‘El juego del calamar’. Mira y no mueras (mientras sigas pagando tu suscripción de Netflix)

Docenas de participantes son eliminados sin asomo de piedad en una contienda con regusto naif pero fundamento eminentemente sádico. Ven y mira.

¿Cómo partiendo de una premisa tan simple ha tenido un éxito tan rotundo la serie coreana El juego del calamar? Se suceden las explicaciones sesudas, que en realidad se terminan resumiendo en la santísima trinidad del ocio: dinero, falta de exigencia por nuestra parte y búsqueda de parábolas existenciales donde solo hay espíritu lúdico y tremendismo pseudolírico.
En realidad lo anterior no es ni tan siquiera una crítica. Es exactamente lo que me gusta del audiovisual asiático y del coreano en particular: su falta de prejuicios (¿y de vergüenza?), su capacidad de adaptación, la ausencia de autocensura en lo que a la plasmación de la iniquidad humana se refiere. Al respecto hay multitud de ejemplos y uno ve con simpatía estos productos-ariete que a buen seguro despertarán la curiosidad de alguno más allá del catálogo de la plataforma de turno. Sí, tanto la japonesa como la coreana son sociedades orgullosamente enfermas, dispuestas a regodearse en ese abismo existente entre las propias expectativas y las migajas de autorrealización a las que da opción el capitalismo. Qué profundo todo.
La respuesta es casi siempre nihilista y desesperanzada. Quizás porque los ciudadanos de los países más prósperos del sudeste asiático tienen interiorizada su función dentro del sistema: laborar, producir, endeudarse para que la siguiente generación llegue “a más” y hacer un bonito cadáver ahíto de sake o soju. No parece gran cosa, pero siendo honestos… ¿acaso aspiramos a algo más los dóciles homo consumens?
Como podéis comprobar, estoy empezando a buscar explicaciones elevadas a lo que es poco más que un hábil entretenimiento en nueve partes. Pero volvamos a la explicación primigenia, la más sencilla: el afán de lucro. Netflix lleva invertidos en ficción coreana 1200 millones de dólares en el último lustro. El inusitado interés no es, pues, ninguna sorpresa: responde a un plan a medio-largo plazo para consolidar ganancias en el mercado por antonomasia (que ya sabemos todos que no es ni el europeo ni el americano).
El juego del calamar se mueve a base de leyes inmutables, de trucos mil veces probados y de incuestionable eficacia. Empezando por el héroe anónimo, el perdedor de proximidad. Un tipo tocado que mueve a la empatía, máxime si lo adornas con un divorcio y una madre enferma (hay una tendencia lacrimógena en toda aventura coreana que se precie, ya sea entre iguales, zombies o mafiosos). El resto viene solo: un callejón monetario sin salida y una posible solución cafre a la que apostarse todo.
Como la muerte de un viajante pero ambientada en la recóndita isla de Battle Royale (Kinji Fukasaku, 2000), oigan (y lo más inquietante es que el lector es más probable que haya visto Battle Royale que leído a Arthur Miller). El azar y la derrota juntan a 456 contendientes dispuestos a jugar como niños por culpa de su fallido devenir como adultos. La infancia, una vez más, como safe place: esos últimos años sin obligaciones, esa amistad sin condiciones, ese competir sin esperar recompensa alguna.

Imposible no quedar hipnotizados ante el espectáculo. Suena El bello Danubio azul y empiezan a desfilar -como ya hacían los obreros por las catacumbas de Metrópolis (Fritz Lang, 1927)- por un escenario escheriano los gladiadores uniformados del siglo XXI. Su función acaba siendo la misma que aquellos frecuentadores de la arena del Coliseo: hacer pasar una tarde inolvidable a una audiencia enfervorizada (por el pan, por la gratuidad de la entrada). Y nosotros ahí, aupados a la condición de vips desde la atalaya inviolable de nuestro sofá.
Otra supuesta novedad para el espectador más impresionable habrá sido la generosa representación de la violencia, con abundancia de tiros en la cabeza, heridas sangrantes y regueros que salpican la colorida corraliza cuál alocada performance a lo Jackson Pollock. Tan inesperado como deslumbrante, tan inhumano como moralizador.
Una teta o un cadáver cada diez minutos. No está escrito en ningún manual de estilo, pero está claro que el cebo para captar nuestra atención no evoluciona mucho desde que perdemos toda inocencia como espectadores (¿habéis pensado a qué edad ocurrirá ahora eso, con acceso a YouTube y cía. mucho antes de los 12 años?). Queremos ser sorprendidos y no nos cuestionamos si ese mecanismo -el mismo que capta con tanto éxito nuestra atención a través de la pequeña pantalla que habita ad perpetuam en nuestro bolsillo- no es tanto un logro de la psicotecnología como una derrota absoluta de nuestra humanidad.
He disfrutado viendo El juego del calamar. No, no pretendo exonerar mi reconocida condición de voyeur despiadado con síndrome de abstinencia. Logran que los esquemáticos personajes importen mínimamente, que uno acabe mecido por esa dinámica de repetición ‘prueba-descanso-sirena-interludio musical’. Y como cada vez que uno concluye una de estas maratones que le va restando tiempo (de existencia, sí, pero también capacidad de concentración y de autoexigencia intelectual), la sensación de agotamiento, de vacío, de “disfrutada, olvidada y… ¡a por otro chute de realidad disminuida!”.
En cualquier corro que se forma a la hora del bocadillo o el café liberador no faltará estos días el inversor en bitcoins, el que se declara deslumbrado ante el “espectáculo” del volcán de La Palma y el que ha encontrado en El juego del calamar un símil con nuestras alienadas vidas de deuda creciente y solidaridad menguante. Fabuloso.
No descarto que haya algún día en el que la sutileza y la profundidad filosófica se mida en cadáveres y salvajismo con reglas de patio de colegio. Pero hasta que ese día llegue, hay bastantes fuentes a las que acudir en pos de críticas lúcidas a nuestras cárceles interiores, esas en las que hemos entrado de motu proprio y cuya llave nos hemos tragado con una displicencia sorprendente. No, el sistema no hace aguas y este caramelo coreano no pretende hacer conversos. Más bien al contrario: engancharte y hacerte todavía más dependiente de todo eso que dices odiar.
En el pecado está la penitencia. Aunque dudo mucho que estuviese planificada, El juego del calamar tendrá segunda temporada. ¿Por qué? Porque si la ambición y el rédito económico pueden acabar perfectamente con la vida en un planeta… ¿alguien duda de que permitirá estirar este soliloquio del marqués de Sade más allá del hastío de cualquier audiencia cuerda?

No, no estabas allá arriba viendo a tipos matarse desde tu envidiable palco luciferino. Tú, como yo, estabas abajo, inocente objetivo a merced del streaming corporativo. Tú tienes perdón porque solo la viste. Yo, además, escribo sobre ella.