‘Las altas presiones’, de Ángel Santos: sobre este estado provisional

“Esta es la historia de un español que quiere vivir, y a vivir empieza”. Antonio Machado

Miguel, el muy barojiano protagonista de Las altas presiones, vuelve a casa. A ese territorio –siempre mitificado- en el que se desarrolló su educación sentimental. Y se le antoja a uno que no fueron tiempos especialmente desdichados… que tampoco fueron tiempos especialmente memorables.

Florituras flaubertianas al margen, lo cierto es que aquellos años lo dotaron de un sentimiento trágico de la vida. Un sentimiento que parece impregnarlo todo desde entonces. ¿O quizás ha sido Madrid la puntilla a sus grandes esperanzas?

… y ese dichoso entorno –lejos de la Galicia druídica y fronteriza de Arraianos– tampoco ayuda. Tierra deprimida, gentes en compás de espera que comienzan a preguntarse si no confundirán la capacidad de sufrimiento con el purito masoquismo (“es lo que hay”, sentencia hablando de sí mismo y de su circunstancia uno de sus conocidos de entonces), terruño ruinoso que no lo mejora ni la habitual coartada emocional. Porque todo sigue más o menos en el mismo lugar, aunque “un poco más bombardeado”, como la Viena de Holly Martins en El tercer hombre. Poco queda, por eso, de quienes antaño lo habitaron, de quienes laboraron bajo el cielo plomizo.

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Localizar exteriores de una película que no importa (una de esas que veremos premiar en la engolada ceremonia de entrega de los Goyas, encantados esta temporada de haber aumentado un 75% la recaudación a base de producto, franquicia y tópico hispano). Pasearse por los restos mortales de una industrialización que se quedó en intentona, en renuncio, en delirios de grandeza pagados por los más pequeños.

Los recuerdos de Miguel duelen. Están ligados al nombre de un hospital, quién sabe si a algún acontecimiento luctuoso relacionado con la propia crisis. ¿Dije crisis? No, ni tan siquiera esta se constituye en el “marco incomparable” de la historia. Las altas presiones nos habla de un nuevo estado de ánimo colectivo: la derrota pospuesta.

Es este un estado provisional en el que nada está llamado a durar. Aunque lo provisorio se haya acabado convirtiendo en norma, andamiaje robinado que lleva demasiado tiempo recubriendo la fachada de nuestros proyectos, de nuestras aspiraciones (¿qué era eso?), de nuestro legítimo derecho a… intentarlo.

Amistades, parejas, trabajos. Todo parece concluir antes siquiera de haber comenzado. Colegas con los que te cruzas por las calles de tu antiguo barrio a los que aseguras que “deberíamos vernos más”. Amores que fueron, amores que pudieron ser, amores que sólo tuvieron lugar en nuestra cabeza. Y faenas con fecha de caducidad, país del “por obra y servicio” y el “déjate de sueños, que esos no pagan las facturas”.

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En Nueve cartas a Berta, el clásico de Basilio Martín Patino, un exiliado volvía a la Salamanca franquista para renovar sus ganas de salir corriendo. En Las altas presiones el protagonista deja la capital y se deja arrastrar unos días por la morriña. Sin atisbo de mejora, pero muriéndose de ganas porque pase algo.

Escasa luz y eterna sensación de estar de paso, de llegar demasiado tarde a una fiesta donde le han invitado a uno por compromiso. No, no es que nuestro tomavistas accidental esté incubando una depresión. Es que es la depresión personificada. Ni tristeza, ni melancolía: apatía infinita, como si la precariedad a perpetuidad le hubiese calado hasta los huesos. Una nube cargada de lluvia le acompaña allá por donde va, convidado de piedra en celebraciones donde ejerce de lo que mejor sabe hacer: cameraman, observador en nómina, ojos de otros con los que no comparte mirada.

Miguel es también el patito feo que todos llevamos dentro. El por qué a mí, el qué mala suerte, el “hasta cuando”. Su vagabundeo fantasmagórico por entre los escombros de todo un país parece haberle afectado físicamente, como si hubiese psicosomatizado penas, protestas acalladas, suicidios poco publicitados… tanto es así que no ve cómo discurre la vida, a pesar de todos los pesares, a su alrededor: esa chica que lo está mirando, las grietas que cuartean la supuesta felicidad ajena, una voz al otro lado del teléfono dispuesta a confiar en él…

Las altas presiones (con sus mareas bajas, sus bateas en lontananza y su amenaza de lluvia) desprende, curiosamente, una ternura infinita. La ternura de los donjuanes desmañados, de las musas que saben que lo son, de los sofás tentadores, de la bohemia de provincias y el descreimiento urbanita. Está habitada por personajes que sobreviven y que ya no se hacen ilusiones sobre la viabilidad de ninguna de sus planes. Gentes que pintan, actúan, ríen, graban y fabulan. Pero que siguen esperando, aguardando en esa Casablanca en la que ya no salen vuelos hacia el Nuevo Mundo.

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2015 será un año de medallitas y palmaditas en la espalda. La Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas se congratulará de sus logros y nos hará creer que el cine es España va bien… si la bossa sona. No, este año que acaba ha sido excepcional, pero por títulos apenas vistos o pendientes de estreno, que exigirán en años venideros de su rescate y puesta en valor. Lo ha sido por Edificio España de Víctor Moreno, por Stella Cadente de Luis Miñarro, por Cenizas de Carlos Balbuena, La jungla interior de Juan Barrero, Uranes de Chema García Ibarra, Magical girl de Carlos Vermut, El futuro de Luis López Carrasco, Loreak de José María Goenaga y Jon Garaño, Sobre la marxa de Jordi Morató…

… y por este retorno al pasado, brumoso pero esperanzador, titulado Las altas presiones.

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