‘El infiltrado’, de Mads Brügger. Corea del Norte, tierra de emprendedores
La fascinación y el misterio que Corea del Norte suscita en el resto del planeta es innegable, comparable quizás a la terrible incógnita que planteaba la Camboya secuestrada por los jemeres rojos a mediados de los 70. Se sobreentiende que no las despierta precisamente por sus virtudes, sino por ese oscurantismo psicopático que nos hace albergar serias dudas sobre la salud mental no ya de sus líderes supremos -megalómanos que parecen sacados de alguna novela decadentista protagonizada por dictadores ajados- sino por la del grueso de esa población-rehén compuesta por 25 millones de incondicionales (la adhesión o la muerte siempre acaba siendo una dicotomía bastante relativa).
El cine no ha sido ajeno a este fenómeno. Al régimen se le puede satirizar, pero lo realmente desafiante consiste en trolearlo desde dentro. La fórmula casi siempre es la misma: un documentalista curioso acaba siendo invitado con la clara intención de acercar a Occidente los parabienes de este “país de la gente feliz” y por poco honesto que este sea el resultado acaba siendo… pues un retrato desolador a base de intuiciones, silencios tensos y lo poco de “realidad” que se llega a vislumbrar entre unos bastidores cuidadosamente dispuestos.
Ir a Corea del Norte implica aceptar esas normas. Saber que se puede ver lo que el régimen quiere y que en todo momento uno estará tutelado por algún políglota que, antes que guía turístico, es comisario político. Lo descubrió dolorosamente Álvaro Longoria en The Propaganda Game (2015), donde “sufrió” el tour habitual: espectáculos cañís a lo Murcia, qué hermosa eres, mucha gente muda pero sonriente y un tremendo despliegue de extras con una única misión: proyectar normalidad en el rincón más anómalo del mundo.
Si nos vamos al lado contrario -al de las ficciones basadas en hechos reales que por sí mismos parecen fruto de la mente de un guionista mediocre-, tenemos la miniserie Kim Kong (2017), que se basó libremente en el secuestro del cineasta surcoreano Shin Sang-ok, obligado a rodar películas de propaganda más o menos evidentes entre 1978 y 1986. Un episodio surrealista que legó al cine de culto esa obra maestra del ‘what the fuck?!’ que es Pulgasari (1985). Otro día os hablaré de ella.
Así pues, a caballo entre el morbo y el estupor, la aventura coreana (paralelo 38 arriba) consiste en hacerse el tonto, dejarse querer e intentar desentrañar cuál es el secreto de la subsistencia de uno de los integrantes a perpetuidad del “eje del mal”, dispuesto siempre a esgrimir con desparpajo sus misiles de medio y largo alcance como irrechazable argumento diplomático.
El infiltrado ha sido finalmente el título español de la miniserie de dos entregas The Mole: Undercover in North Korea, cuyo responsable intelectual es el polifacético danés Mads Brügger. Os advierto de antemano que estamos ante un documento más periodístico que cinematográfico: no os esperéis material de archivo inédito o espectaculares apuestas narrativas o estéticas. No, básicamente vamos a ver a un tipo con cámara / micrófono oculto ascender en la cadena de favores norcoreana, hasta el punto de llegar a tratarse de tú a tú con un factótum del manicomio con capital en Pionyang.
El verdadero protagonista de esta odisea del engaño es Ulrich Larsen, un chef danés en el paro. Un tipo corriente que diez años atrás decidió (tras ver The Red Chappel, otro acercamiento al infranqueable muro norcoreano firmado también por Mads) que él podría ser el tipo gris en el que confiar capaz de abrir brecha en este chanchullero oasis de prebendas y maximalismos.
Y cuando uno quiere codearse con “los tipos que mandan” en esta aislada rareza asiática, tarde o temprano termina topando con la figura de Alejandro Cao de Benós de Les y Pérez (¡ahí es nada!). Me gustaría decir que estamos ante uno de los tipos más turbios nacidos en nuestro país, pero no me engaño: la competencia es feroz.
Una breve semblanza de este embajador de la locura de Kim Jong-un y predecesores consanguíneos es pertinente. Con antepasados entroncados con la nobleza española, tiene cierto sentido que este heredero de los últimos carlistas acabe siendo relaciones públicas de la más innegable de todas las dictaduras “de izquierdas” (perdónenme esta jerigonza de estudiante en el mayo francés: opresión, absolutismo y negación de libertades nunca debieron de tener este tipo de distinciones ideológicas. Terror es terror, sin importar la lateralidad).
Cao de Benós, con “inquietudes políticas” desde la adolescencia (interesante eufemismo para decir que lo de trabajar ya vio que no era lo suyo) acabó afiliado al Partido del Trabajo de Corea (el único, vamos) y dedicándose a hacer proselitismo de su nación adoptiva desde principios del siglo XX. (Todo sea dicho: a pesar de sus numerosos viajes y estancias en ese paraíso en la Tierra, su residencia sigue radicada en España porque en esto del adoctrinamiento tiene una filosofía también muy de cura carlista (“haz lo que digo, pero no lo que hago”)). En fin, que vayan ustedes a saber cómo, este presidente emérito de la Asociación de Amistad con Corea le acabó cayendo bien a los mandamases de por allá.
Hasta ahora, el menos sagaz de los observadores había intuido que algo turbio debía de haber en todo ello. Pero después de ver El infiltrado… cualquier duda queda disipada. Porque el bueno de Ulrich ascendió desde las bases del KFA en su país (la asociación de autistas occidentales “seducidos” por la satrapía exótica), se ganó la confianza de ese testaferro del régimen llamado Alejandro Cao de Benós y logró marcarle un gol por toda la escuadra al más desconfiado y pertinaz de los cancerberos.
Porque no es moco de pavo hacerle creer a este jugador de ventaja (que no debe de tener ni un pelo de tonto) que un multimillonario está dispuesto a invertir 50 millones de dólares en manufacturas norcoreanas. ¿Y en qué son buenos los coreanos? Pues en fabricar todo tipo de armamento y vendérselo -bajo cuerda- al mejor postor (tampoco nos hagamos los santurrones: España es el séptimo exportador de armamento del mundo).
Para llevar a cabo la operación deben de esquivar sanciones y operar al margen de la legalidad internacional. Pero no hay mayor problema, porque tienen montado un opaco negocio triangular a prueba de observadores indeseados; el interesado deberá de costearse un centro productivo clandestino bajo la pertinente fachada de complejo vacacional en algún país africano, pagar en petróleo y recibir contra reembolso lo más granado del catálogo militar patrio. Olé sus huevos.
La encerrona funciona a la perfección y por lo “natural” del mecanismo adoptado, uno tiene la sensación de que no es la primera vez que intentan la jugada. El realizador logra por fin su “smoking gun”, su prueba innegable del delito. El infiltrado acaba desenmascarándose ante su mentor y allegados, y el espectador teme que lo que este hombre tenía era mucho tiempo libre y que acabará echando de menos los fines de semana con sus frikis del pepinazo nuclear, el pop melifluo norcoreano y los desfiles militares mejor coreografiados que un musical de Broadway.
Lo peor de todo es que en estos tiempos de la contrainformación, el fake news y el relativismo moral, nada le ocurrirá al escaldado Alejandro Cao de Benós. Porque a los rufianes de categoría internacional no pasa nada porque les pillen con el carrito de los helados. La verdad será, a buen seguro, otra perversión imperialista.