Sexo y cine: los límites de la representación
En estos últimos meses han sido varias las películas que han sorprendido (o pretendido sorprender) por la inclusión en su generoso metraje de escenas sexuales explícitas. Unas escenas que, al menos en los tres ejemplos que vamos a abordar, pueden presumir de integrarse perfectamente en el hilo argumental, sin posibilidad alguna de ser tildadas de gratuitas (en su ejecución más que en su “promesa”, en el caso particular de Nymphomaniac).
Y es que el cine adulto comienza a presumir de su condición, mostrando todo lo que sea menester con tal de que el espectador pueda entender la naturaleza de las pasiones que subyugan a sus personajes. Y sin embargo, nuestros tres modelos no son un despliegue cansino de coitos, felaciones y ayuntamientos en lugares públicos, la panoplia habitual –bastante poco imaginativa- de eso que entendemos por cine porno. No, en la autoría está la penitencia: el sexo rara vez lo veremos asociado al disfrute. Aunque nos ayude a entender las raíces del trauma (desde De repente, el último verano a Las ventajas de ser un marginado, pasando por Marnie la ladrona, Celebración o Shame).
En La vida de Adèle, los prolongados encuentros amorosos entre sus hermosas protagonistas definen el grado de dependencia que llegan a desarrollar la una por la otra. Unas escenas en bruto, sin una gran elaboración formal –sólo en apariencia, la crónica del rodaje nos revela precisamente lo contrario- y que no recurren a los habituales trucos de montaje para medio tapar o no mostrar del todo. La cámara de Abdellatif Kechiche presume de testigo impertinente, plantándose a pie de dormitorio y mostrando una intimidad inédita. El sexo de La vida de Adèle quiere ser el de la alegría y el abandono, el triunfo del conocimiento mutuo y la satisfacción plena en esa importante faceta de la vida en pareja.
No ocurre lo mismo en El desconocido del lago o Nymphomaniac. En L’inconnu du lac –el título original de una de las sensaciones del año en el país vecino, inédita todavía por acá- la sexualidad es un complemento indispensable en la descripción detallada de las pulsiones que gobiernan una comunidad gay que ha hecho de las márgenes de un lago un paraíso perdido (o sórdido, según quién) de miradas, conocimiento azaroso y, por qué no, promiscuidad. Nuestro ambiguo héroe rohmeriano -el apolíneo Franck, seductor y al mismo tiempo objeto del deseo- afronta un dilema emocional (intenso y veraniego) entre sus dos hombres favoritos.
Por un lado, el retraído Henri, que macera su depresión tras una reciente ruptura en un extremo del estanque dorado. Poco agraciado, sin muchas ganas de mostrar su cuerpo (¿algo acomplejado?), sin la necesidad siquiera de combatir el intenso calor con un chapuzón. Taciturno… pero observador, muy observador. Henri no participa en el juego, se contenta con ser un mero espectador. Su inapetencia lo define, en fuerte contraste con el furor sexual esgrimido por la mayoría.
Franck, por el contrario, busca y encuentra siempre. Se refugia en el sotobosque cuando aprieta el deseo y halla consuelo entre los brazos de gentiles desconocidos. Aunque en realidad, no hay nadie que quiera ser “conocido” de verdad en este microcosmos, espacio del que no salimos en todo el metraje (plano del descampado con vehículos reordenados, camino de la orilla, playa pedregosa, la superficie del agua, la floresta de los gemidos).
Franck acaba eligiendo a Michel, nadador consumado, bien parecido y activo sexualmente. Henri –incapaz todavía de afrontar su homosexualidad, aparcada o inútilmente soterrada tras un interludio hetero- sólo puede lamentarse de la oportunidad perdida, conformándose con las migajas de una conversación ocasional o de alguna cita púdica e insatisfactoria.
Como playa nudista que es, la mayoría de los personajes que frecuentan el lago muestran sus genitales, se dan un garbeo en busca de un compañero de desahogos o practican el voyeurismo, todo en función de sus oportunidades y del grado de desinhibición de cada cuál. Lo que resulta anómalo para el único individuo que viene de “fuera” –el inspector que investigará la trama criminal- resulta ser la norma en esta comunidad aparentemente liberada, pero donde descubriremos que todavía hay espacio para la violencia, los celos y el desquite sexual como solución a encrucijadas amorosas.
Paradójicamente, en El desconocido del lago el sexo acaba siendo peligroso, una auténtica adicción para Franck, incapaz de delatar al objeto de sus deseos… aún a sabiendas de que es, incuestionablemente, culpable.
Lars von Trier propone algo bien diferente en Nymphomaniac. En el supuesto de que uno sea capaz de valorar de qué irá realmente su pretendida obra definitiva sobre el porno partiendo de ese entremés conocido como volumen 1.
¿Ven? Yo mismo continúo alimentando el morbo y fomentando la publicidad engañosa: Nymphomaniac –por mucho que lo niegue la frase promocional- es un filme sobre el amor y no sobre el sexo. El amor a la manera de Lars el provocador, consciente de que ese halo escandaloso con el que ha envuelto su producto le permitirá llenar cines. ¿Y qué nos cuenta, más allá de carteles con caras de eyaculación inminente y petite mort?
Pues lo de siempre. ¿O alguien creía que se conformaría con un ‘mete-saca’ placentero y veleidoso? No, von Trier quiere que devoremos su propuesta hasta el final y no conozco mucha gente que utilice este género cinematográfico para otra cosa que no sea una estimulación bastante localizada en el tiempo. Abandonad pues toda esperanza, pajilleros: Lars jamás se arriesgaría a que dejaseis a la mitad una película suya. ¿Y qué fórmula utiliza para engañar al fanático de la autoría, al mirón con reservas y al sátiro necesitado de coartada? Pues la dilación, el coitus interruptus y hasta la ramplona marcha atrás. Si es que todo está inventado, oye.
Nymphomaniac vuelve a ser un ejercicio de crueldad –otra tortura filmada- cometido esta vez sobre las actrices que interpretan a Joe en sus diversas edades. Ese “factor sádico” convertido en marca de la casa desde la fundamental Rompiendo las olas. De hecho, la sexualidad de nuestra nimfómana casa a la perfección con los preceptos del cine del danés: hace daño a otros y se lo hace a sí misma, aunque las razones de su actual estado (magullada y recuperándose tras una reciente paliza) seguramente acaben siendo retorcidas, esa vuelta de tuerca que revienta la moraleja de Los idiotas o Dogville. Lo veremos en el volumen 2. O en el DVD. O en lo que quiera que se le ocurra a este émulo de Peter Jackson (“pague usted tres veces por ver lo mismo”, el peep show aplicado a la sala grande).
Como era de esperar, para nuestro post-católico penitente el sexo está ligado al dolor. El temprano y traumático desfloramiento de la protagonista (aunque Lars se corte un poco y utilice números sobreimpresionados para hacernos soportable lo insoportable), la penitencia autoimpuesta del coito único en esa especie de club de la lucha con oraciones que incluyen apología de la vulva o el supuesto y frustrado goce de yacer por fin con el ser… ¿amado? No, von Trier, moralista antirromántico, está convencido de que el amor no es el ingrediente secreto del sexo. Y va a emplear el tiempo que haga falta en demostrárnoslo.
Los encuentros seriados de Joe son descritos de forma rutinaria, con desgana, como el catálogo que es de posiciones y posturitas mil veces vistas. No tienen el menor interés para nuestro director, que prefiere volcar su virtuosismo en tres escenas clave:
1.- La jocosa competición en el tren, con la ridícula bolsa de dulces como premio al sobreesfuerzo follador.
2.- La increíble –nunca mejor dicho- escena con la repudiada Uma Thurman vengándose con mucho estilo de un marido idiota e infiel a partes iguales.
3.- La explicación deliciosamente blasfema de la polifonía en la música sacra de Bach, aplicándola –nada más y nada menos- que a la plenitud sexual de nuestra Señora de las Lubricidades. Una maravilla, la verdad.
Tres directores, pues, que señalan el camino: el de la representación sin límites. El sexo como recuerdo de una felicidad imposible en La vida de Adèle, como poderosa droga que aletarga la mala conciencia de quién conoce al Raskólnikov de la función en El desconocido del lago o como excusa para convocar a espectadores que van a ver frustradas de inmediato sus legítimas aspiraciones sicalípticas (Nymphomaniac). Casi resulta el corolario de un predicador ofuscado: el sexo cinematográfico deprime, mata y engaña. Pero ahora, al menos, lo hace sin elipsis ni fundidos a negro.