‘Cerrar los ojos’, de Víctor Erice. Autoelegía fantasmagórica

Coinciden en cartelera los cantos de cisne de tres cineastas con edades comprendidas entre los 70 y los 87 años. Películas que quieren tener algo de legado, de último vítor de la caballería. Entre el testamento y el ajuste de cuentas con el malhadado destino.

En Golpe de suerte (empezando por el mayor de los tres), Woody Allen recoge ideas que tuvieron algo de original hace un cuarto de siglo, las entremezcla con sus escasas fuerzas y deja que Vittorio Storaro las ponga en imágenes luciéndose con sus interiores monocromos, con su marronísimo acercamiento a la estación otoñal. El resultado vuelve a ser decepcionante, por mucho que sus valedores confundan los destellos del genio extinguido con la excelencia de antaño. Nos suena a otras seis películas de su filmografía… pero contrariamente a lo que te pasó con aquellas, esta ya la has olvidado.

Nanni Moretti, por su parte, utiliza el Sol del futuro para hacer balance y mirar hacia atrás sin ira. Pretende no tomarse muy en serio a sí mismo, pero su película también es discursiva, repleta de proclamas y boutades más propias de un intelectual (por propio consenso) encantado de haberse conocido. Compartimos su cinefilia, compartimos su desazón por el (mal) gusto imperante, por los inminentes monopolios audiovisuales. Y como todos nos queremos tanto… pues nos acaba pareciendo la mar de simpática la (también) ya olvidada última película (o no) de Moretti.

Y llegamos así a Víctor Erice, un nombre tras el cual uno tiene poco menos que persignarse. Que la cosa no es para menos, oiga: el responsable de El espíritu de la colmena (1973), El sur (1983) y El sol del membrillo (1992). El haber rodado una cualquiera de ellas le hubiese asegurado igualmente un sitio en la historia del cine español.

Tras varias intentonas de infausto recuerdo, llega por fin a las carteleras la que -seamos realistas- tiene grandes probabilidades de convertirse en su última realización: Cerrar los ojos (2023). Y lo hace con una mezcla de emoción apenas contenida (entre sus seguidores), réquiem por una manera de concebir el cine y desmesura (¿y por qué debería de carecer de ambición lo pequeño?).

La arrebatada película de Erice (sí, reverbera en ella la de Iván Zulueta) adopta un tono elegíaco que quizás sea la definición por antonomasia de su cine. Misas filmadas por un tiempo, por un país, por un padre, por un pintor paralizado en el ejercicio de su propio arte. Aquí, si se me permite, Víctor redobla la apuesta: esta es una película sobre el final de todo lo que le puede llegar a importa a un hombre. La amistad, un trabajo apasionante, el modo como esa labor es apreciada por los demás… y los amores que no fueron.

Un par de latas de película al más puro estilo found footage. Lo que queda de aquellos días, de otra El embrujo de Shanghai abortada y naufragada, retitulada para la ocasión La mirada del adiós. La trama, sencilla: un detective por accidente debe de emprender un viaje homérico para traer a una joven de vuelta (¿Centauros del desierto (John Ford, 1956)?). Solo se conserva el prólogo y el epílogo, el arranque y el clímax de una historia sin nudo (filmado).

¿Y por qué? Pues porque desapareció el protagonista principal (Julio Arenas, encarnado por un José Coronado que es la viva estampa de la fragilidad y del desvalimiento, en un registro que me recuerda mucho al de Harry Dean Stanton en París, Texas (Wim Wenders, 1984))… se volatizó en mitad de la noche y a pie de acantilado. Un hombre que ya venía herido de fábrica, pero que acabó fagocitado por un personaje, por una ficción que interiorizó hasta borrarse él mismo.

Miguel Garay, el realizador de aquella cinta fallida, se prestará a participar en un tosco programa de televisión al más puro estilo Quién sabe dónde (1992-1998). Puede que en realidad lo haga por una cuestión de ego: para reivindicarse, para dar visibilidad a un material al que le tenía harto aprecio. Quizás también como celebración de la memoria de un amigo demasiado entregado. Quién conoce las razones de nadie.

Tocará retornar al pasado, esa estructura de encuesta (Ciudadano Kane (Orson Welles, 1.941)) que nos permite -sin flashbacks de por medio- ponernos a bien con quién no vemos desde hace décadas. Una hija para la que el padre es una voz y no cien imposturas camaleónicas. Una ex novia que sigue enamorada de quién ya no está (El tercer hombre (Carol Reed, 1949)). Un celoso guardián del pasado que atesora latas inflamables y trocitos de cielo en todos los formatos imaginables.

El camino hacia ninguna parte incluye un alto en el camino, una vuelta al “hogar” (siempre en precario) que cualquier director clásico le regala a su héroe antes de embarcarlo en una postrera aventura. El fuerte -la última construcción efímera en primera línea de playa, una cárcel fronteriza, cualquier ‘no lugar’ donde los condenados no hacen sino contar los días que les restan antes de afrontar lo inevitable- es aquí el lugar seguro; allí se puede cultivar la amistad, compartir los planes de ‘no futuro’ e incluso coger la guitarra y emular a Ricky Nelson y Dean Martin en Río Bravo (Howard Hawks, 1959).

Su pulido lenguaje cinematográfico se lo reserva Erice para la traca final. Hasta que llega ese momento, hay partes rodadas con un aliento clásico casi asfixiante: plano-contraplano y dilatación temporal a base de pausas que no terminan de ser significativas. Algunas soluciones no se me antojan esta vez “esencialistas” sino… simples. Me refiero a casi todos los careos entre personajes del film: entre el plano medio y el primerísimo plano, Víctor Erice nunca ha estado tan cerca de mi denostado José Luís Garci, que también llegó a la conclusión un buen día de que hacer guiños a películas ajenas -o propias- y prolongar los parlamentos entre protagonistas imbuidos de gravedad y dulce derrota era sinónimo de… ¿maestría?

También hay una reivindicación de los “viejos buenos tiempos” que no termina de funcionar. La decrepitud como última trinchera, volver la vista atrás con esa morriña (algo enfermiza) que Víctor Erice comparte también con José Luís Guerín. El realizador erigido en mártir del y para el cine, en holandés errante cargado de ideas fabulosas pero condenado a vagar sin rumbo en pos del dinero con el que completar su película soñada. Una película que, casi por definición, está llamada a permanecer inacabada. Porque al final de la escapada (sublime, pero escapada) solo resta eso: el malditismo.

De acuerdo, hasta aquí las collejas. Porque Cerrar los ojos es una película que exige esa travesía del desierto consustancial a la contemporaneidad. Y va claramente a más, construida como está al servicio de su memorable clímax.

Porque hay milagro y está a la altura de La palabra (1955) de Dreyer. La película se desdobla sobre sí misma y nos muestra las bambalinas, casi hasta las costuras, en un ejercicio de cine dentro del cine dentro del cine. Erice, como oficiante que es de esta liturgia, reúne a sus protagonistas/comulgantes y los acomoda para que vean… para que nos vean. Si el monstruo enaltecía los rostros de aquellos niños empapándose de fantasía en El espíritu de la colmena (1973), ahora son ellos -purita ficción- los convocados para ver el prodigio final: al actor reconociéndose persona de carne y hueso, al ser humano devenido personaje.

Julio Arenas es invocado sometiendo a José Coronado al exorcismo de las imágenes, de sus imágenes. La caída del caballo es posible porque para eso estamos ahí, en el cine: para suspender la incredulidad en el acto de confianza por excelencia: cerrar los ojos. Erice atenta contra la deontología misma del director de cine: “si queréis ver, dejad de mirar”.

Cerrando los ojos es como Ana Arenas / Ana Torrent reconoce a su padre y quizás se adivina a sí misma allí, en la penumbra compartida con su rol de hace 50 años en otra película de Erice. Y sólo cerrando los ojos (escuchando únicamente el repiqueteo de la cola de un rollo de celuloide) el actor puede desprenderse de su papel, abandonar aquél trauma hecho oficio y volver a la realidad…

… que dejará de ser tal en el preciso instante en el que vuelva a abrirlos. Miseria infinita de la ficción.

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