‘Amor tóxico’, de Norberto Ramos del Val. Soliloquios, circunloquios y coyundas en la era digital

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El verano es una época de descubrimientos a remolque del aburrimiento. La mayoría de ellos resultan indeseados: la última aportación patria a la telebasura o la enésima reformulación cansina y obscena del amor –el espectacular, el sublimado, el de la banda sonora propia- y sus metamorfosis, transmutaciones o abortos pretendidamente modernos.

Me estoy refiriendo a dos “conceptos” que arrasan, aunque provengan de modelos ampliamente fusilados: la serie del canal autonómico catalán TV-3 Cites y la pornografía del encuentro practicada por Cuatro –con Carlos Sobera como maestro de ceremonias- en First Dates. Ambas son bastante inofensivas, aunque terminen pecando de lo mismo: perderse en la liturgia, en los diálogos para besugos, en la insoportable levedad de ese otro que nunca nos interesará lo más mínimo (con o sin guión de por medio). Aunque sepamos disimular, eso sí. ¡Tan bien!

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Así que tenía ganas de ver una antihistoria de amor de las de verdad. Actual, con gente que hable sin recordarme a mi sobrina de 14 años ni a mi tío de 74. Un punto medio, no sé… un vínculo generacional. Como lo quieras llamar. Con todas estas pretensiones acudía a la segunda proyección barcelonesa del Amor tóxico de Norberto Ramos del Val, tras su solitario pase en la última edición del Festival Internacional de Cine de Autor de Barcelona (donde tuvo la mala suerte de coincidir en día de proyección con uno de los hypes del certamen, Dead Slow Ahead).

Amor tóxico promete emociones fuertes basándose en un recurso infalible: escuchar a los protagonistas decir y hacer cosas demasiado parecidas a las que nosotros mismos hemos hecho y dicho en alguna ocasión (eso sí, sin haberle dado mucha publicidad, porque tampoco es como para estar orgullosos de tanto “casi”, “prácticamente” o “por poco”). Pero aquí el recurso no es la vergüenza ajena, no… es la identificación directa, fruto del paralelismo inconfesable.

Irene y Toni, Toni e Irene (tanto montan en su mutua incomprensión, en su idiocia asumida, en su búsqueda abocada al fracaso de las razones siempre risibles de ‘El Otro’) tienen una cita. La Cita, ya sabéis. Esa que está llamada a cambiarle el destino a uno, a obligarle a recordar la fecha; hito inaugural de un futuro ahíto de convivencia, viajes en común y selfies por fin compartidos con el filtro adecuado. O a proporcionarle, en su defecto, un poco de sexo sin compromiso. ¿Será esta su gran noche?

Bueno, por el título de la propuesta no hace falta hacerse muchas ilusiones. Amor tóxico, coño. Pues eso, que no, que difícilmente, que… que ni siquiera importa. Porque esta no es una película de encuentros amorosos, sino de irreparables desencuentros vitales.

Irene y Toni no se toleran mucho a sí mismos y así no hay manera. Pero de su desapasionada cita saldrán unas cuántas perlas, unas cuántas muletillas que te proporcionarán un material impagable a ti, seductor en prácticas, castigador en ciernes, burladora desorejada o musa precavida. El intercambio de lindezas entre ambos proporciona un diccionario abreviado para próximas intentonas, un catálogo de formas poco diplomáticas de decir que no, de chotearte del otro para no sentir lástima de uno mismo… siquiera por una noche. Que se quede un rato más. Que se pire ya.

Imaginaos pues los Secretos de un matrimonio (Ingmar Bergman, 1973) y convertirla en un melodrama en tres actos y en tiempo real, como aquél que dice. Coged la angustia escandinava (también aquí hay recriminaciones, proyecciones psicológicas, sopapos y delirios) y transmutarla en un “y tú más” igualmente indecoroso. Eso, y mucho más, es Amor tóxico.

Resuelta en apenas tres escenarios y en una traumática noche scorsesiana –un bar, sus alrededores, un parque infantil-, los guionistas Toni Junyent y Pablo Vázquez se las apañan para radiografiar en espacios minimalistas este estado ya pandémico de desidia –de culto a lo “inane”, parafraseando a la protagonista- y devolvernos una imagen –no tan deformada como nos gustaría suponer- de nosotros mismos. Sí, de nuestros torpes acercamientos, de nuestros amoríos frustrados antes siquiera de saber que pretendían serlo. De ese personaje guayón e inseguro que nos hemos fabricado a golpe de desilusión, perfil compartido, rechazo y creciente aflicción. De lo que nos amarga hasta el punto de hacernos llorar tras la puerta del servicio. De lo que contamos sin sentirlo, de lo que decimos por decir, de lo que confesamos de sopetón porque cualquier cosa nos parece mejor que el silencio. Todo aquello que debería de hacernos gozar y que en realidad nos revuelve el estómago. La inevitable confrontación entre el cómo nos gustaría que nos viesen… y lo infinitamente patéticos que en realidad somos.

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La bipolar y el masoquista recogen el testigo de los héroes de Truffaut –enamorados del amor, pero incapaces de practicarlo- y de las memorias de un seductor de boquilla –sin apariciones de Bogart, eso sí-. Como sirena del Mississippi tenemos aquí a una estratosférica y temible Ann Perelló, una ‘actriz-alter ego-pesadilla-aparición mariana’ que lo mismo bate sus alas que tensa su cable de acero como las heroínas fou de Takashi Miike. Imprevisible, cortante, divina, intimidatoria. Real e irreal: la Irene de Toni es todo lo que nos gustaría tener y todo lo que podemos llegar a temer del sexo opuesto. Esa montaña rusa de la que intentaríamos bajarnos en plena marcha de no ser porque estamos firmemente amarrados (¿quién demonios nos convencería para subir?).

La frescura, repito, se obtiene de un duelo en la penumbra, de diálogos que no pretenden ser brillantes -¿cuándo lo hemos sido ninguno de nosotros?- sino presuntuosos, embebidos (y no sólo por efecto de los cubatas), escatológicos y autocompasivos. Resonancias tristes de eso que le escuchamos a él, tan pagado de sí mismo. O de aquella puya que nos soltó ella, tan convencida de habernos calado en apenas media hora, con o sin pastel de zanahoria de por medio (¡y vaya si lo hizo la muy cabrona!).

Este Amor Tóxico ni te mata ni te hace más fuerte. Pero te hace prometer –como todos los domingos de resaca- que se ha acabado, que ha sido la última. Palabra.

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