La Crónica Francesa, o Wes Anderson era una fiesta
Voy a empezar con una aclaración: Wes Anderson es uno de mis directores preferidos, al que adoro desde la primera vez que lo vi. Comparte trono con Aki Kaurismaki, Jim Jarmusch, François Truffaut, Won Kar Wai, David Lynch, Quentin Tarantino o Paolo Sorrentino. Ahora bien, que adore a un director no significa que me guste todo, absolutamente todo. Por poner un par de ejemplos, My Blueberry Nights de Won Kar Wai me pareció un pastel indigno de él, y considero que The dead don’t die de Jim Jarmusch es un despropósito indescriptible.
Hecha esta aclaración, paso a una afirmación: The French Dispatch me parece una absoluta maravilla. Es una de esas películas que te hace recordar para qué se inventó el cine. Para invitar a viajar, a emocionarte, a desaparecer de este mundo y habitar en otro durante un par de horas.
Personalmente, me parece muy valioso y vibrante vivir contemporáneamente a un artista que cada tantos años te sorprende con una nueva obra. No han faltado los numerosos detractores, que en seguida le han echado en cara a esta película que sea “demasiado Wes Anderson”. ¿Qué queréis que os diga? Yo adoro a Wes Anderson porque es muy Wes Anderson. No creo que se lo haya comido su propio estilo. Al contrario. Con cada granito de arena de su carrera, le aporta algo nuevo a su riquísimo estilo personal. Me gustaría saber si, en el caso de que estos haters hubiesen vivido a mediados del siglo pasado, hubieran dicho que Los siete samuráis era ya “demasiado Akira Kurosawa” o que Otto e mezzo era “demasiado Federico Fellini”.
La Crónica Francesa se presenta como un tributo o una carta de amor al periodismo tradicional. Se viste de película de época para retratar un tiempo pasado, que todavía sigue presente en la mente del director. El artefacto narrativo se basa en la redacción de un periódico instalado en una pintoresca población francesa llamada Ennui-sur-Blasé. Es un juego de palabras maravilloso, en el que juega con dos términos francófonos distintos (heredados por el inglés) que se refieren al aburrimiento. Como si ya quisiera reírse de esos detractores (como las cinco personas que se fueron del cine Renoir en el que nosotros estábamos vibrando con la película).
Dicho artefacto narrativo sirve para contar tres historias distintas. La primera se centra en la figura de Moses Rosenthaler (Benicio Del Toro), un artista genial que cumple cadena perpetua por homicidio y tiene una peculiar relación con su musa y guardia de la cárcel, Simone (Léa Seydoux). Adrien Brody interpreta al apasionado marchante dispuesto a elevar su obra hasta las más altas esferas del mundo del arte.
La segunda historia es una divertida parodia de las revueltas estudiantiles parisinas de mayo de 1968. Es una especie de tributo cómico a la Nouvelle Vague, con un Timothée Chalamet brillante encarnando al revolucionario Zeffirelli y una magnética Frances McDormand dando vida a Lucinda Krementz, la reportera de The French Dispatch que narra las revueltas con demasiada proximidad.
La tercera y última historia sigue el trabajo del escritor Roebuck Wright (Jeffrey Wright), una especie de encarnación de Tennessee Williams que escribe sobre un chef legendario llamado Nescaffier, que cocina para el comedor privado de un comisario de policía.
Cada una de las historias se cuenta con un estilo propio, utilizando cuadros plásticos, edificios seccionados, animación, gráficos, bodegones, gags y todo lo que haga falta. Ni qué decir cabe que la fotografía es vistosa, la música es fascinante, el reparto es infinitamente estelar y las interpretaciones son excelsas. Muy y mucho Wes Anderson.
Los personajes y las premisas de The French Dispatch me parecen un tributo no solo al periodismo sino también al arte, a la literatura y al cómic (los exteriores están rodados en Angoulême, meca del cómic francés). Hay algo tremendamente bolañiano detrás de los personajes de la película, a la altura de personajes como Benno von Archimboldi de 2666, la opera magna de Roberto Bolaño. Con unas pinceladas de esa fascinación histórica que los estadounidenses han sentido siempre por Francia y la vieja Europa. Como si Wes Anderson quisiera viajar en el tiempo para empaparse de la vida y milagros de la Generación Perdida en el París de la década de 1920.
En resumen, un verdadero caramelo. Una película rica en detalles, que tendremos que ver varias veces más. ¿Es la mejor película de Wes Anderson? Tal vez sí, tal vez no, aunque tampoco tiene que serlo. ¿Es una gran película, a la altura de The Royal Tenenbaums o The Life Aquatic With Steve Zissou? Sí. ¿Tienes que verla? Absolutamente.