‘Helene’, de Antti J. Jokinen. Pese a todos, pintora

Hay películas que -a veces para su desgracia- parecen cumplir una función reparadora. Digamos que de justicia transnacional, como cuando una cinematografía exótica nos descubre lugares, sucesos o, como es este el caso, artistas locales que exigen reivindicación.

¿Estamos ante otro cansino biopic de pintor en crisis / incomprendido / infravalorado? Curiosamente, Antti J. Jokinen nos presenta a una artista en retirada, lejanos ya sus momentos de gloria. Una cincuentona que vive junto a su madre y rodeada de unos cuadros que no consigue -tampoco pretende- vender. Atrás quedó una primera etapa realista en la que contó con el beneplácito de la burguesía, que lo único que le afeaba era una excesiva querencia por temáticas miserabilistas.

Cuando la encuentran un marchante de arte y Einar Reuter, admirador barbilampiño, Helene Schjerfbeck (sí, amigos: un apellido con 8 consonantes de 10 letras) parece hallarse en el mismo trance que su propio país: en guerra consigo misma y a la espera de una definitiva independencia. Independencia respecto a un hermano gorrón, que ve en su resurgir una innegable oportunidad de enriquecimiento. Y, sobre todo, respecto a una progenitora amargada y castrante.

Por esa época, la Schjerfbeck ha evolucionado desde el preciosismo de un Carl Larsson a la angustia sin maquillar de Edward Munch, por citar dos nórdicos coetáneos. De la pintora gana-premios a una investigadora en profundidad de las formas, la textura, la técnica que todo lo determina. Atrás quedaron su fractura de cadera, sus medallas en exposiciones universales, los años en París, sus pinitos como profesora. Las escenas costumbristas y los paisajes simbolistas habían dejado paso a autorretratos desesperados, a rostros que ya no eran necesariamente hermosos o idealizados. Había dejado de pintar definitivamente para los demás.

Pero volvamos a la ficción, a esta Helene que se nos muestra sedienta de experiencias vitales. El joven Einar será su musa, alguien ducho en el halago y la bohemia sin riesgos. Quizás este personaje sea uno de los grandes aciertos del filme: ¿qué quiere realmente Einar o, más exactamente, qué papel quiere Helene que juegue en su vida? ¿Es un hincha empedernido, un trepa o un empanao que no se entera de que la madura solitaria se muere por sus huesos? ¿Aparenta no comprender o sencillamente va a la suya con la avasalladora arrogancia de la juventud?

Las exposiciones en los países vecinos se suceden y el mal de amores no remite (por cierto, en línea con el mutismo finlandés, no vamos a ver ni un beso o arrumaco entre ambos, aunque nos quede claro que algo debió de pasar en alguno de sus retiros “espirituales”). Otro gran hallazgo: el sutil duelo sentimental entre alguien que siente una atracción meramente intelectual y alguien que la siente física. De esta imposibilidad -cordial, pero inviable al fin y al cabo- surge una extraña danza del sucederse de los años, del nacimiento de algo parecido a una admiración mutua, de la desafectación y la soledad como una de las malas artes. Para el recuerdo queda la escena de la fiesta; por fin reconciliados, Helene puede escuchar a la joven mujer de su amor platónico tocar el violín. Sin ninguna destreza, sin ningún arte. Con una gracia infinita que hace que todo se perdone, excepto el insulto de haber preferido a alguien tan mediocre en lugar de a ella.

A Helene la conocemos allá por 1913, en el precipicio de la era de los imperios. Finlandia misma no era todavía ni una nación: siete siglos bajo la dominación sueca más de un siglo bajo la tutela del zar. El clima de agitación política y los vientos de guerra relegan la labor de la artista, casi una anomalía en un país de campesinos y sentimientos enfrentados de pertenencia.

A finales de 1917 y aprovechando la revolución en tierras rusas, Finlandia declara su independencia. Casi de inmediato se libró una guerra civil que duró cuatro meses, pero que se convirtió en el suceso más traumático de su joven historia; reeditando la futura guerra civil en el país de los soviets, un ejército de “blancos” (bajo la égida alemana) y “rojos” se atizaron de lo lindo hasta que la intervención germana puso punto y final al sinsentido. En medio año más el imperio alemán terminaría capitulando y disolviéndose, lo que selló la suerte de una Finlandia que hubiese podido ser una provincia más bajo protección prusiana.

Fueron tiempos de nacionalismo exacerbado, que en lo artístico hallaron su eco en las sinfonías impresionistas de un Jean Sibelius, en el romanticismo arquitectónico de Eliel Saarinen o en el futuro ruralismo totémico del escritor Frans Eemil Sillanpää. La forja de un sentimiento nacional que no parece influir mucho en el devenir de ella, antigua cosmopolita, alejada ya de los núcleos del poder y las modas.

El filme se centra en una década de la vida de la protagonista para regalarnos destellos de su obra, de su perfeccionismo, de un programa vital que la llevó a parecerse a todos y a ninguno. ¿Mary Cassatt, Ramón Casas, Modigliani, Cézanne, el primer Kandinski? No, Helene Schjerfbeck es la principal creadora de sombras, figuras y ecos de su tierra merced a su profundidad psicológica, a un sufrimiento vertido sin cortapisas en unos cuadros en los que se maltrata y confiesa, convencida desde el principio de quienes acabarían siendo sus únicos jueces: la honestidad y el tiempo.

En un final sobrio y consecuente -y muy tarkovskiano, Andrei Rublev (1966) mediante- la fabulación cesa y deja que hable su obra: esos lienzos que cuelgan orgullosos de la principal pinacoteca de Helsinki.

Por cierto, que el responsable de este sensible bodegón con atormentados seres haciendo las veces de manzanas -solo sanas en apariencia- es el director Antti J. Jokinen, que en su periplo me recuerda a otro finés que contó con el beneplácito de Hollywood: Renny Harlin. Un tipo que prometía como director de acción, hasta que a principios de siglo empezó a coleccionar nominaciones a los razzies como peor director. En fin, que me disperso.

Jokinen estudió en los EEUU y lo hizo con una siempre sospechosa beca de baloncesto. El caso es que acabó en el mundillo audiovisual pariéndoles videoclips a la mismísima Céline Dion, Thalía, Will Smith… ¡hasta ha hecho su aportación escandinava a la realización de algún Festival de Eurovisión! Hace sólo una década desde que filmase su primer largometraje y nada sé de sus cuatro películas anteriores a excepción de que en su debut tuvo bajo sus órdenes a Hillary Swank y Christopher Lee en la que a la postre ha sido su única película estadounidense.

Nada, perdónenle todos sus pecados, de haberlos. Porque es el responsable de una insólita historia de amor y compromiso: la de una mujer con su arte, por supuesto.

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