El día más feliz en la vida de Olli Mäki, de Juho Kuosmanen. De las verdaderas victorias

“Hemos visto mucha gente autodestruirse porque la distancia entre su imagen pública y los vacíos de su vida son enormes. En cierto sentido es como una droga: los logros y premios son grandes momentos, pero cuando el momento se va, estás solo”. Juho Kuosmanen
Estadísticamente, la emoción que más experimentaremos a lo largo de nuestras vidas será la decepción y la derrota. A pesar de ello, todavía somos educados como si fuésemos a cosechar éxito tras éxito hasta llegar a una de esas vigilias mágicas, a uno de esos días en los que, enfrentados al reto supremo, saldremos indudablemente victoriosos y henchidos de gloria. Reivindicados, legitimizados. Casi imperecederos.
Olli Mäki fue uno de esos hombres que tuvieron la oportunidad de medirse al destino, enfrentándose a ese momento supremo de la… llamémosla… ¿verdad? Esa moneda al aire que se supone determinará nuestra valía, nuestro derecho a entrar en los libros de historia. Olli compitió por un campeonato del mundo en su propio país, la Finlandia de principios de los años sesenta.
Y a priori, lo tenía todo a su favor. Una nación joven y sedienta de héroes nacionales, cinco años después de enterrar a Jean Sibelius. Un manager rendido ante sus patrocinadores, necesitado del postureo para prolongar la tregua familiar. Y hasta una mujer que empezaba a quererlo exactamente por lo que era: un panadero del pueblo de al lado. El caso es que en aquella velada de agosto de 1962 hubo Maracanazo y el contrincante norteamericano se llevó la gloria en apenas dos asaltos. Sin que ni siquiera se pudiese apelar a la épica de las derrotas agónicas: rápido, inopinado, decepcionante incluso.
¿Supuso esto un trauma irreparable para el bueno de Olli? ¿Una afrenta a su amor propio? ¿Una irreparable sensación de pérdida y vergüenza? Pues no. Porque a Olli hacía tiempo que le había dejado de interesar la anécdota (“el combate de mi vida”), regocijado ante una realidad mucho más deslumbrante: “¡le importo a alguien!” Incrédulo ante su sorprendente suerte, el gran día para los demás fue para él un prólogo innecesario, un peaje a pagar por esa posteridad de las que sus paisanos se encontraban tan necesitados. Y que no iba con él.
Olli se prepara a conciencia. Con la cabeza llena de pájaros, cierto es. Intentando huir del ruido mediático, de las aspiraciones que otros depositan en él. No es fácil. Máxime cuando se espera de un púgil algo parecido a la saña, al instinto asesino, a la bravuconada y el desplante como respuesta a cualquier pregunta. Olli blande el puño, da su mejor perfil, se sube a un banqueto para disimular su corta estatura e incluso pierde todos los kilos que son menester para poder acudir a su cita con la historia.
La representación prosigue en paralelo a la realidad. Mientras entrena, otros se afanan en rodar el documental que dejará constancia del gran momento, guionizado desde el comienzo para tener un único colofón posible: ¡la victoria! Inmortalizar exige teatralizar: el manager y el Olli ficcionados son dos actores de sí mismos envarados y antinaturales. Ante la cámara fingen ser amigos, elegantes, rudos. El uno disfruta de ese momento que le retrotrae a lo mejor de sus glorias pasadas. El otro, hastiado, descubre bien pronto que la ciudad no es para él.
Las películas de género pugilístico nos tienen acostumbrados a clímax sanguinolentos (sanguinarios, incluso). Rocky Balboa con los dos ojos a la virulé, gritando a ciegas el nombre de su sufrida pareja. Jake La Motta siendo vapuleado a cámara lenta en aquél blanco y rojo de Scorsese. O, yendo todavía más atrás, un Rocky Graziano demasiado guaperas haciendo leyenda en el barrio. En cambio, la única aparición de la hemoglobina en El día más feliz en la vida de Olli Mäki acontece tras la rápida contienda y en el vestuario, en forma de hemorragia nasal. No, Olli tampoco recibió una paliza de muerte. Aunque quedó clara la superioridad de su rival, no necesitó dar tumbos como un pato mareado durante quince inhumanos asaltos.
La primera película de Juho Kuosmanen es el sentido retrato de un hombre que prefirió seguir siendo hombre o que sencillamente no pudo aspirar a ser nada más (¿os parece poca la condición de “humano”? ¿Se trasciende este estadio por el mero hecho de ser el mejor en algo?). Su crónica de un gran día destila una simpatía por los perdedores que ya hemos visto cultivada en esas latitudes –la cátedra de “redentor de Juan Nadies” la ocupa de manera emérita Aki Kaurismäki-, con la salvedad de que nadie en su sano juicio consideraría a este púgil desapasionado un fracasado. De ninguna de las maneras. A Olli sólo se le puede envidiar. Por enamorarse y haberse dado cuenta de ello. Y hasta por encontrar tiempo para intentar hacer volar una cometa.
En el puerto por el que pasean ambos tras la derrota en el cuadrilátero, un último refulgir de este constante y fructífero juego de espejos realidad-ficción. Los Olli y Raija cinematográficos se cruzan con la Raija y el Olli de carne y hueso. Octogenarios, tangibles, todavía juntos, aunque él padezca la enfermedad del olvido, esa que le habrá impedido entender la calidad de este homenaje a su no-hazaña. Esa pareja real –pero junta, sobretodo, en el territorio de la ficción- es la demostración más vívida de que aquél lejano día de agosto fue el más importante en la existencia de un hombre con una profesión que ejerció hasta 1973, cosechando muchas victorias… y bastantes derrotas, también.
¿Pero he vuelto a decir derrotas? ¿Y qué es ganar, después de todo? El hombre que le arrebató el titulo a Olli (Davey Moore) moriría seis meses después a consecuencia de los daños cerebrales que le infringió su último adversario, Sugar Ramos. Tenía 29 años de edad. La competencia y el dudoso significado del éxito, dos mantras de nuestro sistema económico que deben de ser reconsiderados –redefinidos- con urgencia, antes de que caigamos definitivamente derrengados sobre la lona por no atender a la cuenta atrás del más despiadado e imparcial de los árbitros.
El propio tiempo, sí.