‘El mundo según Mark’, de Penélope Lively. La peor versión de los vivos, la mejor versión de los muertos
No me las daré de leído: este ha sido el primer libro que ha caído entre mis manos de esta nonagenaria británica, virtualmente retirada desde hace poco más de una década (dice preferir ya más el cuidado de su jardín que la escritura como labor autoimpuesta y en sus últimas entrevistas le ve una gran ventaja a su recogimiento: no tener que volver a pisar un aeropuerto). Y como siempre ocurre -un poco por casualidad, otro poco porque los libros que importan te acaban llamando sin ni tan siquiera tú saberlo- el feliz encuentro con su obra conlleva cierta curiosidad por su persona.
Lively empezó escribiendo para niños a principios de los años 70 del siglo pasado. Más allá de cuatro o cinco títulos, no ha sido traducida masivamente a nuestro idioma. Encontrareis con cierta facilidad el libro que le valió el Booker Prize en 1984 (Moon Tiger), un balance librero bastante pobre para una obra que abarca seis décadas y más de medio centenar de novelas, historias cortas, ensayos de cariz biográfico y, ya lo he dicho, mucha aventura juvenil.
El mundo según Mark tiene en realidad dos protagonistas: el propio Mark -obvio- y Carrie, la pobre víctima de su cuelgue pseudo romántico. Sería una de esas novelas -y también se me ocurren otros tantos films- que bucean sin ensañamiento por el submundo de las letras británicas, no tanto entre los personajes señeros como entre los jornaleros de la gloria que presumen más de rutina y capacidad de trabajo que de auténtico genio.
Mark es un biógrafo profesional. Y se toma muy en serio su trabajo: sus fenecidos héroes son objeto de escrutinio objetivo e independiente (o eso presume él) y cada nuevo libro se convierte en una odisea dual, donde las horas en bibliotecas y desempolvando correspondencia ajena se deben de compatibilizar con peregrinaciones a los lugares donde los futuros homenajeados (o ajusticiados pluma mediante) crecieron, se enamoraron, disputaron con tertulianos peripuestos y pasaron sus últimos días, quién sabe si hasta rodeados de sus seres realmente queridos.
Su siguiente objetivo se llama Gilbert Strong, un tipo que despuntó sin llegar a deslumbrar. Ensayos, alguna obra de teatro, unas cuántas novelas donde parece -¿sólo lo parece?- que vertió muchos de sus propios recuerdos. La labor va a ser ardua y todo comienza visitando Dean Close, la mansión donde habitó y se regodeó en su suerte.
Allí descubre que la herencia del buen hombre está controlada por un fideicomiso, que ha visto juicioso dejar que su nieta -a la que apenas conoció- abra un centro de jardinería que obligue a cierto mantenimiento en el recinto. Carrie -para quien la lectura no es una de sus pasiones- pasa sus días entre viveros, arbolitos galantes, plantas amadas y otras muchas flores de temporada cultivadas por razones meramente comerciales.
Su retiro espiritual es importunado por Mark (aburridamente casado con Diana, empleada en una galería de arte), que se entusiasmará al descubrir en un arcón de la buhardilla material inédito: manuscritos, más cartas… arrebatos de sinceridad que como buen biógrafo deberá de poner en cuarentena. Porque tiene la sospecha de que el bueno de Strong se dedicó los últimos años de su vida a maquillar un poco su legado, a borrar cualquier rastro de oprobio, moral casquivana o dudas sobre sí mismo y su obra. Cualquier rastro, en definitiva, de humanidad.
Pero hete aquí que el memo de Mark se enamora de Carrie, sin que esta sepa muy bien si siquiera lo tolera. Un poco por aburrimiento y otro por caridad -esperando, pacientemente, a que se le pase la tontería-, Carrie le sigue el juego y está dispuesta a llevarse lo poco de bueno que tiene tanto halago inmerecido: el sexo. Ah, y un viaje a Francia para reencontrarse con una madre (la segunda mujer de Gilbert) de la que le separa un abismo de discreción y sensibilidad.
Por el camino Mark coleccionará dudas sobre el prohombre objeto de sus cuitas. Los supervivientes que lo trataron no son especialmente benévolos con él: fanfarrón, usurpador, algo vengativo… ¿vale la pena estirar del hilo de la memoria dispersa y retrotraerse así -a través de préstamos, dimes y diretes- a sus primeros años, esos que conforman la personalidad del escritor?
Pues ahí será donde surja la sorpresa: la foto de una cabaña anónima en un recodo cualquiera del camino arrojará luz sobre la etapa más desconocida de su vida, anterior al estallido de la Primera Guerra Mundial. Y Mark descubrirá que el titán de las letras -como él ahora- sucumbió a un amor arrebatador y sincero, contando -eso sí- con la reciprocidad de la susodicha. Aunque un destino juguetón y perverso hará que el dolor suplante a la felicidad… quién sabe si hasta el final mismo de sus días. ¿Será suficiente para exonerar al personaje y dedicarle un tributo que esté a la altura de sus pasiones mundanas?
Mark podrá lamerse sus heridas merced a una mujer excesivamente comprensiva. Su amante, por su parte, descubrirá también el amor. Un amor que no consiste en despertar la admiración de tipos introvertidos y cetrinos, sino en encontrar a un igual que disculpe sus excentricidades y evidentes carencias. La diferencia existente entre el conformarse y el querer que te quieran bien.
Son muchas las capas de lectura que permite el libro de Penélope. Se puede leer como un irónico acercamiento a los literatos alienados. O como un modo inteligente de afrontar una crisis matrimonial. O como una road movie en la que dos perfectos desconocidos aprovechan para sincerarse consigo mismos y hasta con una parte de su pasado.
Sin que importe mucho el compañero de habitación… aunque al final le agradezcamos sinceramente las molestias.