‘El mal no existe’, de Ryusuke Hamaguchi. Antes que el diablo sepa que está vivo
La última película de Hamaguchi (Happy Hour (2015), Drive my car (2021)) resulta perversa desde su mismísimo título. Porque si vas a ver una historia que proclama algo tan palmariamente falaz como eso (que “el mal no existe”) te pones en guardia desde el minuto uno. ¡Por supuesto que algo entre malo y muy malo va a pasar! Por supuesto -parafraseando a Lars von Trier y su zorro parlante de Anticristo (2009)- que “el caos reina”. O lo hará en breve.
Alguien camina bajo un dosel de ramas que se va densificando más y más a medida que se interna en el bosque. La imagen, merced a una doble o hasta triple exposición, termina teniendo algo de caleidoscopio mareante, al tiempo que la banda sonora se interrumpe abruptamente, dejando el quejido de un instrumento de cuerda en el aire.
Primer aviso, primera incerteza, primera inquietud manifiesta. Una niña a la que su padre no va a recoger a la guardería, situada en el seno de una comunidad en la que todos se conocen y protegen. Uno de esos lugares en apariencia envidiables con los que fantaseamos los urbanitas, hartos de coincidir en el ascensor con vecinos practicantes del voto de silencio (hasta que se cierran las puertas de sus pisos e interpelan 25 veces por hora a sus hijos) o cargados con bolsas de basura ideales para el transporte de cuerpos desmembrados (ok, debo de dejar de ver series de crímenes reales). Donde todo fluye con una parsimonia de cuento moral, de utopía social, de Parnaso en la Tierra. ¿Quién no creería, habiendo vivido siempre aquí que, efectivamente, el mal no existe?
Conocemos a dos de los integrantes de este organismo pluricelular -casi tentacular- que actúa para todo como un colectivo orgulloso de su multicefalia. El uno es el manitas del pueblo, el otro trabaja en un restaurante que fundamenta su excelencia en la materia prima con la que elabora sus platos y muy especialmente en el agua de los manantiales cercanos. Los dos andan preocupados por el impacto que pueda tener una iniciativa empresarial surgida a rebufo de los planes de recuperación económica post-pandemia: un camping con excusa clasosa (glamping, los llaman ahora) que se ubicará -le pese a quien le pese- en las tierras que ya ha adquirido para dicho fin (por opaco que este sea).
Y uno, durante la escenificación de ese encuentro entre locales y colonos tokiotas, no puede evitar pensar en las decenas de películas con excusa conservacionista que ha visto. Ya sabéis: el capitalismo empoderado desembarca en un territorio prácticamente virgen y no para hasta arruinar el medio de subsistencia que hasta entonces les aseguraba cierto grado de autosuficiencia a los moradores originales (Un tipo genial (Bill Forsyth, 1983), Erin Brockovich (Steven Soderbergh, 2000), Tierra prometida (Gus Van Sant, 2012), Aguas oscuras (Todd Haynes, 2019)). Contra la corporación maldita, la heroicidad individual: un don nadie que encuentra su causa, un abogado con ganas de redención, un funcionario insobornable.
Creemos saber por dónde irán los tiros (sí, como esos que reverberan en la lejanía). Una reunión en petit comité en un despacho capitalino -teleconferencia mediante- nos convence de la falta de ética de los promotores de la idea. Los habitantes del pueblo no van a tener la más mínima oportunidad.
Y ahí es donde Hamaguchi nos deja con la cadera rota y se inventa otra película dentro de la balada campechana. Siguiendo en ese tono buenista, dos de los lobbistas más desencantados vuelven a la aldea con la intención de granjearse la simpatía del más influyente de entre sus futuros convecinos. Ambos entran al unísono en crisis, hartos de servir a fines mendaces. Están dispuestos a bajar los brazos, olvidar sus malas artes envueltas en las impolutas maneras de esa forzada educación japonesa y congraciarse con el agro idealizado, alejándose de trabajos alimenticios a las órdenes de tipos poco honorables.
A lo lejos, vuelven a escucharse varias detonaciones. Pero recordad… el mal no existe.
Segunda vez que la pequeña decide volver a casa por sus propios medios. Repetimos la dinámica bucólica, arrancando con ese padre despistadizo que llega tarde. Si la primera vez vimos al resto de niños jugar al escondite inglés en los alrededores del centro educativo, ahora todo es más cinético, impulsados dentro de una esfera herrumbrosa por la misma profesora.
La sensación de amenaza se incrementa. Se repite el lento movimiento de cámara que busca las alturas, rodado desde la escasa altura que tendría una colegiala. Pero la resolución de la escena es distinta: antes, con un primoroso travelling vimos al padre reseguir el camino más probable a casa, desaparecer tras un terraplén y emerger con su hija en volandas (una maravilla de concisión y sentido de la elipsis). Ahora nuestro hombre va acompañado por el salaryman que aspira a discípulo aplicado, a cortar troncos como camino de perfección, a respirar hondo y abrazar la posibilidad de un reseteado vital. Pero…
¿Y si la niña, herida por alguno de esos animales tiroteados, hubiese sido empujada al abrevadero en que se ha convertido una porción del lago deshelado? ¿Y si todo fuere una elaborada estrategia de la araña tejida por los lugareños (a lo 2000 maniacos (1964) de Herschell Gordon Lewis) para librarse de la amenaza inminente que pesa sobre el Paraíso? ¿Y si el mal no solo existiese -¡vamos! ¿Alguien lo duda?- sino que campase a sus anchas por cualquier rincón de la geografía apestada por el hombre?
Podría haber sido otra película de juicios y drama medioambiental con o sin moraleja ceniza. O una vuelta al trauma primigenio que impulsaba tanto a la conductora como al pasajero de aquél Saab 900 Turbo. O una fábula antimaterialista, un Capra bressonizado. O incluso un libro de autoayuda filmado. Y sin embargo… pues es otra cosa. Delicada, parsimoniosa y a la postre fatal, como la inopinada picadura del escorpión.
Gotas de sangre resbalando por el zarzal, los huesos de algún cérvido entre la hojarasca. La posibilidad de un cambio, el deseo de que todo siga igual. La pureza de un lugar, de la mirada de una niña aprendiz de naturalista. La armonía sitiada. La imposibilidad -por puro instinto de supervivencia- de seguir negando la existencia del mal o de tratar de contemporizar con quienes eligen obrar en su nombre.
Y con todo eso, una película que interferirá con la idea que ya te habías hecho del edén.