Canadá, de Richard Ford: para todos aquellos que lo intentan
Llevaba años queriendo leer a Richard Ford. Bueno, miento: llevaba años escuchándole decir a gente con criterio que debía de leer a Richard Ford, que a qué estaba esperando. (Así, en plan imperativo categórico. Tengo amistades muy taxativas a la hora de hacer proselitismo de sus filias). Y quizás lo hubiese hecho antes si la ingente publicidad alrededor de sus multipremiadas novelas (El día de la independencia y Canadá, sobretodo) no obrase, como a menudo sucede, exactamente el efecto contrario al perseguido, poniéndole a uno en guardia ante otro temible hit editorial prefabricado, otro apellido condenado a encabezar listas anuales de “lo más mejor”, con multitud de reseñas en la faja del libro asegurando que sí, que esta es una obra maestra, que es la gran novela americana (cada año salen tres), que después de leerlo ya te puedes morir, que es… ¡el nuevo Faulkner! Como poco.
Hubo un primer intento tiempo ha. Y no, no pude con El día de la independencia, la segunda parte de su trilogía centrada en los avatares del periodista deportivo Frank Bascombe. La minuciosidad algo plúmbea con que me describía la “jornada particular” de un personaje absolutamente anodino me tumbó en tres asaltos. Percibí demasiada floritura bajo aquél manto –tan tupido, tan cuidado- de sencillez y falsa cotidianidad. ¿Demasiada trascendencia disimulada con prosa desapasionada?
Pero hablemos de Canadá, esa premiosa mirada hacia atrás desde la presentida vejez centrada en un par de meses que le cambiaron la vida –y de qué manera- a su, por aquél entonces, joven protagonista. Dos partes y un epílogo elaborado desde la desoladora actualidad de una Norteamérica post-Obama (¿la última utopia?), con casitas prefabricadas adornadas de barras y estrellas en los alrededores de un Detroit en proceso de derribo.
Para empezar, que no nos engañe el título: estamos ante una novela fronteriza, de idas y venidas entre los EEUU (el lugar donde acontece la verdadera tragedia que acabará diseminando para siempre a la familia Parsons) y Canadá, concretamente esa tierra de promisión situada entre Alberta y Manitoba; un continuo de praderas apenas salpicadas de pueblos con ínfulas ciudadanas. Idónea para nuevos comienzos… siempre y cuando el pasado no le persiga a uno con machacona insistencia.
No, no estamos desvelando ningún misterio. El suspense funciona a caballo pasado en el libro de Ford: desde el primer párrafo sabemos que se atracará un banco. Y que habrán asesinatos. Ambas acciones delictivas las cometerán estadounidenses a uno y otro lado de una demarcación interminable (los 9.000 kilómetros de frontera nada impermeable a comienzos de los años 60).
Los dos hermanos (Dell y Berner, las genuinas víctimas del alocado proceder de sus padres) observan durante los días previos una serie de comportamientos inhabituales, extraños… incluso inapropiados. Y lo hacen desde la perplejidad, pues hasta a ellos les resulta evidente que ese par de adultos que les educan como buenamente saben está a punto de cometer una fechoría, aunque su ejecución tenga más de travesura adolescente. ¿Qué trama esta pareja asimétrica formada por un ex-militar y una soñadora frustrada? Los tejemanejes del cabeza de familia –un vago vocacional, convencido de que el gobierno estará eternamente en deuda con él por… por haber lanzado bombas donde le dijeron durante la Segunda Guerra Mundial- terminan con una amenaza en firme, una de esas que no puede ser tomada a la ligera. De intermediario a insolvente. ¿Y cómo obtener de manera rauda la cantidad que pondría fin al entuerto?
Quizás la culpa de la ocurrencia –pasar el fin de semana en Carolina del Norte atracando un banco y luego volver a casa como si tal cosa- la tuviera el cine. Incluida la legendaria admiración de la clase media por los fuera de la ley, desde Jesse James a Bonnie & Clyde, antes incluso de ser canonizados por Arthur Penn, Faye Dunaway y Warren Beatty. O puede que todos llevemos dentro un criminal de poca monta en potencia, de los que sueñan con hacerse con ese dichoso monto que le “solucionará la vida” (entendida como un accidente que ocurre a corto plazo), permitiéndole comenzar de nueva en cualquier otro lugar. En realidad el robo no se comete tanto por hacerse con un dinero como por tener la obligación de huir.
Así pues, él la acaba convenciendo a ella, aprovechándose de esa debilidad con la que acabará titulando sus memorias inéditas. O quizás ella se abone al infortunio en un último ejercicio de solidaridad conyugal, un postrero acto de amor hacia un marido al que dejó de amar hace años. En cualquier caso, un desastre previsible.
Sabemos que los hijos se van a quedar sin padres, que vendrán a detenerlos, que es sólo cuestión de tiempo. En esta primera parte de la narración –la menos apasionante del conjunto y en la que Richard vuelve a demostrar que es un obseso de las rutinas vitales, desgranado las actividades humanas hasta extremos algo exasperantes- sobrevuela la fatalidad, esa catarata de acontecimientos consecuencia directa de errores ajenos. Los dos hermanos deciden regalarse un poco de amor en sus últimas horas como inocentes.
Este esfuerzo que se le pide al lector (casi 250 páginas esperando el castigo) vale la pena con tal de llegar a la segunda parte de Canadá. Porque después de Great Falls y esa casita unifamiliar con coche, perro y pelota ovalada yaciendo en el césped descuidado, vienen los grandes horizontes. Y ahí sí que vislumbramos a Faulkner. Y a Terrrence Mallick. Incluso a Edward Hopper. La huída de nuestro aprendiz de ajedrecista hasta esa localidad en mitad de ninguna parte y su patrocinio por parte de un exiliado dandy, torturado y filonazi se cuenta, sin lugar a dudas, entre lo más granado de la literatura norteamericana de lo que va de siglo. Una delicia iniciática, incluyendo arquetipos mil veces vistos (el secuaz rencoroso, el hotel en mitad de la pradera sacado de un fotograma cualquiera de Gigante, la compañera comprensiva y con veleidades artísticas) pero elevados aquí a una categoría mítica. Canadá no representa sólo un nuevo escenario en el que crecer y buscar referentes, sino el tránsito hacia la edad adulta. Un tránsito que se concreta siendo testigo de un crimen, la pérdida incuestionable de cualquier atisbo de ingenuidad. Dell Parsons descubre que el hombre que quiere ser no podrá basarse en ningún modelo cercano, porque los adultos son sujetos tan llenos de contradicciones como él mismo lo acabará siendo. Sólo le queda coger otro autobús y tratar de aprender lo que uno pueda allá por Winnipeg.
Uno opina que las grandes novelas lo son porque el autor se deja un trozo de sí mismo en el intento (y no me refiero simplemente al esfuerzo invertido en su escritura). Ford habla de la pérdida de referentes morales en una edad temprana (algo que a él mismo le aconteció con la desaparición anticipada del padre) y nos sumerge en unas llanuras ilimitadas que sin embargo tienen algo de opresivas. Quién sabe si como esa infancia que le tocó pasar junto al abuelo, propietario de un hotel en Arkansas que no se nos antoja muy diferente al del enigmático antihéroe. Y quién sabe si estoy tirando de psicologismo barato.
Canadá es un texto apasionante en sus tres quintas partes, recorrido perverso por la Norteamérica de las apariencias, las ambiciones y las inagotables derrotas, esas que vamos acumulando a lo largo de la existencia y que quizás nos permitan, al cabo de todo y desde la confortable atalaya de lo ya vivido, musitar un “lo intenté”.