Dioses, héroes. Monstruos todos
Quizás se trate de un idílico pueblo aletargado bajo la nieve, como en aquellos cuadros de Pieter Brueghel el Viejo con niños patinando, carros de heno atascados, ventisqueros, fiestas populares y multitud de dichos populares agrupados en corros; escenas prácticamente independientes dentro de un todo desbordante (e incomprensibles en gran parte, siempre desde nuestro ufano y cada vez más ignorante siglo XXI).
Qué difícil es ser un Dios comienza y ni el más bragado de los espectadores puede imaginar lo que le aguarda: tres horas de infierno musical salpicado de esputos, tralladas y sorber de mocos. ¿Se trata, entonces, de una película desagradable? Profundamente: no volveré a verla en mucho, mucho tiempo. ¿Es también un filme hermoso? Pues sí, contrariado lector. También, también.
Así que el excepcional –aunque muy silenciado- estreno de la película póstuma del ruso Aleksey German (autor de media docena de títulos a lo largo de casi medio siglo de carrera) nos permitirá hablar de contrarios, de extremos, de contradicciones. Porque ser un Dios es harto difícil, pero como también nos demostrará la documentalista Laura Poitras hablando a setecientos años del medievo extraterrícola, ser un héroe es… es sencillamente imposible. Y esto último viene a cuento del Edward Snowden de Citizenfour.
Todo emerge de aquel barro, de aquel lecho primigenio en el que acababan fundiéndose campanas en Andrei Rublev (Andrei Tarkovski, 1966). La expectación es la misma, comunicada al espectador a través de fotogramas sobrecargados de estímulos visuales, casi al mismo nivel que el Iván el Terrible de Serguéi Eisenstein. Siguiendo, además, una tradición bien eslava: la de utilizar la parábola para eludir las consecuencias de criticar abiertamente a un nuevo Dios zarista o a unos soviets uniformizadores del pensamiento. Qué difícil es ser un Dios, más allá de la genuina épica que rodeó a su filmación –diez años entre rodaje y postproducción, trece desde su concepción-, es el Saló contundente de otro director desencantado, descendiente de la rabia primigenia del Pasolini más asqueado y dispuesto, como el italiano, a provocarte un malestar difícilmente tolerable. Sangre y mierda, escatología lírica. Nos adentramos en el círculo del desencanto y para ello deberemos de sortear plastas, vomitonas y hasta algún intestino.
¿Qué hubiese pasado si esta civilización nuestra (precaria, pero civilización al fin y al cabo) no hubiese triunfado? ¿Si la edad oscura se hubiese prolongado, aniquilando cualquier atisbo de razón y conocimiento? Como en Zardoz (John Boorman, 1974), una humanidad –de mortales en este caso- acabará reclamando su derecho legítimo a ser aniquilada, a sufrir la ira inconsciente de una deidad furibunda. Imaginaos el papel de un Noé investido de poderes absolutos y… sin nadie con quién llenar su arca. ¿Y si en lugar de ponerse a emparejar bicho hubiese optado por la misma solución que la Grace de Dogville (Lars von Trier, 2003)?
El drama alienígena de nuestro explorador de mundos es doble. Como un Doctor Who a la vuelta de todo, ha recalado en un planeta que bien pudiese ser nuestra Tierra a las puertas del Renacimiento. O nuestra Tierra de dentro de siglo y medio. Un sumidero de ganapanes, mercenarios y jerarcas. Hasta el final no conoceremos cuales son sus verdaderas atribuciones. El hombre que sólo corta orejas –todo un ejemplo de caridad cristiana en un entorno tan bárbaro- avisa: si no le paran, tendrá que hacer lo que ha venido a hacer. Como si el monolito de 2001, plantado desde tiempos remotos pero siempre observante, llegase a la conclusión de que no hay salto evolutivo posible. Ni hueso, ni elipsis, ni nave espacial. Reset y a otra cosa.
Y ahora os pido que no nos vayamos a ningún planeta en los confines del Sistema Solar. Quedémonos aquí, entre las cuatro paredes de un hotel de Hong Kong y en compañía de un consultor idealista que decide hacer lo correcto. Posicionarse moralmente y hacer de dominio público incómodos secretos de un conglomerado gubernamental investido también con el don de la omnipotencia: escuchar, ver, intrigar, prejuzgar. Lo saben todo de nosotros. Pero jamás lo reconocerán.
Imaginaos a este Quijote sin Sancho –ese escudero que parece ser el punto de vista adoptado por la cámara en Qué difícil es ser un Dios– exponiéndose a los medios. Ver cómo cambia su vida en apenas una semana: pasar de personaje anónimo a enemigo público. Abrir informativos de la CNN y comprobar, pasmado, cómo no eres objeto de homenajes sino objetivo del aparato judicial de un país dispuesto a tirar de leyes del siglo pasado para asegurarse la total indefensión del encausado. La traición sin límites consiste ahora en desvelar la verdad.
Ese hombre fue Edward Snowden y Laura Poitras filmó su conversión en Satán de las agencias de inteligencia en junio de 2013. Él fue el héroe. Y él fue quién lleva desde entonces rebotando de embajada en embajada, eludiendo tratados de extradición, convertido en otro Salman Rushdie marcado por otra forma de fundamentalismo. Los que trajinan con información sensible -esos “metadatos” que designan eufemísticamente quienes somos, dónde estamos, qué hacemos y qué pensamos- no pueden pararse a juzgar las implicaciones éticas de manejar esos contenidos.
Citizenfour es como ver un thriller desposeído de encanto. La mecánica la conocemos, pero aquí Los tres días del cóndor (Sydney Pollack, 1975) se convierten en una odisea sin posibilidad de escape. La película-denuncia de los setenta es ahora la historia de un ciudadano huyendo de su propio Estado y descubriendo que no tiene a dónde ir. Que sólo le aguarda una libertad bajo vigilancia, un ir y venir de habitación en habitación.
Paradójicamente, Laura Poitras ganó un premio Pulitzer, la medalla de International Reporters & Editors, el premio Ridenhour, un Bafta y hasta un Oscar al mejor largometraje documental. Del escándalo Snowden sólo recordamos ya la pataleta del gobierno alemán y una elíptica disculpa de Obama. Nada cambia: matamos al mensajero y agasajamos a quienes moldean con un poco de épica la supuesta defensa de unas libertades que ya hasta nos cuesta definir. Demasiado enfrascados regalando nuestra intimidad (¿no era lo mismo que nuestra libertad?) a redes sociales que nos devuelven, convenientemente deformadas, la imagen idiotizada –que no idealizada- de nosotros mismos.
Los dioses devienen máquinas destructoras, guadañas que van segando campos al mismo ritmo que el de las parcas en El triunfo de la muerte. Los héroes, frikis idealistas que se marginan por tener el coraje de demostrar lo que hasta entonces sólo sospechábamos. Todos devienen caricaturas. Todos, inadaptados. Todos monstruos.