Peter Weir, años 70
Ya hace 10 años desde que estrenase su última película el australiano Peter Weir. El director de Gallipoli (1981), Único testigo (1985), El club de los poetas muertos (1989), El show de Truman (1998) o Master and Comander: Al otro lado del mundo (2003) parece haber colgado definitivamente las botas y no tiene ningún proyecto a babor o a estribor. ¿Punto y final a una de las carreras más personales dentro de la Industria -pero sin ser devorado por ella- de los últimos 50 años?
Se me antoja este un momento como cualquier otro para volver la vista hacia atrás y rescatar sus tres primeros filmes, los inclasificables Los coches que devoraron París (1974), Picnic en Hanging Rock (1975) y La última ola (1977).
A Peter Weir se le acostumbra a encuadrar dentro de la “nueva ola” de cine australiano, aunque este término -quizás por su utilización indiscriminada- pueda llevar a confusión. Porque a veces bastaba con que coincidiesen en el tiempo cuatro o cinco cineastas para dar carta de naturaleza a un “movimiento” que sólo existía en la imaginación del crítico o periodista de turno.
No, los directores de por aquellas latitudes no es que empezasen a leer los Cahiers du Cinéma con diez años de retraso. De hecho, su cine quería ser muy parecido al norteamericano… pero liberándose de complejos nacionales y convirtiendo estos, de hecho, en un made in… que se reveló muy provechoso a nivel comercial. Quizás la muestra más temprana y ciertamente radical de lo que se pretendía en realidad fuese obra, precisamente, de un canadiense: me refiero a la Despertar en el infierno (1971) de Ted Kotcheff, una pesadilla en la que Australia quedaba retratada como un país de alcohólicos tirotea-canguros. Nada que ver con el exotismo inocuo de Bruce Beresford (el perpetrador de Paseando a Miss Daisy (1989), una de las cotas más bajas en lo que a Óscar a mejor película se refiere) o Brian Trenchard-Smith, por citar dos nombres tendenciosos.
Cinco años antes de Mad Max: Salvajes de autopista (George Miller, 1979), Weir debutó con un filme de bajo presupuesto que sirve como carta de presentación cinéfila. Genuina clase B con referencias directas a 2000 maníacos (Herschell Gordon Lewis, 1964), el posteriormente filme de culto El hombre de mimbre (Robin Hardy, 1973) o al western leonesco (desde la música “a lo Morricone” hasta la recreación de la escena más mítica de Hasta que llegó su hora (1968)).
En una Australia sumida en plena crisis del petróleo, los lugareños del pequeño pueblo de París deciden que ya va siendo hora de echarle imaginación a la cosa y buscarse algunos ingresos extra. Para ello aprovechan la endemoniada orografía de la carretera que conduce a su localidad, convirtiéndola en pasaporte al infierno. El visitante -ya sea turista indómito o trotamundos despistado- sucumbe en la vaguada, dejando atrás un valioso rastro de retrovisores, neumáticos, chapa ensangrentada y enseres varios.
Todo se aprovecha, hasta convertirse en la principal moneda de cambio en esta neo-economía basada en el trueque de piezas, ballestas y amortiguadores. Y todo el mundo colabora: desde el alcalde recicla-discursos al doctor Mengele de las antípodas, dispuesto a utilizar los traumas derivados de los accidentes automovilísticos como base para sus dudosos estudios de la psique humana.
Hasta esta villa miserable y psicopática arriba nuestro héroe (el anticarismático y negadísimo actor Terry Camilleri), al que no le importa tanto el haber perdido a su hermano al despeñarse la caravana en la que ambos viajaban como el poder empezar a ser un hombre de provecho donde quiera que sea.
Un batiburrillo de ideas que se sitúa entre lo menos interesante de la filmografía de Peter Weir, del que poco cabía imaginar que tan solo un año después estaría en condiciones de firmar un trabajo tan redondo (en todos los sentidos) como Picnic en Hanging Rock.
Olvidaos de paletos montados en sus locos cacharros y retroceded en el tiempo hasta el día de san Valentín del año 1900. En un internado para jóvenes (con muchas ínfulas, eso sí) es una jornada señera: hoy toca ir de excursión. ¿El destino? Un accidente geográfico muy particular a tan solo unas horas en carreta del colegio.
No os explicaré mucho más, porque estamos ante la definición de lo que debe ser un filme atmosférico. ¿Qué fuerzas son las que concurren en ese extraño día? ¿Quizás fuese este un lugar dominado por extrañas corrientes telúricas? ¿O se trata de algún fenómeno que afecta a la apreciación del espacio y del tiempo? ¿O -mi teoría preferida- puede que todo se debiese a ese continuado estado de represión sexual en el que viven las pupilas y que eclosiona en un día de los enamorados a reventar de promesas imposibles, príncipes azules y tempranas frustraciones sicalípticas?
Weir nos logra descolocar a todos con una historia fantástica en el mismo registro de la poética y evocadora En compañía de lobos (Neil Jordan, 1984). Algo extraño se respira en el ambiente -¿la edad adulta?, ¿el final de la inocencia?- y el espectador es partícipe de esta ceremonia de iniciación, de este tránsito hacia lo desconocido. A la cuál ayuda la fascinante banda sonora de Gheorghe Zamfir, un rumano que lo petaría con su flauta de pan (¡llegó a vender 100 millones de discos!) y cuyas composiciones originales pueden escucharse también en Érase una vez en América (Sergio Leone, 1984), Recuerdos del ayer (Isao Takahata, 1991) o Kill Bill: volumen I (Quentin Tarantino, 2003).
La década concluyó para Weir con un intento de thriller bienintencionado plagado de escenas fabulosas: La última ola (1977). El conjunto, con todo, se resentía con el papel protagónico del siempre prescindible Richard Chamberlain.
La trama se sustentaba en un crimen entre aborígenes, resultado de la aplicación directa de sus leyes tribales. El caso terminaba llevándolo un abogado blanco que resultaba tener inusitados poderes chamánicos, heredados de vaya usted a saber qué antepasado británico (no, mejor no entremos muy al detalle en el derrape rocambolesco que convierte a Chamberlain en testigo privilegiado de lo mágico y lo eterno).
Os hablaba, eso sí, de escenas sueltas. Y es que La última ola casi podría ser un filme de catástrofes de los setenta: hay granizadas en mitad del desierto, llueve petróleo, los elementos se descontrolan… casi parece un El día de mañana (Roland Emmerich, 2004) concienciado y profético (¡si supiesen los australianos la que les estaba por venir en forma de incendio generalizado de su tampoco tan abundante masa forestal!)
Y todo termina colidiendo en un reencuentro con la leyenda ancestral, esa que justifica el título que tanto os habrá descolocado (no, no va de surfistas). Un desenlace que bascula entre las películas de Indiana Jones y el fatalismo cronenbergiano: en las profundidades de Sidney, indiferente al agresivo avance de la civilización, se halla enterrada esa profecía que aboga por la destrucción renovadora.
Tres películas en apenas cuatro años le sirvieron a Peter Weir para llamar la atención de Hollywood, que lo convocaría mediada la siguiente década para dirigir a Harrison Ford en Único testigo, tras su doblete ochentero con otra estrella del país que sería apadrinada y consentida: Mel Gibson.
Pero nuestro Weir nunca acabaría de encajar en los cánones del “gran cine” entendido a la manera norteamericana, aprovechando para regalarles, eso sí, algunos de los títulos más señeros de los 80 y 90. Hazañas siempre de solitarios (auto)engañados, epopeyas de lo inútil en las que se luchaba contra lo inaudito y se perdía por una simple cuestión de actitud e infalibilidad.
En los años 70 cuando vi Picnic at the Hanging Rock y Gallipoli me dejaron impresionado y más de 40 años después siguen conmigo siempre.