‘Breaking Bad’: auge y caída del Sr. Nadie
Sin noticias del héroe íntegro. Todos los iconos televisivos del nuevo siglo van dando tumbos en dirección al infierno, ese en el que ya nadie cree. El Hank Moody de Californication (borracho y promiscuo), el Don Draper de Mad Men (inconstante y autodestructivo), el Jack Teller de Hijos de la anarquía (cada vez menos piadoso, más sanguinario), el Raylan Givens de Justified (macarra y de gatillo fácil) o el Francis Underwood de House of Cards (maquiavélico hasta decir basta).
Rindámonos ante la evidencia: detrás de todo gran show catódico, hay un cabronazo con el que la audiencia termina por identificarse. Y no busquen alarmistas explicaciones sociológicas ni barajen deprimentes conclusiones sobre el futuro de la Humanidad. La cosa es bien sencilla: las historias que más enganchan son las protagonizadas por tipos de esos de los que ahora sabemos que el mundo está lleno. Hoy por hoy, pocas cosas nos parecerían más inverosímiles que un angelito haciendo milagros en plena autopista o las desventuras pastorales de los habitantes de una casa en la pradera (alabado sea Michael Landon, por cierto).
Hace cinco años conocimos a un tipo apocado y, a su manera, terriblemente acomplejado. Se llamaba Walter White y era profesor de química; uno de esos a los que nadie escucha, por mucho que sepa y por mucho que esgrima aptitudes pedagógicas. A la frustración profesional se unía desde el mismísimo capítulo piloto una desalentadora noticia que serviría de mórbido catalizador de la acción: el diagnóstico de un cáncer. En otras palabras: a sus 50 años de edad, Walter White no tiene ya nada que perder.
La crisis de valores a la que se enfrenta es total. Como los señores Smith ideados por Frank Capra a mayor gloria del new deal rooseveltiano, nuestro Juan Nadie hace balance de su vida y llega a conclusiones muy distintas a las de James Stewart o Gary Cooper. ¿De qué demonios le ha servido ser honesto, apostar por la vocación y renunciar a una carrera empresarial que ahora sabe que le podría haber hecho millonario? De nada. Minusvalorado en casa por una mujer que hace tiempo trocó el amor por conmiseración, sin un mínimo de reconocimiento por parte de camadas de estudiantes que se relevan frente a la pizarra con idéntico desinterés por la ciencia que trata de impartir “el friki ese de la tabla periódica”.
Porque el problema no es tanto el que la vida de Walter pueda estar acabándose como el que lo haga de una manera tan miserable. ¿Qué hay de la justicia, del karma y demás monsergas? Trabajando en una franquicia de lavado de coches, sin poder hacer frente a las facturas que se le avecinan (otra de esas cosas que pocas veces cubren los escandalosos seguros médicos norteamericanos: una enfermedad estadísticamente funesta). “¿De verdad? ¿Y ya está? ¿Eso es todo?”
El círculo más íntimo de Walter trata de arroparlo y consolarlo, logrando que se incremente su sensación de alienación. Un hijo discapacitado e hipersensible, un cuñado rudo y poco dado a las expansiones afectivas y una mujer que asiste a la debacle física del compañero sin saber muy bien qué es lo que se espera de ella. Un marido, por cierto, cada vez más ido, más alejado de todos…
En la vida de nuestro profesor sin aula se cruza precisamente un ex–alumno: Jesse Pinkman. Un porreta chanchullero, un trapichero vocacional pero carente de voluntad y, sobretodo, del autocontrol necesarios para pensar, digamos que… a lo grande. De este encuentro asimétrico, de esta insatisfacción compartida, de esta incomprensión mutua nacerá una relación profesional próspera y un conato de amistad que nunca llegará a materializarse.
Un arranque poco original, dirán: dos perdedores más gritándole al mundo qué han hecho ellos para merecer esto (poneos en la cola, majos). Dos inadaptados que van a tener por fin su oportunidad, su pelotazo, su billete de lotería premiado. Alrededor de ellos, una variopinta galería de secundarios sencillamente magistrales: narcotraficantes mudos en silla de ruedas, hombres de negocios que regentan prósperos establecimientos con laboratorios de metanfetamina en el subsuelo, matones con más personalidad que un prota de Jim Thompson o Elmore Leonard, ambiciosillos con modales de señorita sudista, mujeres aparentemente inseguras que en realidad representan a cárteles internacionales, farloperos filósofos, abogados aficionados a los atajos legales…
¿Cómo afectará el éxito –si por éxito entendemos amasar dinero, mucho dinero- a estas dos personalidades tan dispares? Los fajos de dólares no logran rescatar a Jesse de su infelicidad crónica. Él sólo busca mantener una relación estable, tener amigos que lo valoren por lo que es (y no por lo que puedan llegar a sacar de él) o disfrutar en casa de un equipo de música vacilón a más no poder. Es un eterno adolescente, pero también se constituye desde el primer momento en la brújula moral del dueto. Walter necesita a Jesse para que le diga que hay cosas que no pueden hacerse. Ni siquiera pensarse.
Por el contrario, Walter no está por la labor de someterlo todo a votación, de soportar absurdas disquisiciones sobre los medios y los fines. Si Dios no estuvo ahí para librarle de una terrible dolencia a pesar de haber acumulado más méritos que un boy scout novato, ¿por qué presuponer su existencia y temer su juicio ahora que se dedica a ejercer el mal en primera persona o a través de terceros? En un momento de su carrera delictiva llega a la conclusión de que no hay ninguna frontera moral que no pueda ser traspasada. ¿Las razones? Para él son la familia, ese par de personas por las cuales está dispuesto a robar, traficar, extorsionar y, finalmente, matar.
Pero hay algo más. Walter se sabe más inteligente. Eso le habilita –o así lo cree él- para tomar decisiones difíciles sin consultarlas con nadie. Poco a poco, Walter va tejiendo a su alrededor una densísima red de mentiras, comenzando por ese alter ego suyo, Heisenberg, un sosias del Keyser Söze de Sospechosos habituales; ese “coco” con el que meter miedo a la competencia (presente y venidera). Un Mr. Hyde que posee todas las virtudes de las que él, a simple vista, carece: temerario, posero, ¡mítico!
Walter y Jesse lo han logrado. Han reventado el mercado con un producto codiciado en varios estados, en varios continentes. Su cristal, con ese distintivo color azul, posee la pureza, la fama, el prestigio. Por el camino, eso sí, se han jodido la vida. El uno colecciona fracasos sentimentales, recaídas y una mala conciencia que ya no logra enjabonar la prosa sibilina de su mefistofélico mentor. Por su parte, Walter no parece percatarse hasta las postrimerías del drama de algo que le resulta evidente a cualquier espectador que haya seguido con creciente frenesí las espléndidas cinco temporadas de Breaking Bad: que está solo, que nada de lo que tiene podrá devolverle a una familia que lo ha repudiado definitivamente.
¿Moralista? En absoluto. No hay nadie en la serie creada por Vince Gilligan que pueda presumir de acciones “desinteresadas”. Empezando por la mujer de Walter -¿qué decir de esa actriz portentosa llamada Anna Gunn, deslumbrante ya en Deadwood?-, aparentemente escandalizada por los negocios de su marido, pero colaboradora necesaria en el blanqueo del parné (una doble moral práctica e infalible). O el empecinado de Hank, agente de la D.E.A. tan obsesionado por impartir justicia (¿o será purita venganza?) como por encauzar debidamente el rumbo de su carrera.
Hermanas enfrentadas, amigos encarados, rivales enconados acudiendo al duelo final. Sí, Breaking Bad tiene estructura de western: comparte con este género la geografía (ese desierto en el que se adivina en lontananza una caravana donde se cocina meta, tan alejada de la diligencia fordiana), los tiroteos, la fatalidad. Una mezcla inédita entre El día de los tramposos –¿se acuerdan de lo perspicaz que se creía Kirk Douglas y de lo poco que le acababa sirviendo?- y El tesoro de Sierra Madre, con un White-Bogart dispuesto a dejarse morir con tal de preservar su dichoso oro.
Independientemente de cómo acabe la serie (su último episodio se emite este domingo 29 de septiembre en la cadena AMC), Breaking Bad ocupa desde ya un puesto de honor en la ficción made in USA, por encima de Los Soprano y pisándole los talones a la insuperable The Wire. Y lo ha logrado sin sacarse ningún conejo de la chistera, con argumentos tan clásicos como rodar en 35 mm., pergeñar guiones redondos y contar con actores nacidos para interpretar sus respectivos roles.
Breaking Bad es un repaso exhaustivo a las debilidades humanas (¿alguien las llama todavía pecados capitales?) y a sus consabidas –y no por ello menos cochambrosas- consecuencias. Un duelo desigual de miserias en el que la pereza del joven nos acaba pareciendo entrañable comparada con la avaricia, la envidia, la soberbia y la ira que obnubilan el juicio del veterano.
A todos nos gustaría ser tan listos como Walter White, sí. Pero si el precio a pagar por demostrar nuestro talento resulta ser dejar de ser buena gente, nos quedamos con Jesse Pinkman. ¿Quizás ese “héroe íntegro” que echábamos de menos al principio?