Ciudad maldita, de los hermanos Strugatski. El desencanto comunista hecho ciencia ficción
Corría el año 1988 cuando los hermanos Arkadi y Boris Strugatski publicaron la que a la postre sería su penúltima novela a cuatro manos. Se tituló Ciudad maldita y nos sumergía en una realidad paralela (el ahora tan manido multiverso) donde gentes venidas de otras épocas trabajaban al unísono en aras de… el Experimento.
Los Strugatski nacieron con 6 años de diferencia en malos tiempos para la literatura. Los hermanos sobrevivieron al sitio de Leningrado -el padre no- en el que el propio Arkadi estuvo tras las barricadas, enrolado en el vapuleado pero resiliente ejército rojo. El uno acabó de intérprete (dominaba el inglés y el japonés) y el otro, Boris, en el departamento de matemática computacional del observatorio Pulkov.
Comienzan su andadura como tándem creativo a finales de los años cincuenta, coincidiendo con una poderosa nueva ola de cultivadores de la sf. Poco a poco se ha ido traduciendo al español lo más granado de su obra, de la que sobresalen Qué difícil es ser Dios (1964) y Picnic junto al camino (1972). Pero hoy estamos aquí para hablar de la indudablemente compleja, a la vez que evocadora y muy, muy desencantada, Ciudad maldita.
No son lectura fácil los Strugastski. Encontraréis casi siempre la misma justificación: que si tenían que currárselo mucho para que los sobreentendidos entre líneas superasen la omnipresente censura, que si el régimen estudiaba con lupa sus propuestas de sociedades alternativas, que si las traducciones a duras apenas pueden echar luz sobre los guiños culturales eslavos, etc, etc. Sus personajes se mueven a tientas por unos mundos que solo conocemos de manera parcial: los autores nos piden que les sigamos en su periplo para terminar de definir una geografía, un tiempo, un estado de ánimo mancomunado.
Conocemos así, a lo bruto y sin mediar presentación alguna, a Andrei. Trabaja como basurero, aunque esta sea solo una de sus ocupaciones rotatorias: a lo largo de libro será juez de instrucción, redactor jefe y consejero de un gobierno golpista. ¿Por qué debe de entrar en esta rueda laboral? ¿Cuál es la finalidad del Experimento al que todos han consagrados sus vidas (o sus muertes, más bien)?
Pues como el propio comunismo agonizante de los 70 y 80 resulta difícil saber qué busca realmente más allá de su mera supervivencia. Existen comisarios políticos con poderes plenipotenciarios que a su vez parecen controlar el juego. Y un misterioso edificio que va cambiando de sitio y que guarda cierta relación con las desapariciones (¿los suicidios?) de algunos habitantes. Se insinúa mucho y se dice poco.
Andrei frecuenta una compañía más o menos estable que incluye amantes, intelectuales, tipos expeditivos y hasta una muestra del inefable campesinado ruso. No todos fueron hombres importantes en sus otras vidas, aunque lo que sí que está claro es que no hay ningún sesgo moral en lo relativo a sus ocupaciones previas. Pudieron ser jerarcas nazis, condenados redimidos a última hora, tipos que se creían importantes consagrando su vida a la ciencia.
Y ahí los tenemos ahora, tratando de sobrevivir en una ciudad aislada. Sus límites son difusos: hay una agreste zona de cultivos, una barrera artificial insalvable, un desierto desolador donde está ubicada la anticiudad… hacia ella se embarca una expedición comandada por Andrei en el apasionante tercio final del libro.
Un escuadrón suicida en pos del lugar donde nace el sol -¿no os recuerda, en parte, a la reciente Klara y el Sol de Kazuo Ishiguro?-, compuesto por geólogos, un archivero loco y militares de dudosa lealtad. En el camino, sólo polvo y desolación: las ruinas de barriadas enteras habitadas sólo por mudos a la fuerza (han sufrido la amputación de la lengua). El grupo, cada vez más diezmado, se adentra en este terreno baldío para descubrir que no hay nada que descubrir. Quizás, la esperanza de un nuevo comienzo.
El eterno retorno de la civilización exige de la existencia de una anterior, derrocada o ahogada en su propio éxito. De monumentos de bronce, mármol y oro. De bibliotecas saqueadas o abandonadas. De una memoria irremisiblemente perdida. Los escasos supervivientes de esta Atlántida con dunas harán lo que se espera de ellos: inventarse un nuevo culto y erigir nuevas iglesias. Aunque no tengan Dios, aunque no tengan comulgantes. Todavía.
Tal es el sino de todas las ciudades habidas, fuesen o no capitales de poderosos imperios. Tal es el destino, también, de cualquier sistema político ideado por el hombre: una fantasía igualitaria deja paso a un arrebato totalitario. Hasta que aparecen los siguientes, con otros enturbiados intereses, dispuestos a derrocar a los anteriores.
El Experimento -la mano que mece la cuna, la causa última de las cosas- no se explica más que por las premisas que definen al propio Experimento. No hay respuestas, no hay refundaciones de la Humanidad. Hay unos hombres perdidos -¿o brillantemente manipulados?- creyendo hacer algo en aras de “el bien común”. Que resulta ser, a la postre, otro mantra huero acuñado por el propio Experimento.
…cualquier cosa para que todo continúe sin muchas alteraciones, para que cada nueva generación se crea a puntito de reinventar la rueda.