El héroe minimizado
Cuesta decir cuándo ocurrió. Me refiero al deceso y entierro sin honores del héroe moderno. El tipo aquél con el que las audiencias solían identificarse por la sencilla y contradictoria razón de que poseía todo lo que ellos nunca tendrían: rectitud extrema, fe, sentido del ridículo… ah, y a la rubia. En los setenta ya empezó a quedar claro que el protagonista no tenía por qué ser un dechado de virtudes (¡qué aburrimiento!) pero fue la televisión de finales de los noventa la que le asestó el definitivo golpe de gracia. El malo es la estrella, el bueno sólo puede hacerle sombra si imita sus actitudes y comportamientos. Y es que ese tipo, demonios… ya se parece más a nosotros. (¿Seguro?)
Dos estrenos recientes demuestran lo asentado que empieza a estar este futuro arquetipo. Por un lado, la española La isla mínima, un thriller estiloso que recrea una época y ciertos tics de ese pasado que en la península ibérica siempre parece… “reciente”. Y por otro, La entrega, otra intriga criminal en la que, no por casualidad, el pulso lo echan Tom Hardy (heredero de esta heroicidad escéptica y aséptica) y el desaparecido Gandolfini (moldeador del canon supremo con su Tony Soprano).
Andalucía, meses antes del golpe de Estado. Un crimen atroz –de los que se producen en este país cada tres o cuatro temporadas, para deleite de criminalistas mediáticos y audiencias morbosas- y dos policías contrapuestos. Sí, el argumento de argumentos, la trama mil veces vista. Pero Alberto Rodríguez –autor de la mucho menos pulida Grupo 7– no se pierde esta vez por veredas costumbristas –media docena de machos alfa con pistolas y sus tormentosas relaciones con mujeres y queridas- sino que apuesta por el intimismo. Por lo mínimo. La dualidad también resulta obvia: el madero experimentado que tuvo un papel indefinido en el aparato represor franquista y el demócrata ilusionado, el que cree que hay otra forma de hacer las cosas. ¿Lo cree o no es más que un arribista que espera su momento, su promoción, su posicionamiento dentro del nuevo régimen?
Desconfía del que parezca más íntegro. Del que de lecciones de ética, del parlanchín con coartada filosófica. Nos movemos en los nuevos márgenes delimitados por True detective: la trascendencia bipolar. La búsqueda de Dios (aunque se le sepa muerto) a través del trabajo, la pareja por recuperar o la redención entre una lluvia de balas. Aquí también hay un personaje que “ve cosas” y tampoco sabemos si achacarlo a las primeras manifestaciones del delirium tremens o a la tenebrosa materialización de un pasado como milico expeditivo y torturador.
Al otro lado del charco, en los márgenes de la Gran Manzana, Michael R. Roskam retrata el Nueva York menos glamouroso. Un proceso de desmitificación que también abordó en su primer filme, Budhead. Allí convertía el agro fronterizo de su Bélgica natal en un sumidero de drogas para engordar el ganado y reforzar una virilidad robada. Aquí se acabaron los espacios abiertos: la megaurbe queda condensada en un micromundo de taberna y chanchulleo. Lo regentan dos perdedores de libro: el uno, anclado en el dichoso ayer, aquellos días de gloría en los que parecía que iba a labrarse una carrera como mafiosete local. Y el otro haciendo las veces de escudero alelado, de camarero servil al que le falta un hervor. Todo, claro está, en apariencia.
Las buenas y las malas personas. En ambos filmes, la identificación es inmediata… quizás demasiado rápida. El poli joven, librepensador y recién casado tiene que ser el bueno. El poli facha el malo. El Gandolfini rencoroso, otro malo finisecular. El Tom Hardy que adopta a un perro y es acosado por un psicópata de barriada deprimida… el santo varón.
La ley ha dejado de ser un concepto absoluto. En La isla mínima los dos protagonistas deben de habérselas con traficantes que utilizan las marismas como vía fluvial idónea para sus trapicheos. Saben que ahí hay otro delito, otro de esos que cuentan con la connivencia de vecinos favorecidos y hasta de la mismísima guardia civil. Pero no importa, porque el caso es otro. El doble asesinato (un grano de arena en la playa del Mal) es lo único que importa. La obsesión por su resolución lleva a que nuestro joven tolerante adopte progresivamente los usos del policía veterano. Y una vez que uno está dispuesto a aporrear a una mujer para sonsacarle una supuesta verdad… la línea moral que parecía separar a ambos se difumina definitivamente.
El héroe del momento es un héroe calculador, de los que especulan. Ya los había a montones en el western, mucho antes de que Sergio Leone decidiese que un poncho, un caliqueño y una buena causa (la propia, siempre la propia) bastaban para justificar asesinatos al atardecer. En El hombre que mató a Liberty Valance, rodada en 1962, ya se intuía esa transposición de roles. John Wayne, el rudo cabrón, acaba contando con todas nuestras simpatías. En contraposición al cauto, idealista y –en última instancia- oportunista James Stewart. En la penitencia estaba el castigo: aunque triunfase en el mundo de la política, no se hacía con el corazón de la rubia. Ni de coña.
Tom Hardy especula y de qué manera en La entrega. Y lo hace de la misma manera que Raúl Arévalo en La isla mínima: copiando el patrón del compañero de trabajo (siempre acabamos deseando lo que tenemos más cerca: tenía razón el bueno de Hannibal Lecter). Ha tenido tiempo para conocer a su rival, al hombre que le empujó a un acto delictivo que le impide comulgar en misa. Y ha decidido que lo mejor es andar por la vida con un perfil bajo, agachando la cabeza, desviando la mirada y yendo del surtidor de cerveza al cubo de la basura y viceversa, doce horas al día. Su rutina no es más que una cuenta atrás. Porque sabe que los hombres mediocres (además de malos) tienen poca imaginación y acaban repitiendo los mismos errores. Y en los mismos sitios.
El héroe minimizado se gana nuestra admiración y nuestro desprecio a partes iguales. Es más inteligente que nunca –o así lo predica él mismo en los escasos momentos en los que se permite una confidencia-, pero sus premisas maquiavélicas no dejan de inquietarnos. ¿Merece ganar? No nos importa su falta de rectitud ni su ausencia de fe, pero… ¿le importa realmente alguien? ¿Sus intereses van más allá del selfie pomposo ante el cadáver del enemigo?
Lo que ocurre, fíjate tú, es que tampoco somos así. El supuesto verismo del nuevo superhombre choca con nuestra propia realidad. No, nadie es tan retorcido. Y pocos son tan ambiciosos. El héroe contemporáneo está pendiente de definición, buscando su lugar entre el ídolo naif de la generación de nuestros padres y el actual ególatra enmascarado. El punto medio –de existir- se deberá de asemejar al común de los mortales: idiotas eminentes con puntuales, muy puntuales, ramalazos de genio.