‘Falsa identidad’, de Sarah Waters. Ámame o enciérrame.
“Caminaba, como he dicho, como caminaría un fantasma; y cuando lloraba, lloraba como lo haría un fantasma: en silencio, sin dar importancia a las lágrimas que iban cayendo, como si supiera que tenía lágrimas suficientes para cien años, y que en ese plazo las lloraría todas”
Imaginaos una novela decimonónica de esas que siempre presumís de haber leído y de las que, en realidad, sólo os suena la película o la serie. Algo grande, pesado, casi un arma arrojadiza en su edición en papel; en la línea de Moll Flanders, Oliver Twist, Tom Jones o El molino del Floss (me apetecía mentar un George Elliot que me venció miserablemente, tiempo ha). Con personajes perversos, casi de folletín -¿acaso no lo eran casi todas las tragedias pretendidamente realistas, edificantes, miserabilistas y algo socarronas de aquellos tiempos?-, lucha de clases en ciernes y… y un gran amor, por supuesto.
Pues eso, a grandes y engañosos rasgos, vendría a ser la sorprendente y muy estimulante Falsa identidad de Sarah Waters, escrita ya hace 13 años y punto de inflexión absoluto en su carrera. 600 páginas y tres partes para contar apenas un año en la vida de dos mujeres. Protagonista y antagonista (según cuál de las dos lo cuente, claro está). Víctima y verdugo. Inocente y perversa. Cultivada y analfabeta. Dos opuestos. Aparentemente.
La intriga arranca con aroma a clásico. Una casa cargada de humo y malos olores, con habitaciones que se encaraman a las alturas y aún así, en constante penumbra. Una cueva donde los peristas peregrinan para deshacerse del resultado de sus hurtos y donde varios ganapanes se dedican a urdir golpes de poca monta. Al mando de todo, una mujer calculadora y mendaz, capaz de esperar los años que hagan falta para llevar a cabo sus ambiciosos planes de jubilación.
En mitad de todo este lodazal, Sue Trinder se pregunta por qué la tratan tan bien, por qué tuvo tanta suerte de caer bajo la tutela de la señora Sucksby. No le falta un plato en la mesa, no le obligan abiertamente a delinquir (todo un privilegio en el barrio de Londres donde habita), incluso tiene el indudable honor de compartir lecho con su mentora. ¿Tendrá, a fin de cuentas, un buen corazón la denostada cabecilla de este clan que trafica con huérfanos y cuberterías de plata de dudosa procedencia?
Así debe de ser, pues se apiadó de ella tras asistir al más sádico de los espectáculos posibles: ver como ajustician a tu propia madre en plaza pública. (Eso es lo que recuerda. O lo que le dicen que ocurrió). Y así lo rememorará Sue años después, cuando le toque asistir a otra ejecución, por motivos que no vienen al caso: “Los sonidos volvieron a cambiar, a medida que la gente iba recuperando el resuello y la voz: abrieron la boca, soltaron a sus bebés, comenzaron a moverse y a bailar. Hubo más abucheos, más gritos, más risas horribles; y por último vítores. Creo que yo también había aplaudido en otros ahorcamientos. Nunca pensé en lo que significaban aquellas aclamaciones. Ahora, al escuchar aquellos ‘hurras’, me pareció que, incluso en mi aflicción, los comprendía. Lo mismo habrían podido gritar: “Está muerta”. La idea se elevaba, más veloz que la sangre, en todos los corazones. “Está muerta… y nosotros vivos”
Pero volvamos a la noche aciaga en que aparece en escena él, Caballero. Aunque de tal sólo tenga el nombre: presume de ser la oveja negra de una familia con posibles, con posibles hasta que a él le dio por dilapidar el capital y el prurito del apellido. Desde entonces lleva años soñando con recobrar su fortuna del único modo posible: con un matrimonio ventajoso. Y tonteando con el lado salvaje, brillando fácilmente como tuerto aventajado en un país de ciegos morales.
Pero la espera parece que ha merecido la pena. Un poco más de esfuerzo y tantos años de sacrificios y renuncias hallarán su recompensa. El cebo está echado y la presa es una joven virginal y mojigata con suspenso clamoroso en mundología. Criada en una gran casa al amparo de su tío (un erudito que sólo tiene ojos para sus libros), Maud Lilly vive ajena a su condición de heredera, detalle que no le pasará desapercibido a este lobo en constante acecho. Bastará con contar con algún apoyo dentro de la casa, con un caballo de Troya que conspire en su beneficio, alguien que pueda competir con la desdichada en… ignorancia.
Sue está encantada: por fin podrá serle de ayuda a la señora Sucksby, ese sucedáneo de madre que tanto se ha desvivido por ella. Y si la cosa sale bien, incluso quedarse con una parte proporcional del dinero, la justa y necesaria para no tener que volver a descoser las iniciales bordadas en pañuelos robados o fundir metales en una forja precaria. Bastará, le dicen, con que salga ahí fuera, se haga amiga de la tontita con parné y ayude a Caballero a hacerle luz de gas. La felicidad pasa por el manicomio, una institución poco científica donde no hacen preguntas (en tanto y cuánto se paguen religiosamente los gastos que genere la interna).
¿Cuál de las dos abrazará antes la locura? ¿Quién engañará a quién? ¿Cuánto sabe cada personaje sobre el pasado de los demás? Falsa identidad transita de la ingenuidad a la sordidez: haréis bien en no dar nada por sentado, en no fiaros de nada ni de nadie. Un infierno de intereses creados del que acabará surgiendo una genuina simpatía entre las vapuleadas protagonistas… y quién sabe si algo más, para escándalo de lores y deleite de pornógrafos de salón victoriano.
En definitiva: una novela “como las de antes” que se permite abordar en entorno hostil –y clasista- temas de los de ahora. ¿Y si Dickens hubiese imaginado dos protagonistas embebidas de la fatalidad lírica de una Emily Dickinson y con los arrebatos sicalípticos de los diarios de Anaïs Nin? Ah, viciosillos mórbidos y morbosos… ¡Falsa identidad es vuestro libro!