‘Dolor y gloria’, de Pedro Almodóvar. En primera persona

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Ingmar Bergman recurrió a Max von Sydow. François Truffaut dispuso a su antojo de un jovenzuelo atribulado y moldeable que respondía al nombre de Jean-Pierre Léaud y al que por edad le tocaba más matar al director-padre que suplantarlo. Y Federico Fellini se buscó también a un tipo con porte, al sex symbol que él nunca fue. Marcello, Jean-Pierre, Max, Banderas. El alter ego como reflejo mejorado de uno mismo. Siempre.

Almodóvar, tan dueño de sus silencios y sin embargo tan aficionado a las salidas estentóreas y los titulares lapidarios, como nunca hasta ahora. Aparcando cualquier personaje excesivo, cualquier distracción de una trama-selfie con la que pretende -ni más ni menos- salir de su cueva, de su retiro, de su celosa (e imposible) intimidad. Y decirle a sus habituales que es de carne y hueso y que la carne duele. Aunque se haya hecho merecedor de una gloria accidental.

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¿Accidental, dije? A veces se nos olvida que los últimos 20 años de carrera de Pedro Almodóvar conforman uno de los periplos más espectaculares de la cinematografía internacional. Porque el calificativo de excelente va unido a títulos como Todo sobre mi madre (1999), Hable con ella (2002), Volver (2006), Los abrazos rotos (2009), La piel que habito (2011) y esta Dolor y gloria (2019). Y en todas ellas, por hipérbola, parábola u omisión, don Pedro no deja de hablar de sí mismo y de sus circunstancias.

Que yo recuerde (e indie aparte, donde la opción de girar la cámara 180º hacia uno mismo se impone por ser la más barata) nunca antes en la historia del cine español un director consagrado se había atrevido a exponerse de esta manera. Dejarse de máscaras, de parecidos razonables, de elucubraciones autobiográficas. Pedro fabula desde la ventajosa posición de quién no tiene nada que demostrar. Y quizás por ello sea todavía mas de admirar su generosidad.

Un cineasta roto (física y emocionalmente) que ya no sabe cómo lidiar con unos achaques que funcionan por acumulación. Una próxima película que podría ser esta que estamos viendo, mcguffin existencial de un realizador al que el pasado le atraca cada vez que cierra los ojos, cada vez que suena el teléfono, cada vez que llaman a su puerta.

El desembarco de recuerdos nunca es ordenado. Un actor con el que trabajó hace ya demasiado tiempo. Un amante al que no supo rescatar del Madrid del exceso. Un primer amor (un primer deseo, para ser más exactos) encarnado por un albañil analfabeto, un cuerpo como promesa futura, un tacto presente. Y unas películas viejas que tienen vida propia, en streaming o en la Filmoteca. Las casualidades -marca de la casa- abundarán: volteretas del destino en formato literario.

Es difícil hablar de uno mismo y no convertirlo todo… pues exactamente en eso: en un homenaje a uno mismo. Y no, Pedro se hace a un lado y se muestra humano, débil, cobarde, incluso a veces mezquino. Y no olvida en ningún momento quienes son los depositarios de su homenaje: la madre muerta y la pasión enterrada.

La madre a la que quiso, aguantó, olvidó, acogió y en última instancia -y como todos- decepcionó, a fuerza de promesas de difícil cumplimiento. La tengamos o no entre los vivos, la Jacinta almodovariana adquiere visos universales, símbolo y mártir para toda una generación de sábanas tendidas en la orilla, baldosines, estrecheces, hombres que nunca estaban ahí y enjaezado imposible de la miseria rampante.

El Almodóvar odiado-reverenciado está por todas partes. Desde ese título que en otro calificaríamos de pretencioso y engolado a ese diario de rodaje que se materializa en escenas en marcha o en construcción; en la enumeración de los libros que está leyendo, en los colores que le gustaría que tuviese el nuevo alicatado de su cocina, en su sempiterno miedo a toda enfermedad real o imaginada, en el homenaje al teatro, a la música, a la pintura, a tanto recuerdo cinéfilo. Pero el Pedro / Salvador de Dolor y gloria ni siquiera es ya un héroe en retirada: sus escasos momentos de lucidez (esos en los que recurre a la creación como tabla de salvación) se alternan con estados alterados, ensoñaciones, coces y alguna que otra muestra de magnanimidad.

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El resultado es un Amarcord emotivo habitado por fantasmas de carne y hueso y seres vivos incorpóreos, ya casi invisibles. Ese reino de sombras en el que vivimos casi todos, pero que sólo algunos -como nos enseñó Lars von Trier en la reciente La casa de Jack– se atreven a enunciar e incluso explotar. ¿Es labor de artistas reconocer que vivimos con el anhelo constante de bordear abismos con el único objetivo de descansar de tanto recuerdo?

Y quizás la respuesta a tanta saturación evocadora esté precisamente en la escena que abre la película, cargada de reminiscencia wilderianas. Salvador, recién operado, en el fondo de la piscina. ¿Conteniendo la respiración o abandonándose al mismo monólogo post-mortem de William Holden en El crepúsculo de los dioses?

Ambas explicaciones serían válidas porque… ¿no ha tiendo siempre la autobiografía algo de elegía en vida?

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