‘Aelita’ o los ecos de la revolución malograda
“De todas las artes, el cine es para nosotros la más importante”. Vladímir Ilich Lenin
Empecé a cuestionarme la magnitud de la tragedia al salir de ver y escuchar -piano mediante- una película muda en la Filmoteca de Barcelona (y sí, siempre supuse que moriría virgen haciendo este tipo de cosas). Se titulaba Aelita, era soviética y constataba una realidad inquietante: las soflamas revolucionarias, en pleno 2013, provocan más hilaridad que simpatías o adhesiones puño en alto. ¿Pecaron de ingenuos los artífices de aquél cine-manifiesto o pecamos de descreídos los espectadores actuales?
Que no, que no es una simple pregunta retórica. Para tratar de contestarla echaré la vista atrás y situaré la película en su contexto (joder, ¡a veces digo cosas de persona mayor!), sin intención alguna de minimizar sus carencias: Aelita tiene un tercio de imaginería futurista, otro tercio de culebrón y una tercera parte de pedagogía revolucionaria, siendo otro simpático ejemplo de cómo el paso del tiempo se muestra inmisericorde con las ilusiones del ayer. Y eso que el cine de por aquél entonces era una cosa muy seria…
La revolución rusa no acabó con la toma del palacio de invierno de San Petersburgo en 1917. La revolución como tal no triunfó hasta que concluyó la cruenta guerra civil que enfrentó a rusos blancos (patrocinados por las grandes potencias sin muchas ganas de perder influencia en la zona) y rusos rojos, bien entrado el año 1921. Como ahora sabemos, los bolcheviques no lograron implantar la dictadura del proletariado, sino la del aparato. Mientras tanto, en esos años dorados que fueron de 1919 hasta finales de los años 20, los directores rusos gozaron de una libertad creativa extraordinaria; territorio abonado a la experimentación y a la ruptura y en el que se permitió prácticamente cualquier exabrupto (siempre que se hiciese pensando en la causa, of course).
Cinematográficamente hablando, la revolución –o mejor dicho: la mistificación del alzamiento de un pueblo contra la opresión más absoluta, una genuina toma de la Bastillareloaded– fue generosa con los artistas. No fueron necesarias muchas consignas: se sobreentendía que la cámara debía de servir para hacer proselitismo del comunismo, sin necesidad de una supervisión directa por parte de un Comité Central. Todavía.
Los títulos que siempre nos vienen a la cabeza son los de las películas de Eisenstein, aquellas que contribuyeron a crear la “estética colectiva de la revolución”: La huelga (1924), El acorazado Potemkin (1925) y Octubre (1928). Por muy surrealista que pueda parecernos, a Eisenstein le acabaron echando en cara el que sus películas careciesen de “héroes individuales”, siendo públicas y notorias sus discrepancias con Vertov y su Cine-Ojo. Una confrontación inevitable, si se tiene en cuenta que el primero entendía el cine como un gran espectáculo al servicio de una gran idea (se dice que durante el rodaje de Octubre murió más gente que en la insurrección real en la antigua Petrogrado) y el segundo ponía el énfasis en la imagen como documento, como Verdad. Casi nada.
Pero si había alguna cuestión en la que coincidían plenamente gente como Vertov, Eisenstein o Pudovkin era en la de la importancia que debía de tener el montaje dentro de la realización cinematográfica. Hasta los diálogos se consideraban un impedimento, un obstáculo en la búsqueda de la “obra total”. En la práctica, aquella cámara danzante acabó maniatada por el incipiente totalitarismo: la “forma” podía acabar siendo censurada si no estaba al servicio del partido. Por increíble que pueda parecer, de aquél matrimonio impuesto no siempre salieron productos tendenciosos sólo aptos para el consumo de militantes. En Tempestad sobre Asia (1928), por ejemplo, Pudovkin hacía que su protagonista mongol tuviese la habitual epifanía comunista y capitanease el inevitable alzamiento contra los imperialistas de marras. Aún hoy, la cinta rezuma la genuina indignación propia del mejor cine soviético.
En aquél terreno minado, eso sí, había que saber nadar entre dos aguas. Alexander Medvedkin, al que conocemos en occidente gracias al documental de Chris Marker El último bolchevique, es otro ejemplo de superviviente converso, de idealista machacado por los engranajes del Estado. Su caso me recuerda un poco a los últimos años del Galileo retractado, obligado a ser lo que no era y decir lo que no pensaba, encerrado –cuál Papa renunciante – y a la espera del acto final.
La tragedia de Medvedkin fue la de “un comunista puro en un país de comunistas que fingían serlo”. En una fecha tan tardía como 1935 rueda La felicidad, una delicia que sacaba los colores al sistema y donde el campesinado quedaba retratado como lo que realmente fue: la espalda sobre la que acabaron recayendo todos los esfuerzos, por inasumibles que estos fueran. Con todo, Medvedkin fue de los que vivió para contarlo: murió en 1989, año de la caída del muro de Berlín. ¿Paradójico?
Pero no era este el desconocido del que quería hablaros. Mi diatriba venía a cuento del descubrimiento de Aelita, la que viene estando considerada como primera película de ciencia ficción rusa. Su director fue un tal Yakov Protazanov y la estrenó en 1924, precisamente el año en que murió Lenin. Quedaban cuatro años para intentar contar algo, antes de que Stalin impusiese aquellos planes quinquenales que aplanaron conciencias y moldearon voluntades.
¿Quién era el tal Protazanov? Pues nuevamente, una contradicción en sí mismo. Empezó como actor y después guionista en la industria zarista –recuérdese que el primer filme ruso (1896) fue precisamente la coronación de Nicolás II- y terminó abrazando la causa de los soviets. Durante los años diez del pasado siglo, se ganó a pulso la condición de padre fundador del cine de su país, con cerca de cien películas (aunque quizás fuese más acertado hablar de mediometrajes). Y sin embargo, no desempeñó ningún papel activo durante los hechos de octubre…
Protazanov –que combatió en la Primera Guerra Mundial- vivió la revolución desde la distancia. De hecho se quedó en Europa, iniciando un periplo como integrante de la compañía itinerante de Ermoliev: Yalta, Constantinopla, Marsella, Berlín… hasta que es formalmente invitado a volver a la actual Rusia para rodar lo que tenía que ser una superproducción alrededor de la figura de Taras Bulba… y acabó siendo Aelita.
Aelita es más recordada por las ensoñaciones marcianas de su protagonista, enamorado (o no) de la tal Aelita, reina del planeta rojo y prendada del embrujo terrícola merced a un adictivo invento pseudo-televisivo. El círculo se cierra: la susodicha era Yuliya Solntseva, actriz que acabaría interpretando también La tierra (1930) y casándose con su director: Aleksandr Petróvich Dovzhenko, el nombre que nos faltaba para completar la tríada gloriosa del cine rojo.
¡Pero es que menudo elenco que tenía Aelita para ser una película comunista! Realeza, aristocracia venida a menos, un ingeniero megalómano que lo mismo diseña naves espaciales que ejerce la violencia de género… la película no tardó en ser revisionada y caer en desgracia, saliendo de las catacumbas tras las últimos estertores de la Guerra Fría.
Sí, Protazanov se acabó metiendo en camisa de once varas, aunque sabía perfectamente lo que se esperaba de él. Y cumplió con creces, más allá de cualquier sentido del ridículo: sus controvertidos héroes acaben proclamando la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas en el mismísimo Marte. Vale, sí: demencial. Hay discursos incendiarios, barricadas, sangre de mártires y hasta una hoz y un martillo. Y a estas alturas… pues también había risas, incluso alguna carcajada entre el respetable. Y eso fue lo que me dio que pensar.
No es que hoy en día nos falten motivos para la indignación, precisamente. Ni que nos hallamos vuelto unos descreídos crónicos, como apostillaría algún abuelo Cebolleta. Lo que nos separa de aquellos hombres y mujeres de hace un siglo es algo mucho más básico: la necesidad y el conocimiento. No hemos padecido el ‘no tener’… pero el ‘no tener’ de verdad. La miseria absoluta, esa que convierte la revolución en un deber moral, más que en una “cuestión de imaginación” (que como slogan hay que reconocer que queda muy chic). El público natural de aquél cine no hacía ni diez años que había sido testigo directo de muchos de los hechos que se dramatizaban. Para el resto del mundo, parece que se quedaron en diez días de estremecimiento… y décadas, muchas décadas de suspicacia.
He hablado también de saber. O de tener la posibilidad –aunque no siempre la ejerzamos- de acceder a cierto grado de conocimiento. Y cuanto más entiendes, menos te gusta que te aleccionen. Presumimos de estar más alerta que nunca ante cualquier conato de propaganda, de moralina espiritual o ideológica. El cine de aquellos tiempos y en aquella tierra fue un cine comprometido –¡qué remedio!-, no apto para indecisos o agnósticos. Desde la convicción más absoluta y para el más convencido de los públicos. No creo que se haya repetido una circunstancia semejante en toda la historia del séptimo arte, esa complicidad total entre creadores y espectadores.
Por cierto: después de Aelita, Protazanov siguió haciendo películas durante 20 años más. No sabemos cuál fue su secreto: si plegarse definitivamente a la doctrina oficial o montárselo para que sus rodajes fuesen en las más remotas de las repúblicas soviéticas. Participó en la utopía convertida en pesadilla y rodó durante aquellos diez años gloriosos (del 1917 al 1927, año en que Stalin impone definitivamente su aburrido, repetitivo y babosillo “realismo socialista”), una década que vio nacer y morir a lo mejorcito de la vanguardia rusa.
Todo un logro, por efímero y gracioso que nos parezca ahora.
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