‘Drive my car’, de Ryusuke Hamaguchi. Hiroshima sin amor

La conmoción que provocará la última película de Hamaguchi en las almas sensibles sería equiparable a la experimentada por las mismas en el tramo final de París, Texas (Wim Wenders, 1984). Porque estamos ante una de esas películas infinitamente tristes que sin embargo concluyen con un refulgir luminoso, casi deslumbrante.
Y en realidad, nada hacía pensar que este realizador japonés tuviese la capacidad de lograr empatizar hasta ese punto con el espectador, de resultar verdaderamente devastador exponiendo la fragilidad humana. Y no lo digo porque les faltase emotividad a sus anteriores filmes conocidos entre nosotros: ese deslumbrante monogatari femenino de cinco horas titulado Happy Hour (2015), el diario de un desencuentro entre dos alelados que fue Asako I & II (2018) y ese elogio de la palabra y nada más que la palabra estrenado hace apenas un par de meses (La Ruleta de la fortuna y la fantasía (2021)). Aún brillando todas ellas a nivel de montaje, dirección de actores y puesta en escena, uno no lo creía capaz de erigir un monumento como este al desencanto y a la reconstrucción personal.

No tolero la literatura ensimismada y endomingada de Haruki Murakami. Sus personajes siempre me parece que están esperando a Godot en el club del gourmet equivocado o, sencillamente… necesitados de una certera pero contundente colleja de la vida. Me he enfrentado con desigual suerte a sus novelas y siempre me ha parecido que cultiva el género de “la trascendencia casual”, que podría resumirse en un “que no sé muy bien qué os quería contar, pero mira qué perdidos que andamos todos”.
Así que… ¿de verdad? ¿Tres horas adaptando uno de sus relatos cortos? ¿Qué demonios le habíamos hecho al Universo? Pero, de repente…
Unos padres asistiendo a la ceremonia funeraria en recuerdo de su hija, la segunda de las siete que deben de hacerse cada siete años conforme al rito budista. Una mujer que necesita del sexo como Bukowski de la botella para enlazar argumentos y parir historias en la piel de sus amantes. Y un hombre temeroso de que todo resulte demasiado hermoso para ser verdad.
El prólogo resulta tan aniquilador que la entrada de los títulos de crédito se puede demorar más de media hora. Para Hamaguchi la película empieza en ese punto, abajo del todo, con nuestro entusiasta de Chéjov escondiéndose detrás de su oficio para no tener que volver a enfrentarse… a un texto de Chéjov. Un encargo muy conveniente en Hiroshima, la ciudad mártir por antonomasia. Un casting internacional, un retiro semilúdico para no tener que hacer frente a un duelo pospuesto por enésima vez.
Si Louis Malle llevaba al tío Vania a la calle 42 (en ruinas), el japonés busca un acercamiento polifónico en el que el actor se abandone a lo que se dice más que al cómo se dice. Un espacio abonado al milagro esporádico, a la confesión azarosa. Su alter ego en la ficción, Yusuke, cree que su enfoque resulta de alguna manera polémico, aunque lo que le falta en realidad es capacidad pedagógica. Lo mismo que le ocurría al protagonista de esta obra representada por primera vez hace más de 120 años: Aleksandr Vladímirovich Serebriakov era la quintaesencia del farsante, del intelectual de pacotilla, del sabio por afasia popular. ¿Será esta representación la que deje por fin al desnudo todas sus carencias?
Pero Drive my car tiene muchas más capas que enriquecen lo representacional, lo meramente teatral. El protagonista inanimado es un Saab 900 rojo (perdón, pero este sí es un apunte hipster made in Murakami), ese sitio donde se podrá viajar en el tiempo sin necesidad de flashbacks. El café sobre ruedas, el espacio donde nacerá una amistad inopinada entre dos agnósticos de la vida: el Yusuke enrocado tras su halo de respetabilidad y Misaki, su chófer por imperativo legal.

Ambos se refugian en la introversión patológica para no tener que hablar de sí mismos, temerosos de que la pena termine por desbordar sus respectivas imposturas. Los dos se diluyen en su profesionalidad, en su capacidad para conducir divinamente o extraer registros insospechados de actores que todavía no saben siquiera que lo son.
Entre los seleccionados, un ex-amante de la mujer de Yusuke. En realidad, categorizarlo como amante sería una frivolidad: para ella no eran más que catalizadores creativos, conejos lanzados a la carrera para que su ingenio, a manera de galgo desbocado, se expandiese por insospechados vericuetos expositivos. El jovenzuelo elegido -y eso le costará entender a Yusuke- no fue ningún peligro, nadie que enturbiase una relación sólidamente asentada en un plano muy distinto al carnal. Su presencia en el casting comienza, pues, siendo una venganza no exenta de malévola curiosidad. ¿Qué vio en él? ¿Hasta qué punto tiene derecho a sentirse traicionado? El ensayo concluye y el coche aguarda en la noche, habitáculo en el que rumiar su despecho.
Un trayecto de ida y vuelta desde el teatro a casa y viceversa. Una cinta de cassette que reproduce, en la voz de quien sí era capaz de inventarse mundos, todos los papeles de la obra de Chéjov a excepción del único que realmente le importa a Yusuke. Y unas reglas de etiqueta, entre conductora y conducido, que compartimentan y aíslan un desconsuelo que todavía no saben que es común.
Hamaguchi no cree en los milagros, tan frecuentes en las road movies norteamericanas. Nadie mudará de actitud por arte de birlibirloque, nadie acabará siendo “mejor ser humano” a resultas de la poderosa influencia de un polo opuesto. Ni carcajadas terapéuticas ni enésima oda al libre albedrío. Tampoco habrá encuentros espirituales en cunetas, gasolineras ni moteles. Ningún profeta peregrinando por la ruta 66 nipona. Ninguna lección de fe para creyentes desencantados.
Sólo un trayecto final con aroma a la fuga de los padres de La habitación del hijo (Nanni Moretti, 2001), que también elegían la carretera hacia ninguna parte como forma de duelo consensuado junto a una perfecta desconocida que decía haber querido a quien para ellos lo era todo. Misaki y Yusuke emprenden el camino del norte (el significado textual de esa Hokkaido de nevadas titánicas). Una catarsis pospuesta por ella más de cinco años y servida en bandeja por ese desconocido ensimismado: el retorno a un hogar que nunca lo fue.
Y a partir de ahí se encadenan las escenas memorables. Dos cigarrillos consumiéndose en la noche, asomando a través del techo abatible. Tras el desembarco del ferry, el súbito silencio interrumpido por los copos de nieve cayendo. Y ese incienso conmemorativo que se consume también en la chapina, pitillo erigido en un altar de escombros e ira.

Perdonarse a sí mismos, labor ingente. Escuchar otra vez a Chéjov y caer en la cuenta de que antes, como ahora, generaciones de ilustres ignorantes se volvieron a poner en pie, arrejuntaron como pudieron los restos dispersos de sus querencias y siguieron viviendo… no como si nada hubiese pasado, sino como si todavía valiese la pena. Actores todos en esta comedia de abrupto y mediocre final.
La inteligente coda del director nos devuelve a la actualidad, casi como una contestación irónica a las penas del ayer. Porque a nuestros pesares -nadie dijo nunca que superfluos- se suma ahora una pandemia, que viene a ser como una desgracia mancomunada. Misaki esboza lo que casi se antoja una sonrisa, mientras su nuevo amigo y su viejo coche nos hablan de nuevas ententes, de formas imaginativas de abordar la soledad. De seguir viviendo manque se pierda, camino adelante.
Drive my car, poética sin atisbo de empalago, sensual y calmada, reflexiva y triunfal sin que se escuche “¡banzai!” alguno. Una de esas películas que para nuestra desgracia, conforme pasen los años y menos gente reste a nuestra vera, más delicada y profunda nos parecerá.