The act of killing: cuando los canallas duermen en paz
“Los vencedores deciden qué es un crimen de guerra. Soy un vencedor, así es que yo decido”.
¿Y si Fritz Lang estaba equivocado, después de todo? ¿Y si los verdugos acaban muriendo plácidamente en la cama rodeados de mujer, nietos, mascotas y hasta ex-compañeros de fechorías?
The act of killing es una de las películas más desasosegantes vistas en los últimos tiempos. Una de esas en las que un espectador medianamente sensible sale literalmente enfermo. Un malestar moral y físico que traspasa la pantalla tras dos horas de estupor, alguna risotada –“joder, ¿de qué coño me río?”– y ganas, muchas ganas de contrastar lo que los perversos montadores (más que directores) nos cuentan.
Indonesia es el cuarto país más poblado del mundo con cerca de 250 millones de habitantes. Los baños de sangre no le son ajenos desde su mismísima acta fundacional, aquella declaración de independencia en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial que le llevó a sufrir cuatro años de masacres impartidas con oficio y generosas dosis de crueldad por el ejército holandés.
Hace ahora 48 años, el 30 de septiembre de 1965, hubo ruido de sables en Yakarta. Todo muy confuso: un contragolpe seguido de un levantamiento militar, avalado –como no- por los EEUU. El general Suharto, que dirigiría el país durante las siguientes tres décadas, entendió que con el amigo americano tocaba hacer “gestos”, demostraciones de buena voluntad y… actitud. Y vaya si los hizo: se calcula que un millón de simpatizantes del partido comunista fueron asesinados. Sin excesivas consecuencias internacionales, con la sordina puesta, muy a la chilena.
Los militares utilizaron para su “limpieza ideológica” (y a la postre étnica, pues la peor parte se la acabaron llevando los inmigrantes chinos señalados de manera genérica como simpatizantes del comunismo) a la élite del crimen organizado patrio. Lumpen, gángsters de pacotilla que hacían molinillos con la navaja automática al salir de la sesión de tarde, periodistas colaboracionistas… una legión de informadores que señalaban, de matones que torturaban, de mafiosos que extorsionaban y, si no entreveían la posibilidad de un beneficio a corto plazo… eliminaban.
Durante años, aquella se convirtió en la esforzada profesión de algunos queridísimos verdugos (con la venia de Basilio Martín Patino). Tipos de extracción humilde, matarifes no necesariamente vocacionales, analfabetos funcionales revestidos de plenos poderes. Gente que podía matar a discreción por la calle a quién ellos entendiesen que constituían un peligro potencial para el país. “Héroes” de la cruzada antimarxista (una retórica prácticamente idéntica a la que manejó el régimen franquista durante 35 años).
El problema de Indonesia es el mismo que el de otras muchas democracias de boquilla que renuncian a la justicia (que lo es, por mucho que se aplique a posteriori) y prefieren vanagloriarse sin descanso de unos supuestos logros económicos; logros que al parecer tienen la virtud de exonerar la labor de cualquier bárbaro. Nadie ha entonado el mea culpa; no ha habido retractación, disculpas de esas que no pretenden reclamar un imposible perdón. No, a nadie le ha dado todavía por apelar a la memoria histórica. Al contrario: los asesinos siguen en libertad, maqueados y vacilando por las calles del barrio. Reconocidos y reconocibles, porque entienden que no tienen de qué avergonzarse. Y sobretodo, para poder seguir ejerciendo –sin la necesidad ya de matar directamente- su imperio del terror. Porque el miedo, como veremos más adelante, sigue ahí. ¿Cómo no tenerlo ante tanta impunidad?
Es así como conocemos la existencia de una poderosa organización paramilitar que parece hacerle el trabajo sucio a un Estado con claros lapsus mentales en materia de derechos humanos. Tres millones de esbirros diseminados por todo el país, tres millones de intimidadores que se declaran “libres” (lo son, pero sólo para hacer el mal), que cuentan en alegres merendolas sus batallitas sangrientas, sus violaciones, sus tropelías. No hay sensación de culpa ni propósito alguno de enmienda. Después de todo, ellos pertenecen a las desprejuiciadas hordas del bando ganador. ¿Por qué deberían de ocultar algo por lo que reciben el continuo homenaje de los dirigentes actuales, herederos de aquel “nuevo orden”?
Lo que intentan Joshua Oppenheimer y Christine Cynn es harto peligroso, rayano en la pornografía pura y dura. Buscan a los “limpiadores” y les dan la posibilidad de convertirse en los protagonistas de una película escrita e interpretada por ellos mismos. Saben que si se les presta la suficiente atención, no tardarán en confesar a cámara sus barbaridades. Con naturalidad, como el artesano que teme que su profesión caiga en el olvido y cuenta sus secretos a un reportero curioso. “Así se mata sin salpicar… ¿lo ha grabado?”.
Uno querría pensar que vivir con un curriculum así a tus espaldas (alguno atesora cerca de un millar de víctimas) debe de convertir tu existencia en un infierno. Bueno, pues… no lo parece. Nuestros verdugos han encontrado coartadas emocionales la mar de válidas para recordar aquellos sucesos con la suficiente… distancia. Oppenheimer les pide que representen sus salvajadas. Y es ahí, en el terreno de la representación, donde más cómodos se sienten: después de todo, no es más que teatro filmado. No les cuesta simular las torturas practicadas, incluso se interesan por darles el grado correcto de “verismo”.
Los asesinos están entre nosotros, tienen nombre y apellido. Y ahora resulta que además son estrellas de cine, glorificadas en programas de televisión. Pero los descendientes de las víctimas también siguen ahí: forman parte de los extras, están entre el público que observa con creciente agitación la repetición de una escena que vivieron en carnes propias. O que les contaron sus mayores. Para los niños, no existe una delimitación clara entre realidad y ficción. El sufrimiento no es fingido. El trauma es revivido, espoleado por ese silencio obsceno que protege a los que fueron autores de evidentes crímenes contra la humanidad.
Aunque a partir de cierto punto, lo absurdo y lo obsceno comienzan a andar de la mano. Porque, qué demonios, nuestros verdugos también necesitan un poquito de amor. Así pues, no dudan en acabar interpretando ellos mismos el rol de los difuntos, en someterse a palizas simuladas para hacerse una idea de lo que debía de significar estar al otro lado de la mesa.
Y eso no es todo. Sus fantasías de absolución devienen imaginerías kitsch, sueños coloristas donde se entremezcla la belleza, los ritos de purificación, la parafernalia religiosa y el mal gusto (con sombreros rosas incluidos). Un desparrame esteticista que no alcanza a esconder el horror, una especie de Holocausto caníbal rodado con recursos almodovarianos. Los lugares selváticos donde se simulan las matanzas nos recuerdan al final del río en Apocalypse Now. Casi esperamos encontrarnos con el montoncito de brazos cortados y con el bueno de Kurtz acariciándose la calva.
El milagro dreyeriano se acerca. Ese momento en que la ficción invoca y finalmente convoca a los fantasmas –muy reales- del pasado. Ese instante en que hasta el más obtuso de los humanos se da cuenta de que, quizás, sea un monstruo. Lo diga o no el tribunal de La Haya. Conste o no por escrito. Prescriban los delitos o resten tan sólo en la memoria de los huérfanos. Se atrevan o no los vecinos a llamarte por tu nombre.
La duda se ha apoderado de nuestro verdugo más carismático. Y lo hace en el momento más inoportuno: cuando sube a una azotea desde la que impartir una de sus clases magistrales de muerte sin aspavientos innecesarios; ese cable acerado que enrollaba alrededor del gaznate de sus víctimas, versión rupestre pero igualmente efectiva de nuestro garrote vil. Y allí, solo, sin nadie ante el que vanagloriarse, cuando todo está dicho… llega por fin la nausea. Una nausea que el espectador agradece, porque después de todo, es bueno saber que los sádicos también sufren, que los hijoputas también se cagan por la pata abajo cuando vislumbran, aunque sea por unas décimas de segundo, las verdaderas consecuencias que tuvieron sus actos.