‘Los delincuentes’, de Rodrigo Moreno. Para la libertad

“Adónde está la libertad
No dejo nunca de pensar
Quizás la tengan en algún lugar
Que tendremos que alcanzar”

Pappo’s Blues

Si solicitáis a la Seguridad Social española un extracto de lo que lleváis de vida laboral, observaréis que el fatídico contaje se efectúa en años y días cotizados, un sistema que recuerda poderosamente al que utilizan los reos para aquilatar el peso de su condena (satisfecha o restante).

Los delincuentes, la última película de Rodrigo Moreno, plantea un supuesto liberador, casi una fantasía utopista: cumplir la pena impuesta por el sistema para el caso de flagrante robo con la finalidad última de… hacer más corta la penitencia que le separa a uno de la jubilación. 20 años más currando o poco más de tres temporadas en la trena. ¿Quién dijo miedo?

Por supuesto que para ello es necesario contar con la oportunidad. Y a Morán, gris empleado de banca que maneja ingentes cantidades de dinero ajeno, se le presenta. Pero su plan es un poco hijoputa, porque incluye la (forzada) participación de un acomodaticio y modélico compañero de trabajo.

Porque a Román ya le está bien con el ir y venir, atender en caja una cola que no parece disminuir, reírle las gracias al inmediato superior, volver a coger el suburbano. Y todo hubiese continuado sin mayor novedad si al susodicho no le hubiesen planteado la alternativa del Diablo: esconderle el botín a Morán hasta que sea excarcelado o… o denunciarle y acabar así con su alocada tentativa.

Y hasta aquí lo que entenderíamos por una película en la estela de Nueve reinas (Fabian Bielensky, 2000), por mentar el más afamado de los elogios a la picaresca arribados de la Argentina. Porque en este camino de iluminación (en esta fantasiosa huida no tanto del capitalismo como del conformismo, del “es lo que hay”, de la esclavitud autoasumida), nuestros dos antihéroes descubrirán que se han estado complicando la vida, que la cosa era mucho más sencilla… que en última instancia el libre albedrio todavía impera (por mucho que nos sea más cómodo creer todo lo contrario).

Y en este tema abunda la segunda -y fascinante- parte del film. La excusa penitenciaria evoluciona hacia una extraña yuxtaposición de sensaciones (más que de géneros). La sordidez del presidio deviene balada humanista y literaria, con lecturas en voz alta y melancolía silente, un genuino tango filmado que habrá hecho las delicias de Aki Kaurismäki. Pero la verdad les espera a ambos ahí fuera, alejados de cárceles del alma y de efímeras privaciones de libertad a cargo del legitimador Estado.

¿Pero he dicho ‘libertad’? No, en realidad su nombre es Norma, musa y apologeta del haz lo que quieras, juega, sonríe y disfruta. Vamos, que Norma no cumple ninguna ídem. Román y Morán (si, tres nombres que comparten las mismas 5 letras, tres anagramas para definir la misma búsqueda) la conocen en dos momentos antitéticos de sus vidas: el uno acogotado por el miedo, el otro henchido por la esperanza en el día después.

Norma no emerge de la nada, pero casi casi. Forma parte de un extraño trío capitaneado por un documentalista sin método muy amigo de los monólogos y sus dos entusiastas comparsas. Se nos aparecen al pie del montículo donde está escondido el dinero, chapoteando en un entorno pastoral que parece extraído de un cuadro francés del siglo XVIII. Es ahí donde se detiene el tiempo, donde la pereza reina, donde la premura bonaerense da paso a eso que hizo grande a la Humanidad: el ocio redentor, la laxitud del momento disfrutado, el hablar por hablar como absoluto filorreligioso.

¿Es un sitio real o la mejor metáfora cinematográfica de la década? No lo sabemos. Pero es allí donde nuestros protagonistas se crecen y transforman, pasando incluso por sujetos interesantes. El uno se ve ya como propietario, como neo-rural empoderado. Y el otro logra superar hasta su situación de mobbing laboral perpetuo, ilusionado con la promesa de amor vespertino que le regalará al final de cada jornada una siempre generosa Norma.

Y a todo esto… ¿quiénes son los delincuentes? ¿El responsable intelectual de este desaguisado que provoca despidos, inquietud y mala conciencia? ¿El director de una entidad bancaria donde el recelo rayano en paranoia campa a sus anchas? ¿O quizás (somos espectadores avezados y, por tanto, desconfiados crónicos) ese trío tan enrollado que lo mismo maquina cómo quedarse con el botín?

No sabemos que fue antes: ¿el huevo (Trenque Lauquen (Laura Citarella, 2023)) o la gallina (Los delincuentes)? Ambas comparten caras y hasta parte del equipo técnico, sí. Los delincuentes es el resultado de un prolongado rodaje en el que el paso del tiempo -ese tiempo entre rejas- tenía que pesar de verdad, que ser real: cuatro meses de filmación en cuatro años distintos, arrancando en diciembre de 2018.

Pero el germen está mucho más atrás, en la productora El Pampero Cine nacida hace más de 20 años con la intención pues… pues de contar no tanto cosas distintas como de hacerlo de una manera diferente (¿cuántos movimientos ha habido en la historia del cine con un lema similar?). Dar cancha a las dilaciones, a los tanteos, a los requiebros. Dejar que la historia trote a su propio aire por un territorio ignoto. No tanto sorprender como sorprenderse a uno mismo como cineasta. Profesionales que no quieren renunciar al ímpetu, al desparpajo y a la originalidad (a veces algo irritante) del amateur.

El resultado son historias (mínimas) como esta, que no necesitan parafernalia, promoción ni decenas de millones de presupuesto. Y que enorgullecerían a Julio Cortázar, Ernesto Sábato o Jorge Luis Borges. Que elevan su lenguaje (el cinematográfico) a cotas en las que lo ‘meta-’ se fusiona con lo ‘extra-’ y hasta con lo ‘supra-’. Un lirismo natural que si algo transmite en el tremendo disfrute de quienes están haciendo cine, como chiquillos traviesos con demasiadas lecturas.

Un caballo. Un hornillo de gas. Román y Morán abrazarán la soledad a lomos de un jamelgo o durmiendo al raso a la espera no se sabe muy bien de qué o de quién. El espectador más alienado se quejará de que quedan cabos sueltos, de que no se explica todo… confundiendo los agujeros de guion con el genuino ejercicio de la libertad.

El resto rellenaremos las metáforas y los símbolos con figuras de nuestra elección. Y qué glorioso significado podremos darle a todo.

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