Visto en el D’A 2022 (I): ‘Ma nuit’, de Antoinette Boulat. Viaje al final de la noche
Hemos visto muchas películas francesas con estas mismas premisas. La noche significativa, el trauma latente, la necesidad imperativa de encontrar a alguien que escuche nuestros monólogos. No se trata tanto de conectar como de volver a recordar qué es lo que hace que todo merezca la pena. De nuevo.
En ese sentido, el filme de Boulat es deudor de ese peripatetismo del cine francés que puede empezar con unos amantes cobijados en un puente en restauración y terminar con un profeta convencido de sus encantos, de lo loables de sus objetivos, de la justicia que ampara su lucha (y esto va por el iluminado de Sinónimos (Nadav Lapid, 2019), la película que nos reveló al magnífico Tom Mercier, que vuelve a hacer aquí de chamán apátrida). Descastados o frustrados, los protagonistas de ese género existencialista no se buscan tanto a sí mismos como al otro. Su odisea -la de nuestro tiempo- consiste en recobrar la confianza en ese otro, en cualquier otro que nos pueda soltar al oído, con visos de verosimilitud, un ti voglio bene.
Ti voglio bene, sí, pero liberado de cualquier matiz romántico. Como aclara la doctora de urgencias tras atender a la protagonista después de uno de sus ataques de pánico, todo acaba siendo cuestión de rodearse de gente que “te quiera bien” más que de la que dice quererte sin más.¿Y cómo lograrlo en un tiempo de aislamiento y bunkerización del alma?
Marion es una de esas adolescentes a la que le ha tocado en suerte serlo en tiempos de pandemia. A eso se suma el recuerdo de una hermana desaparecida y la continua presión de unos adultos que tampoco están dispuestos a dejarle que supere nada. Salir esa tarde por la puerta de casa no es ningún acto de provocación ni de rebeldía estéril: es una huida en toda regla, asediado su espíritu en múltiples frentes.
La heroína francesa en fuga (y volvemos al cine francés finisecular, al arte de vagar en pos de encuentros inopinados). El rendez-vous vespertino con los de siempre, no necesariamente en el mismo orden que en días pasados. La amiga que dice serlo de verdad, los mirones que esperan ver como se derrumba delante de sus ojos. Proclamas, manifiestos, palabras al viento. Y Marion ya no quiere ni retos ni verdad: se conformaría con alguien que le escuchase sin mirada compasiva, sin el cronómetro del psicólogo de oficio. La desconfianza le conduce por el camino de la apatía y la introversión.
¿Una de nihilismo en vena? No, para sexo y drogas ya tenemos Euphoria. La realizadora no está por la teenexploitation: no hay polvo que cure depresiones ni paraíso artificial que acabe siendo trascendental. La noche acaba de concluir para muchos; un pasote, un mal encuentro, unos brazos equivocados en los que perderse. Y por qué no, si a algunos les funciona.
La noche empieza para Marion en el preciso instante en que decide volver a casa sola. Haciendo lo que le han dicho cientos de veces que no debe de hacer, porque la ciudad es peligrosa, ella es demasiado joven e ingenua y el mal acecha en cada esquina: un terrorista, un violador, un virus. El catálogo de amenazas ha ido creciendo en la última década hasta convertir en un peligro potencial el mero hecho de cruzar la rue por el paso de peatones. El miedo, con mayúsculas, es la cárcel en la que anda recluida, anestesiando sus ganas -su obligación- de ser joven y comportarse como tal.
En este retorno por tierra hostil topa con el chico de la moto. No, carece del halo mítico del personaje de Francis Ford Coppola en La ley de la calle (1983). Un universitario que nunca lo fue, un vagabundo sumido en sus pensamientos y que juega a caballero andante. Es, como ella, un solitario hipersensible necesitado de público, por reducido que esta sea.
Y aquí, nuevamente, la tentación de lo manido. Porque la historia podría haber virado hacia los cánones espectacularizados del amor heterosexual, ya sea antes del amanecer, del atardecer o de la medianoche. La chica herida será rescatada por el encantador meditabundo. Beso en la orilla izquierda del Sena. Juramento de fidelidad eterna. Fundido a negro o algo peor: banda sonora evanescente.
No. Aunque se cite a Nina Simone, aunque haya chapuzón en el río, aunque sea el macho gris el que la rescate de los villanos puestos hasta las trancas… el camino de Marion es suyo y solo suyo y no depende del de ese tipo que la ayudará a llegar hasta el final de la noche, a ver amanecer sin lagunas de importancia (¡por fin!).
Ma nuit habla, sin mover a la risa floja, de términos que están en boca de todos pero que ya solo sirven para guionizar anuncios de seguros de vida. Empatía, confianza, esperanza. Le grita a la oscuridad (pero también al día, a esas nubes hacia las que la protagonista alzará la mano recobrando el anhelo mismo de la pubertad: lo imposible) que ya está bien de confinamientos mentales, de distancias sociales como excusa para el alejamiento espiritual, de medidas de autoprotección convertidas en medidas de alienación.
Partiendo de la oscuridad -y como también solo los franceses saben hacerlo- caminamos con paso firme hacia una luminosidad vista el año pasado en Spring Blossom (Suzanne Lindon, 2020), pero que remite también a otras historias de rabia, desasosiego y regeneración, que en el cine galo no son necesariamente sinónimo de final feliz (pienso en La vida soñada de los ángeles (Érick Zonca, 1998), en Un amor de juventud (Mia Hansen-Love, 2011), en Retrato de una mujer en llamas (Céline Sciamma, 2019)).
Que se acabe la noche impuesta y se reanude la búsqueda.