El legado en los huesos, el miedo acecha Baztan
Tenía ganas de tener entre manos la segunda parte de la trilogía de Dolores Redondo sobre la inspectora de homicidios de la policía foral de Navarra, Amaia Salazar. Ya os hablé de su excelente inicio El guardián invisible en un post anterior que podéis leer aquí. En esta continuación Redondo riza el rizo y pasa de la tensión al miedo directamente. Encontramos a la inspectora volviendo de su baja maternal para reencontrarse con un caso aún más espeluznante que el que nos la dio a conocer y que misteriosamente está intímamente relacionado no sólo con el anterior sino con la propia inspectora y su familia.
Volvemos a contar con Elizondo y más concretamente con Baztan como protagonista absoluto de la historia. Esos bosques frondosos y ocultos, en los que los misterios resultan más misteriosos e inquietantes y los miedos se aferran con más fuerza. Pero también hay otro protagonista que cobra fuerza y ese es el miedo. El miedo que todo lo puede, el miedo que paraliza y acecha, el miedo que se pega en la piel y que no te puedes quitar de encima. El miedo que siente la inspectora Salazar y que pugna por salir y reinar en su mundo. En la primera novela, ya estaba presente pero en esta se desata y ese miedo tiene un compañero de juegos que es el mal, en su estado más puro. Donde en El guardián invisible asustaba, El legado en los huesos aterroriza.
Y en medio de todo esto, dos tramas que se entrelazan y se entrecruzan, la de los asesinatos del primer libro y la del “Tartallo”. Tramas enrevesadas que atrapan al lector, complejas y complicadas pero efectivas, gracias al buen hacer de Redondo y a que sabe echar al caldo de su narración los ingredientes necesarios para atraparnos en su telaraña y que no seamos capaces de despegarnos de sus páginas. La tensión se mantiene a lo largo de sus más de 500 páginas. Pero además consigue que los elementos fantásticos que pueblan la historia y el pasado de Baztan se integren en la narración y fluyan perfectamente con la trama. Dolores Redondo logra que nos imaginemos y creamos, mientras nos recorre un escalofrío, que pueden ser reales los monstruos fantásticos de los que nos habla pero también que creamos en esos que son reales, personas de carne y hueso a los que el mal ordena y manda, esos que son más aterradores que los fantásticos. La autora consigue que pasemos miedo dibujando con sus palabras una atmósfera tremendamente opresiva, oscura e inquietante. Y de eso se trata.
Está la familia por supuesto, protagonista esencial de las historias de Salazar y el pasado que vuelve una y otra vez, para acosar, para revelar, para desvelar e incluso para liberar a la inspectora. Un pasado que pesa como una losa, un pasado plagado de oscuridad y miedos que pugnan por salir de nuevo a la luz. Las relaciones de Amaia con sus hermanas, tan diferentes la una de la otra, con la tía Engrasi y sus cartas del tarot, con sus compañeros de trabajo, con el desgraciado Montes, con Dupree en la lejana Nueva Orleans y esa madre que no es madre, ese horror, todas ellos conforman una red, una telaraña que envuelve a la inspectora durante toda la historia.
La única pega del libro es el inicio del mismo. Los detalles de la maternidad de la inspectora se hacen pesados y hacen que cueste que la historia avance. La obsesión de Salazar con ser madre y su posterior obsesión con no ser una buena madre, aunque están relacionadas con la trama, la lastran. Parece que una vez que Amaia se ha quitado ese peso físico de encima, la historia se dispara y no hay manera de hacerla parar. La verdad tampoco queremos que pare.
Estamos deseando leer que nos depara la tercera y última parte de la trilogía y averiguar que otros males oscuros acecharán a la inspectora Salazar.