El cine mudo y la fiebre del oro

No, no os voy a hablar del clásico de Charles Chaplin. Resulta que un encadenado y absorbente azar de cine silente en vena me ha llevado desde la sala grande de la Filmoteca de Barcelona al recóndito Yukón, esa región del Canadá donde a finales del siglo XIX demasiada gente creyó poder cambiar su suerte.

Pero empecemos por enmarcar mi pasión por el cine anterior a las talkies. De hecho, posiblemente sea mi década favorita en lo cinematográfico: 1917-1927, desde el final de la guerra de las patentes hasta el estreno de El cantante de Jazz (Alan Crosland, 1927), por decir algo. Una época de creciente consolidación industrial, de progresivo dominio de la técnica y consecuente empoderamiento del arte -sí, sí, yo veo una relación de causa-efecto-; de increíbles aportaciones, en suma, a una disciplina que apenas contaba con un cuarto de siglo de vida.

Toda filia necesita ser alimentada de vez en cuando. Y con el cine mudo la mejor forma de hacerlo -siempre que uno tenga la oportunidad, el asunto no va de clasismos culturales- consiste en… pues eso: en ver aquellas películas que pocas veces alcanzaban los 24 fotogramas por segundo en algo tan decadente como un cine y, ¡privilegio absoluto!, acompañadas en directo por el imprescindible piano (lo habréis escuchado muchas veces: el mudo nunca fue mudo, siempre hubo alguien a quién escuchar).

Gracias pues a esta amabilidad de los extraños he podido ver en los últimos tiempos Tres páginas de un diario (G.W. Pabst, 1929) o Salomé (Charles Bryant, 1923). La primera una absoluta virguería malévola, la segunda una revisión teatral y sicalíptica de la decapitadora de San Juan Bautista, en la película un eremita preso y coñazo que prácticamente merece su suerte. También he podido rescatar, ya en pantalla pequeña, La ley del hampa (Josef von Sternberg, 1927) y El hombre que ríe (Paul Leni, 1928), refrendos de un estado del arte que se atrevía con clásicos, pulp, Biblia, mundos criminales y lo que quiera que pudiese ser sobreimpresionado en uno de los formatos más inestables y efímeros que ha conocido el hombre.

Nos vamos acercando al Klondike, a esa ruta fatal de hielo, pico, pala y codicia que ilusionó a buscavidas, desesperados y hombres, digamos que… “de negocios”. Antes de llegar a la película de la que os quiero hablar (Dawson City: Frozen Time (2016)), os recomiendo una parada de avituallamiento en los mundos de un canadiense obnubilado por el cine que no hablaba y los actores-orates, gesticulantes y tontilocos. Me refiero al bueno de Guy Maddin, cuya filmografía está repleta de homenajes explícitos a otro tiempo, a otro lugar.

Citado Maddin como maestro de ceremonias (casi como sumo sacerdote de la religión del cine pionero, prendado de una estética que en sus manos deviene vehículo de emoción y diversión), permitidme presentaros ahora a Bill Morrison, un tipo nacido en Chicago y que no está tan interesado en lo que fue como en lo que queda. Los restos del naufragio (ese found footage que le permite explayarse como creador) son el reflejo de una memoria colectiva que no tiene por qué ser un mero monumento de no ficción. Morrison, ahí es nada, es capaz de poner orden en el caos de las imágenes ajenas y a veces ni tan siquiera eso; se contenta con barajar las de los otros en la sala de montaje -siempre con rigor y originalidad- para acabar convenciéndonos de que por disperso, fracturado o dañado que esté… hay un auténtico legado en juego.

Vámonos ahora hasta 1896, hasta el enésimo rebrote de la fiebre del oro. Espoleados por la prensa más sensacionalista, hasta 40.000 personas terminan su travesía hacia ninguna parte en la recién bautizada como Dawson City, poco más que una calle mayor que necesitará en breve de todo lo necesario para sentirse orgullosamente “civilizada”: bancos, tiendas de conveniencia, salas de juego y burdeles (no necesariamente en este orden). El espejismo no durará más de tres o cuatro años, pero sentará las bases para un pequeño milagro cinéfilo, una de esas casualidades imposibles que vuelven del revés toda una disciplina de estudio (¡paciencia!)

Dawson City fue una ratonera o como se explica en el propio filme, una convención de incautos en la que hasta el menos perspicaz pudo darse cuenta de inmediato de que la verdadera mina era…. los propios mineros. Para adentrarse en aquellos inhóspitos parajes se les exigía una carga mínima de suministros, a lo que había que sumar el equipamiento básico de todo tamizador de ríos que se preciase. Así pues, pronto aparecieron -y se hicieron- grandes fortunas: desde los Guggenheim hasta un antepasado de Donald Trump, que lo petó en esta Sodoma de baratillo, sin olvidar la “matanza de Ludlow” o las razones de plomo que esgrimieron los Rockefeller para acabar con las huelgas en sus explotaciones.

En aquellas primeras temporadas emergió del subsuelo mineral por valor de 1500 millones de dólares. Muy pocos fueron los afortunados, pero muchos los llamados. Así que agotados o fundidos sus recursos, aquella población de la precaria Dawson -barrizal con ínfulas de ciudad- comenzó a frecuentar cualesquiera sitio que le hiciese olvidar sus penas. Era cuestión de tiempo que acabasen refugiándose en el cine. Por supuesto.

Hasta tres salas llegó a tener el asentamiento, que a finales de los años 20 contaba con un 10% de la marabunta original que pululaba por sus calles. Una de esas salas primigenias se encontraba en un club atlético de variopinta oferta: billares, salón de baile y… piscina. Y acordaros de esta piscina -en un lugar donde se alcanzan en invierno los 50 bajo cero- porque acabará jugando un papel importante en nuestra historia.

Poneos en situación. Un público poco exigente que podía ver las mismas películas que en las grandes capitales norteamericanas, pero con 2, 3 y hasta 5 años de retraso. Si, el circuito de distribución cinematográfico terminaba allí, en la sala más noroccidental del continente. Tal era la odisea que debían de experimentar los títulos que llegaban hasta allí que las productoras y distribuidoras cinematográficas ni siquiera se planteaban recuperar su material, agotado su ciclo natural de vida.

Y esto era algo absolutamente excepcional. Porque al mismo tiempo alguien debía de supervisar que ese material se exhibiese durante el tiempo convenido y que nadie continuase haciendo negocio con él. ¿Quién? Pues el gerente del banco de la localidad, que hacía las veces de representante de los intereses de la Industria, acaparando todas aquellas latas con historias que ya no interesaban -¿algo más inservible que una fantasía que habían visto sus últimos 1000 espectadores potenciales?- y poniéndolas a buen recaudo.

Pensemos que el material en cuestión era especialmente sensible: apenas un derivado de los productos explosivos, endemoniada mezcla de algodón y ácido sulfúrico. El nitrato original era muy inflamable y no fue hasta finales de la década de los 40 que se adoptó otro standard (el acetato) que hubiese ahorrada no pocas desgracias asociadas a su proyección y almacenamiento.

Pensad que 4 de cada 5 películas realizadas durante la etapa muda se han perdido. Por aquellas frígidas latitudes, cuando ya no sabían qué hacer con ellas -doblemente obsoletas con la irrupción del cine sonoro- reconocen que incluso las tiraban al río. Así hubiese ocurrido con todo el remanente de aquel negocio primigenio de no ser porque a alguien le dio por almacenarlas debajo de la piscina, transformada con innegable lógica en pista permanente de jockey.

Fin del flashback. Imaginaos de vuelta a 1979, cuando unas obras de adecuación en aquella zona ya olvidada hacen emerger a la superficie, directamente desde el muy conveniente permafrost… ¡entre 350 y 800 títulos pertenecientes a las dos primeras décadas de cultivo, reinado y exceso del séptimo arte!

Podéis evocar la escena como una especie de secuencia final de Cinema Paradiso (Giuseppe Tornatore, 1988), pero sin recopilación de descartes. Hablamos de películas prácticamente completas. ¿Muchos metros maleados o degradados? Por supuesto. Pero allí, congeladas en el tiempo y en un hallazgo cinéfilo equivalente al hito de Howard Carter en Egipto, son inhumadas las últimas copias existentes de filmes de los que ya sólo sabíamos por los extractos de los diarios de la época.

Mucha ficción, sí, pero también seriales y resúmenes de actualidad con vocación de noticiario. Un fresco único de un tiempo de locura que lo fue también de ocio, de evasión sin freno en aquel compás de espera que comprendía desde el momento en que uno llegaba a Dawson City y hasta que dejaba para siempre aquella ciudad de la ilusión pervertida.

Jack London lo logró y también el Bill Morrison cineasta, arqueólogo y demiurgo.

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