Black mirror: pesadillas de cristal líquido

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El “espejo negro” (black mirror) del título es lo que usted encontrará en cada muro, en cada escritorio, en la palma de cada mano: la pantalla fría y brillante de un televisor, un monitor, un teléfono inteligente.” Charlie Brooker

 

La segunda temporada de Black mirror sigue ahondando en esos sueños de telerrealidad que provocan monstruos. Y lo hace con historias brillantes y a la vez impactantes, un sensacionalismo supuestamente intelectualizado que permite dudar sobre la “nobleza” de sus intenciones. ¡Pero qué ingenuidad la mía! Detrás de todo esto está Endemol, la productora que parió el formato Big Brother. ¿Por qué no exportarlo al terreno de la ficción? (rectifico… ¿hay mayor ficción que el planificadísimo día a día de los habitantes de esas casas con circuitos cerrados de televisión?).

 

Black mirror es una serie de anticipación social, una distopía que pone el acento en las consecuencias que podrían tener para todos algunas de las cosas que hoy hacemos de manera rutinaria (pasearnos por menús interactivos, pasarnos horas muertas buscando información redundante, engancharnos a cierto juego que hace más ameno nuestro trayecto de metro o sonreírnos ante un programa de televisión que nos invita a ejercer de mirones con tendencias sádicas). Ya se sabe: en periodos de incertidumbre, la tecnología acostumbra a generar desconfianza. Pero esta serie británica invita también a la reflexión, más allá de los tramas con “robots malos que quieren dominar el mundo” que legaron tanto clásico kitsch en los años cincuenta. Venga, a ver qué contestas a esto: ¿de verdad lo puedes dejar ya cuando quieras? ¿Hasta qué punto estamos dispuestos a renunciar a nuestra intimidad –incluso a cuotas importantes de la propia libertad- en aras de esta mancomunidad del cotilleo y el disfrute efímero –pero instantáneo- de los Mark Zuckerberg y compañía?

La interacción con dispositivos táctiles, la dependencia de las dichosas pantallitas, la necesidad de (re)afirmarnos a través de nuestra faceta virtual, las imágenes como catálogo emocional, los concursos de televisión como sumideros morales donde se le niega al espectador la posibilidad de enjuiciar aquello que ve (¿”que esto te parece poco ético? Zappea y mira lo que ponen en el resto de canales, listillo”). Las preguntas son las adecuadas, las respuestas –escabrosas, perversas, malintencionadas- le dejan a uno tocado mientras ve desfilar los títulos de crédito sobre fondo negro.

 

La segunda temporada vuelve a ser una salva de tres episodios dignos de la hora (modernizada) de Alfred Hitchcock, con guiones de Charlie Brooker, el gurú responsable del acabado chungo y cool de Black mirror (por cierto, os recomiendo que rescatéis por el procedimiento de urgencia su miniserie de cinco partes Dead set, un híbrido encantador entre el reality de Mercedes Milà y The walking dead). Con un pesimismo lúcido marca de la casa, Brooker vuelve a meter el dedo en la llaga: ¿queremos que esto sea la normalidad?

 

En Be Right Back conoceremos a Martha y Ash, una pareja que debe de sobrevivir a un triángulo amoroso disfuncional: la relación que en paralelo se lleva Ash con el mundo, concretamente su dependencia enfermiza de las redes sociales. Su desconexión permanente de la realidad, su continuada ausencia, hace tiempo que ha hecho saltar todas las alarmas en su mujer.

 

Pero cuando Ash muere en un accidente de tráfico, Martha encontrará un extraño consuelo en esa misma tecnología que tanto fascinaba a su marido. Porque existe un nuevo programa que permite emular la expresión oral, las reacciones, incluso la gestualidad de cualquier ser humano. La cosa comienza con inocentes llamadas de teléfono que le permiten seguir conversando con su avatar binario. Y da un salto cuantitativo cuando descubre que incluso puede tener en casa una réplica del susodicho a escala natural…

 

¿Qué pasaría si en un futuro no muy lejano no fuese necesario “superar la pérdida”? ¿Y si todo ese rastro que dejamos atrás (grabaciones caseras, tweets, comentarios en facebook) pudiese acabar conformando un “yo alternativo”? Quizás a alguien le suene a oda a la memoria, a ingenioso parche con el que sortear la muerte física. Pero… ¿no les estaríamos haciendo un flaco favor a quienes sobreviven? ¿No tienen derecho a rehacer sus vidas y olvidar, sin más? ¿Y hasta qué punto podría ser lucrativo para sus inventores este chantaje emocional postmortem?

 

White Bear, la segunda entrega de la temporada, vendría a ser una versión cafre del Perseguido de Arnold Schwarzenegger. Amparándose en la justicia y el ojo por ojo, el Estado parece haber implementado una nueva forma de tortura que hace copartícipes a los indignados y rabiosos ciudadanos (manteniendo siempre las distancias, por supuesto).

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La protagonista –tan vulnerable, tan… ¿inocente?- vuelve a la vida en un mundo que no reconoce, con una laguna mental galopante que apenas le permite saber quién es. Algo ha pasado en ese indeterminado lapso de tiempo: la gente parece haberse convertido en una legión de voyeurs enfermizos, dispuestos a inmortalizar en sus dispositivos móviles las palizas que reciben los vecinos en plena rue. ¿Ha sido un ataque catódico llevado a cabo desde cualquier pantalla de televisión? Nuestra amnésica acaba enrolándose en una peligrosa misión en la que deberá de atentar contra un transmisor bautizado como Oso blanco

 

La facilidad de los medios de comunicación para señalar culpables, juzgarlos, condenarlos y someterlos a público escarnio va un paso más allá en este formato a medio camino entre De buena ley y PortAventura. Criminales convertidos en actores de una representación concebida para la satisfacción de los instintos más básicos de la “opinión pública”, encantada de que “el que la hace la pague”.

 

 The Waldo moment es el más moralista y tendencioso de los tres episodios. Brooker nos habla de una moda muy europea: la de los movimientos presuntamente antisistema que aspiran a revolucionar la cansina dinámica de los procesos electorales. La irrupción en plena campaña local de una figura faltona y nihilista –Waldo, un dibujo animado con licencia para insultar y tratar así de “canalizar” el descontento colectivo- sirve para articular un discurso bastante simplón sobre lo supuestamente fácil que resulta manipular a las masas.

 

Detrás de esta especie de Trancas y Barrancas anglosajón está la figura gris de un cómico sin mucho éxito, que utiliza la bula que le da un personaje de ficción para descargar sus frustraciones. Al igual que le pasaba a Juan Nadie en el clásico de Frank Capra, el poder no tardará en intuir el potencial agazapado detrás del símbolo, utilizando al garabato contestatario en su propio beneficio.

 

¿El hastío que nos provoca la clase política actual podría ser el mejor caldo de cultivo para el próximo totalitarismo? ¿Hasta qué punto nos hemos desacostumbrado a escuchar, cayendo en un hooliganismo ideológico poco constructivo? ¿Qué hay detrás de esta desafectación, de este “si en el fondo son todos iguales” con el que nos ventilamos cualquier intento de influir en el sentido de nuestro voto?

 

Alienación, incapacidad para ponernos en el lugar del otro o ceguera colectiva ante el germen del fascismo que está por venir. Tras el impactante primer episodio de la primera temporada –sí, aquél del cerdo y el presidente-, diríase que le tenemos cogida la medida a Black mirror. No lo creáis. Este tabloide visual es de los pocos que utiliza lo que más nos gusta –interactuar con los demás a distancia- para reírse a costa de nuestro patetismo de superplasma, tablet, iPhone y demás paraísos del prestigio (a)social. Asomarse al cristal oscuro de Channel 4 es no tenerle miedo a esa voz enlatada y comprimida que nos escupe a la cara esas dos palabras que todo lo relativizan: “dais pena”.

 

Pero que mucha.

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