Americana 2021. En busca del tiempo perdido y de la realidad maltrecha

En esta última edición recién concluida en su versión presencial -y sí, con muchos filmes todavía rescatables a través de la plataforma Filmin hasta el 14 de marzo de 2021- se pudieron ver dos historias minúsculas que hacen suya una de las más longevas aspiraciones del cinematógrafo: capturar la realidad, transmitir -desde la subjetivísima experiencia de sus directores- algo no muy distante de eso que daríamos en llamar, solo en contadas ocasiones y bajo grosero trastorno perceptivo… ¿la Verdad?

Bloody Nose, Empty Pockets (Bill y Tony Ross, 2020) es un homenaje bukowskiano al alcohólico norteamericano, una parte nada despreciable del género humano especialmente adaptada a los interiores cochambrosos y la penumbra liberadora. Vendría a ser una versión sin actores profesionales de El borracho (Barbet Schroeder, 1987), en la que Chinaski, su alter ego a perpetuidad, nos enseñaba mil y una formas de aparentar sobriedad mientras uno se aferraba a la barra.

Un bar de cócteles echa el cierre definitivo en Las Vegas. Ninguna tragedia, diréis. Pues lo cierto es que sí que lo es para un puñado de habituales que van a ver interrumpido definitivamente su peripatético ir y venir desde el sofá de casa -de tenerla- al sofá del antro en cuestión. Aunque mucho nos tememos que su estilo de vida no cambiará un ápice, mudándose con sus escasas pertenencias desde los márgenes de la ciudad del vicio hasta las afueras de la misma. Cuatro manzanas, a lo sumo.

Interior, día o noche (tanto le da a la concurrencia, en realidad). El callejón que comparte con el edificio colindante, un parking en el que salir de vez en cuando a fumar y malcomer. Los hermanos Ross no necesitan más escenarios para dibujar su mapa de la humanidad difusa, perdedora con o sin causa y transgeneracional. En este último día de melopea, desfilará una cohorte de personajes demasiado tocados como para reconocer que pierden lo más parecido que tienen a una familia.

Camareras carismáticas que lo han visto todo, veteranos del ejército que no quieren recordar lo que vieron, ex-combatientes todos de guerras ridículas (excepto para quienes las padecieron, claro está), cabareteras con proyección, actores frustrados, buscavidas que no tienen donde caerse muertos (¿no es esa la definición de buscavidas?). Todos constituyen una “comunidad”, mítico refugio en el imaginario estadounidense que debe de remontarse a los tiempos de exploradores, colonos y primeros asentamientos en tierra de nadie.

Frente al individualismo recalcitrante, la posibilidad de una concordia entre iguales. Aunque estos iguales se dediquen únicamente a beber y recordar tiempos pasados. Pero no simplifiquemos: las largas horas en el bar dan para filosofía de proximidad, confesiones, reapariciones de amores platónicos y reedición de antiguos vicios. En definitiva: una comedia humana que no es tanto micromundo como búnker en el que refugiarse de la hostilidad exterior, oasis resacoso donde se niega el presente y se fantasea con las vidas que estaremos llevando en otros rincones alternativos del multiverso. Con fortuna, tan distintas.

La rememoración de un tiempo perdido -o arrebatado- y la búsqueda de alguna verdad profunda también está presente en la ópera prima Freshman Year (Shithouse) un filme-anécdota del año pasado obra del hombre orquesta Cooper Raiff (¡escribe, dirige, produce, edita y es el protagonista!).

Volvemos al campus y, por una vez, olvidaos de todos los tópicos amasados a lo largo de décadas de comedias universitarias: fiestas sin fin, despertar de bajos instintos y maratones sexuales con compañeros de residencia.

Aunque todo eso exista: Alex, en su primer año, se pasea en otro aburrido fin de semana lejos de casa por los decorados de otro supuesto “templo del conocimiento” que para sus compatriotas es sinónimo de búsqueda y experimentación o, más concretamente, del último espejismo de libertad personal. Sin nada que hacer y con mucha morriña (el chico es más bien un niño de mamá de Texas que no lleva muy bien lo de tener que aprender a valerse por sí mismo) todo lo que debería de estar aprovechando -esa primera oportunidad en la vida de no tener que contentar a nadie más que a uno mismo- se le antoja potencialmente vulgar hasta extremos asfixiantes.

Su sentimiento trágico de la vida chocará con las ganas de dejarse llevar de Maggie. No es exactamente su opuesto, pero sí que le saca un par de años en lo que a madurez emocional se refiere. En otra de esas noches aparentemente perdidas, se concederán la oportunidad mutua de conocerse. Aunque el uno esté dispuesto a abrirse a cualquiera que le preste sus oídos y la otra haya aprendido hace tiempo a hacer gala de un cauteloso escepticismo en lo que a lidiar con el género opuesto se refiere.

Del choque entre el generoso y desvalido Alex y la desinhibida pero muy herida Maggie, surge algo parecido a… un refulgir de genuina ‘verdad’ (repito: si tal cosa es posible). Porque volviendo al vilipendiado asunto de la realidad -durante tanto tiempo, antónimo de lo que quería ser y ofrecer el cine made in USA-, Freshman Year consigue el milagro de hacernos recordar nuestros años universitarios, alejados de toda épica y mucho más parecidos a esa sensación de “no pertenencia” que le embarga al protagonista. Y no porque hubiese una distancia enorme respecto del lugar donde habitaban nuestros seres queridos, sino por ese continuo interrogarse a uno mismo sobre su lugar en el mundo, sobre las expectativas propias y ajenas, sobre la necesidad siquiera de tratar de encajar en una sociedad a la que empieza a verle las costuras y los descosidos.

Dos películas que rebosan sinceridad y sensibilidad, ya sea hacia personas (tipos reales, por entendernos) o personajes (seres “ficcionados”, aunque claramente autobiográficos). Sin condescendencia, sin necesidad de reivindicar una emotividad que surge pocas veces de manera natural en la narración cinematográfica; esos preciosos instantes de tiempo que alcanzan cierto carácter universal mientras murmuramos para nuestros adentros que “esto es así, joder”.

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