‘Secretos de un escándalo’, de Todd Haynes. La vampira y su doppelgänger
El trabajo de actriz y la preparación previa necesaria (con o sin método Stanislavski de por medio) para bordar ese rol soñado, ese papelón capital que señalará la culminación de toda una carrera. Un tema revisitado una y otra vez por la ficción cinematográfica, quizás porque permite ejercitar la crueldad (retratar la ambición, la obsesión por ocupar ese lugar en la cumbre que todos creemos nos corresponde), hablar del cine dentro del cine y volver a saberlo todo sobre peligrosas Evas, genuinas supervivientes avezadas en el arte del arribismo, la ignorancia de los daños colaterales y la sabiduría suprema: saber el precio exacto que debe pagarse para optar a la categoría de leyenda.
La principal novedad de Secretos de un escándalo (otro insulto sobreexplicativo al espectador con el que se ha pretendido “interpretar” el original May December, término anglosajón con el que referirse de manera eufemística a una relación en la que existe una notable diferencia de edades) consiste en sumarle a la ecuación una noticia morbosa que mantuvo a los tabloides entretenidos medio año y que dividió en dos a la opinión pública (que parece existir solo para eso: para que algún Moisés de la comunicación la separe periódicamente, cuál obedientes aguas del mar Rojo). En este caso, la asimétrica historia de ¿amor? entre una madre de familia a todas luces insatisfecha y un menor de edad sobrepasado por las circunstancias y abusado, en este caso, por una adulta poco responsable.
En sus vidas post-huracán mediático irrumpe Elizabeth, estajanovista de la interpretación y dispuesta a incorporar el papel de la ahora casi sesentona asaltacunas, Gracie. A priori ella no le merece muchas simpatías, pero sabe que su conspicua psique es carne de futuro clásico cinematográfico. Perversa, decidida, intrigante, controladora. ¿Cómo no amarla, cómo no odiarla?
La única razón de ser de esta mujer polémica y polemizada consiste en permanecer en pie y con la cabeza bien alta, no aceptar el ostracismo y tratar de convencer al mundo -bueno, no seamos tan ambiciosos: a esa pequeña comunidad a la que escandalizó dos décadas atrás- de que sus motivaciones fueron hermosas y hasta loables… que en aras del amor verdadero todo queda legitimado. Un teatrillo infame que no parece subscribir ninguno de los tres hijos resultado de la relación, pero que se sostiene merced a la relación de dominio y sojuzgamiento psicológico que ejerce sobre su desabrida pareja, congelado en una adolescencia de la que no llegó a disfrutar.
Pero Elizabeth no ha venido a juzgar ni a emitir sentencia alguna. A decir verdad, se la trae más bien al pairo ese “mundo feliz” a medio camino entre un capítulo de Mujeres desesperadas y una escena descartada de La parada de los monstruos (Tod Browning, 1932). Viene a disfrutar de la caza, de poder colarse entre los resquicios de esta clase media que todavía se lo cree, capaz de erigir fortines inexpugnables alrededor de un hecho incuestionable y sórdido, con algo de violación.
Y por supuesto, Gracie defenderá el gallinero de esta injerencia necesaria. Necesaria porque aspira a poder influir también en esta actriz conocida mayormente por un hit televisivo e impaciente -como ella misma- por lograr el beneplácito de audiencias más amplias. Gracie quiere ser redimida a ojos de los hombres. Y Elizabeth busca su merecidísima nominación a los Oscars. Una relación que se revelará simbiótica, por mucho que parta de la repulsión mutua que ambas se profesan.
Y es en ese duelo de apariencias -ninguna de las dos desvela su verdadero rostro delante de la contrincante- donde se libra el ser o no ser de esta película, el ámbito en el que tienen lugar las escenas más brillantes y retorcidas. Julianne Moore y Natalie Portman frente al espejo (textualmente): maquillando la una a la otra, presumiendo de cocinitas, compartiendo con cuentagotas una memoria interesada, maquiavélicamente selectiva.
Elizabeth quiere salir a la carrera de esta aberrante isla de la doctora Moreau, pero no sin vengarse antes de la falta de cooperación demostrada por esa persona que solo le importa en su calidad de futuro personaje. Las dos se (re)conocen: impávidas, cercanas sólo por interés, celosas de todo aquello que consideran de su propiedad. La encuesta wellesiana que emprende Elizabeth entre los conocidos de Gracie tiene como única finalidad desestabilizar a la reconocida estratega, forzarle a cometer algún error de juicio, colarse por algún resquicio de su máscara cuarteada y lograr así… comprender al verdugo, aunque despreciando a cualesquiera de las víctimas, siempre tan desvalidas, frágiles y, a la postre… sacrificables.
Todd Haynes, lejos ya de su brutal y desasosegante ópera prima (Poison (1991)), continúa por la estilosa y preciosista senda emprendida con Lejos del cielo (2002), pero olvidándose cada vez más del maestro (Douglas Sirk) y acercándose a las enseñanzas de su discípulo más iconoclasta (Rainer Werner Fassbinder). Los amoríos que refleja su cine son relaciones de poder, de explotación, de conveniencia. Ninguno de los participantes maximiza el placer: querer es temer que algo cambie, que nada haya importado, que la fantasía -expuesta bajo los focos del ‘Gran Cine’– devenga argumento endeble con el que cintar al aburrimiento que suscita una vida poco plena.
Ese aburrimiento mayúsculo que, padecido en mitad de ninguna parte, deviene epítome de la muerte misma.