hubo mucho de poesía en sus excesos. Que la temática adulta y el entertainment no tienen por qué estar reñidos (bueno, sí, en los EEUU sí).

Isabelle Huppert en pos del prepucio circuncidado.

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Michèle, mujer exitosa, solitaria, muy amiga de sus amigos. Pero también muy desapegada, muy… insensible. O insensibilizada. Copropietaria de una empresa que desarrolla videojuegos mendaces, crueles, protagónicos. Modernos. Como si pudiese proyectar parte de su oscuro pasado en estas creaciones que hacen del horror algo disfrutable. Sacerdotisa negra que aboga por la ritualización de las fantasías inconfesables… ¿protegiendo así a inocentes?

Sobre Michèle recae la sombra de una duda. Una duda macabra -¿fue copartícipe del sanguinario brote de locura paterno?- que condiciona, desde el principio, la mirada del espectador. ¿Se le puede presuponer cierta salud mental habiendo asistido a semejante pogromo vecinal?

No diremos más, porque tampoco aclara mucho más Verhoeven. Aunque vuelva a nuestra cabeza –reiterativa y potente-, la escena que inaugura y marca todo el filme. No, no es normal la forma como reacciona a su propia violación. ¿Pero hay algo “normal” en la vida de Michèle?

Isabelle Huppert haciendo canapés-trampa, ecos de aquel ángel negro que llenaba de cristales los bolsillos de una competidora tan brillante, tan hermosa.

La Catherine Tramell de Instinto básico, la Nomi Malone de Showgirls. Polos sexuales, muy a su pesar. En esta trilogía inconfesa de las “edades de la mujer” Michèle coge con fuerza el testigo, en plena recta final. Su sexualidad –o más bien, el morbo que despierta en quienes le rodean- contamina todas sus relaciones. Y a ella le gusta estar al mando, tener el poder. Y como el perro del hortelano, hará todo lo posible para no dejar comer a quienes tratan de liberarse de su influjo. Porque ella es la jefa. En todo.

Un ex-marido melancólico que trata de rehacer su vida con una profesora de yoga. Un ex-amante patoso que todavía no acepta su condición de ex. Un vecino muy mono casado con una católica que ve la misa por televisión y se va de escapada espiritual a Santiago de Compostela (dejándole la pista libre al marido para que de rienda suelta a sus fantasías). Un hijo malcriado al que le falta un hervor, víctima ideal de una mujer fuerte –como la propia Huppert- a la que sólo podrá acabar respetando. Y una madre dispuesta a olvidar el pasado entre los brazos de un gigoló invasivo. Una danza de apareamiento en la que Michèle siempre puede sospechar que el otro sólo busca aproximarse al mito, estrechar entre sus brazos a la maldad misma. Y eso parece ponerles mucho más al resto que a ella misma.

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Nadie en esta historia es realmente inocente, por mucho que las prácticas de elle nos puedan parecer rayanas en la psicopatía. La rubia del escapulario y la contrición es conocedora de las perversiones maritales, así que reza e ignora. El amante intermitente no se cuestiona en ningún momento la satisfacción de su pareja sexual (por muy ocasional que esta sea). El escritor fracasado con el que en otro tiempo compartió vida tiene algo de gorrón interesado (por no hablar del hijo, un chantajista emocional que acaba de emparejarse con la horma de su zapato). Y la madre adicta al botox cree tener derecho a preservar la memoria del matarife, reclamándole a su hija un imposible perdón.

Tal es el vendaval de hipocresías y de dobles morales, que hasta podríamos llegar a justificar su ramalazo lunático. Michèle, icónico Belcebú por obra y gracia de los medios de comunicación, es la superviviente perfecta, la víctima-culpable, la manifestación más espectacular de las perversiones de toda una sociedad.

… e Isabelle Huppert llorando en el suelo del sótano, junto a la caldera de llama invertida.

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