Japonismo: más agua tibia bajo un puente rojo
En el último tercio del siglo XIX Europa –y por ende, España- vivió una historia de amor (exótica y arrebatada, como todas las relaciones a distancia) con un país recién redescubierto: Japón. Merced a las dotes de persuasión del comodoro Matthew Perry (los cien cañones por banda ayudaron lo suyo) una región que llevaba un cuarto de milenio sin recibir “ingerencias extranjeras” se abrió al mundo. El clan de los Tokugawa y su shogunato de paz y prosperidad (calma chicha y katanas, aceite y agua) llegaron a su fin, y una alocada fiebre occidentalizadora se adueñó de las clases más pudientes, patrocinada por un Emperador empeñado en hacerse valer tras siglos de paripé institucional.
Un choque cultural en toda regla cuyas consecuencias también se dejaron sentir aquí, a más de 10.000 kilómetros de distancia de la antigua Edo. Pues bien, en Barcelona y hasta el 15 de septiembre puede verse la exposición ‘Japonismo. La fascinación por el arte japonés’ un recorrido por el cuelgue absoluto que produjo el Lejano Oriente en una burguesía ávida de objetos exclusivos y prestigiosos. Cerámica, kimonos y sobretodo las estampas (xilografías, para ser más exactos) japonesas. El ukiyo-e, con aquél fervor por los detalles y la observación de la naturaleza causó un impacto brutal en una generación de artistas con ganas de ruptura, de cambio de paradigma, de reacción a tanto academicismo. Nombres como Hokusai, Utamaro o Hiroshige acabaron ampliando el canon del arte, figuras que devienen imprescindibles para entender el trabajo de los Gauguin, Degas, Manet y compañía.
Deambulando entre vidrieras de bambú, armaduras, carteles de Toulouse-Lautrec con osados encuadres, budas sedentes, mobiliario lacado e incluso algún que otro filme mudo con histriónicas exaltaciones de geishas y samurais, comienzo a recapitular sobre mi propia inmersión en la cultura nipona. El japonismo aquí y ahora, por bautizar de alguna manera este genuino brindis al sol que estoy a punto de marcarme.
Para alguien rondando los 40, Japón empezó siendo aquél recóndito lugar donde se hacían huelgas al revés (el mito de la huelga japonesa, una especie de harakiri proletario donde se trabajaba a destajo para concienciar al empresario poco honorable). Y el sitio del que llegaban unos dibujos animados diferentes que celebraban una Europa desconocida, por no decir inexistente (la ingenua Heidi y sus volteretas loma abajo, Candy Candy y su trauma adolescente sin haber llegado siquiera a la segunda base o uno de los héroes de la guerra de Troya transformado en Han Solo en pos de su Penélope, en la muy lisérgica Ulises 31).
Y luego estaba su cine clásico, aquellas supuestas joyas que había que grabar en video porque las pasaba ‘la 2’ de madrugada. Un tal Akira Kurosawa había hecho una película que parecía una copia en blanco y negro de Los siete magníficos (uno era joven y desinformado y hasta más adelante no supo que era exactamente al contrario), con un actor que se tiraba hora y media dándole el coñazo a Lee Marvin en Infierno en el Pacífico. Son los primeros recuerdos: Toshiro Mifune soltando frases proféticas en La batalla de Midway, Marlon Brando flipando con los ojos rasgados en Sayonara…
La adolescencia fue pródiga en descubrimientos. La matinal en que vimos convertido al barón Rojo en un cerdo biplaneador en el clásico de Miyazaki. Los libros de Lafcadio Hearn, el primer divulgador de la cultura japonesa (¿puede haber algo más kitsch que el que un grecoirlandés arribado al Imperio del Sol Naciente acabe dando clases de literatura inglesa en la Universidad de Tokyo?). La primera película de anime que se estrenó con cierta repercusión en nuestro país: aquél Akira que nos dejó boquiabiertos, incesante desfile de motocicletas por las malas calles de Neo-Tokyo. El descubrimiento del cine de Ozu y Mizoguchi, lo terriblemente parsimoniosas que me parecían aquellas historias sacadas de Vivir cada día. Godzilla y su legión de amigos mutados; el placer inenarrable de ver a Gamera propulsada con su cohete anal. La primera vez que me hablaron de un tipo apellidado Miike, que hacía películas un tanto… extremas.
Mi primer Mishima: El rumor del oleaje. Mi primer Kawabata, padre putativo del primero, con su prosa desapasionada y su constante apología de la tercera edad (¿alguna vez fue joven?). Lo antipático que me pareció el protagonista de Una cuestión personal de Kenzaburo Oe, al que acababan de galardonar con el Premio Nobel de Literatura. Aprender a valorar qué hacía bueno a un haiku. La curiosidad infinita que me siguen despertando los kanjis, sinnúmero de símbolos mayormente incomprensibles. La facilidad con la que uno dominaba el hiragana, la rapidez con la que uno lo olvidaba. Y no, no fui un fiel seguidor de Bola de Dragón, cuyas confrontaciones interminables en continua levitación me aburrían. Lo nuestro fue El capitán Harlock, una serie que emitía el recién nacido canal autonómico catalán. El hidalgo de los mares surcaba ahora los cielos en su nave Arcadia y se enfrentaba a mujeres hermosas y temibles. Ah, veíamos mazoni en todas partes…
Sitges empezó a ser sinónimo de cine japonés. Barcelona se inventaba un Festival de Cine Asiático, bendición definitiva de los dioses (sintoístas, confucianos o del credo que fuesen). El sabor del té, Hana y Alice, Love exposure. Empezaban a abrirse restaurantes japoneses en la ciudad condal y no, no eran lo mismo que un chino (aunque seguíamos sin poder ir, porque la mayoría eran excepcionalmente caros). Comer con palillos. ¿Pescado crudo, dijiste? Ramen. Tempura. Teriyaki. Yakisoba. Edamame. Shin-chan haciéndole un calvo a su señora madre. Los ancianos que buscaban, solitarios, el fatídico despeñadero de La balada del Narayama. Humor amarillo, aquél programa de masoquistas siempre corriendo en pos del piño definitivo (y que resultó estar presentado por un tal Takeshi Kitano). Totoro. La tetralogía El mar de la fertilidad pasaba a ser uno de mis libros de referencia, al tiempo que me asustaban algunos de los detalles biográficos que empezaba a conocer de su exaltado autor. El acojone total la primera vez que vi Ringu. Todo el mundo empezaba a recomendarme a un tal Haruki Murakami, perpetrador de libros de autoayuda con acompañamiento jazzístico. Yo lo intenté con Kafka en Benidorm y no, no pude. (Sólo hay un Murakami que valga la pena: Ryu). La mujer en la arena. Descubro que me gustan los tambores taiko, que no soporto más de cinco minutos seguidos la letanía del samisen.
Miike, definitivamente, estaba como una puta cabra. ¡Pero molaba! El manga no era sólo manga: cuánto más ingenua se antojaba la portada, más aberraciones podías encontrar entres sus páginas. Y no era broma: Tokyo era un lugar alucinante y contradictorio que contaba con máquinas expendedoras de bragas usadas. Estadísticas de suicidios. Chavales que se quedaban encerrados en sus habitaciones, que no querían volver a relacionarse con nadie tras algún revés vital. Ya podía hacer un top 5 con mis pelis favoritas de Kurosawa: El trono de sangre, Barbarroja, Rashomon, Los canallas duermen en paz y Kagemusha, la sombra del guerrero. El cine japonés de los 70: los filmes de yakuzas, patillero y cañí. El J-pop, plagado de estrellas adolescentes que practicaban poses ante multitudes enardecidas. Las tribus urbanas, aprender a distinguir las lolitas de las gal, las kogal de las decorer. La dichosa tradición. La calle de la vergüenza de Mizoguchi, o cómo una sola película puede hacerte replantear todo lo que creías saber de un autor. Hiroshima, mon amour. Tanizaki. El saber que el 90% de la producción cinematográfica del Japón se perdió para siempre tras el terremoto de Kanto de 1923 y los bombardeos incendiarios de finales de la Segunda Guerra Mundial. (Aunque para borrar tanta pena, quemé la pausa del video tratando de entender aquello del huevo en El imperio de los sentidos, de Nagisa Oshima). Una secta de tarados esparciendo gas sarín en el metro de la capital.
Ovaciones viendo Battle Royale en Sitges. Definitivo: odiaba a Naruto. Casa Asia. Ishiguro, un perpetrador de best-sellers a la occidental que me sigue fascinando, aunque a veces al leerlo tenga la sensación de estar, directamente, ante un guión muy potente. Ichikawa. Mikio Naruse, el gran desconocido del que sólo he visto obras maestras. Ogawa y su realismo mágico. Soseki y su condescendiente gato. El Heike Monogatari o la sensación de estar leyendo literatura medieval con un tratamiento de la épica a la altura de Homero. El blog de Kirai (un geek en Japón), un referente web desde hace casi diez años. Cabezadas viendo algún filme de Naomi Kawase. Planificando el primer viaje a Japón, obligando a mis sufridos acompañantes a ver La felicidad de los Katakuri para “meterse en situación”. La revista Eikyô, influencias japonesas. Lo bien que me funciona en Koreeda la sensiblería que en otros no soporto (esa triste alegría, ese drama optimista de Nadie Sabe, Still Walking o Kiseki). ¿Cuántas veces llegamos a transitar por el cruce de Shibuya? Sion Sono, el Pasolini de Toyokawa, miliciano de la hemoglobina y el arrebato cafre. Fukushima.
150 años después, el japonismo no remite. Las corrientes fluyen en ambos sentidos, enriqueciendo nuestro presente e incluso el modo como afrontaremos un futuro que pasa impepinablemente por Asia. Sí, resultó ser algo más que una moda de grullas, teatro ruidista, meditación new age y locales vacilones para primeras citas. Quién esto escribe ya no puede substraerse a la influencia de este país contradictorio, alucinante, insano, envidiable, santificable, bombardeable.
Mientras sigo buscando “mi” manga (tantas series, tantas temáticas y todavía no he encontrado uno que me motive de verdad), mientras subrayo el programa de mano de la Filmoteca y me preguntó de qué irá una supuesta comedia de humor negro de Minoru Shibuya titulada Los días de las mujeres malvadas, escucho la machacona sintonía de una nueva idol minifaldera o aguardo alguna traducción decente de los títulos restantes de Yukio Mishima, sólo me resta reconocer… que he sido colonizado, maldita sea, quién sabe si abducido. Por un país referente absoluto para cualquier otaku de pro y en el que, a pesar de todo… jamás viviría.
El milagro japonés, supongo.