Noir nórdico. Sobre el frío, la familia y el crimen

Tras su arrasadora irrupción en el mundillo editorial hará cosa de 30 años, los crímenes a la escandinava llevan ya década y media copando también el panorama televisivo más alternativo. Tras las pioneras Wallander (2005) y The Killing (2007), un alud de propuestas venidas de Noruega, Suecia, Finlandia, Islandia o Dinamarca (incluyendo las no tan exóticas islas Feroe) han acabado incorporándose al catálogo de las principales plataformas de streaming.

Por el camino (o no) de la coproducción, nuestros lejanos vecinos del norte han sabido ingeniárselas para que no les tengamos tanta envidia. ¿Cuántas veces viendo algún capítulo de estos seriales no te has sorprendido murmurando “joder, menudo tiempecito que tienen los desgraciados” o “esta gente vivirá todo lo bien que tú quieras, pero están muy mal de lo suyo”? Sociedades modélicas a las que les gusta hacer inventario de sus miserias, pero también de los sacrificios y renuncias que les han llevado a hacer mínimamente habitable una geografía inhóspita.

Curiosamente, en todos los noirs de los que hablaremos hoy la familia tiene un peso muy importante. En paralelo a la intriga criminal, la interacción con la pareja, los hijos y demás ramas del árbol genealógico se convierten en partes fundamentales de un proceso que nunca termina con epifanía, quizás porque el héroe desencantado nunca cambia realmente: sólo sobrevive como un autómata a las adversidades, incluidas crisis matrimoniales.

Los asesinatos del Valhalla (2019) es un producto islandés que junta a una lugareña con un inspector afincado en Noruega que viene en apoyo de la investigación. Bordertown (2016, tres temporadas hasta la fecha), finlandesa, propone un maridaje todavía más chocante: finlandés medio autista con rusa justiciera antigua integrante de los servicios de inteligencia de su país. Y Wisting (2019), noruega para más señas, propone una cooperación entre la policía local, algún colega sueco y el mismísimo FBI.

Empezamos quizás por la menos interesante de las tres: la hiperpublicitada (y a la semana, automáticamente olvidada) Los asesinatos del Valhalla. Un trauma comunitario asociado a un antiguo orfanato, muchos intereses creados y dos policías que hacen lo que pueden, aunque el espectador tiene la sensación de que no deberían de estar en las calles, sino acudiendo al psicólogo.

Al que viene del continente le aguarda un funeral y el subsiguiente retorno al pasado ligado a cierto culto religioso, su opción sexual y una continua sensación de marginalidad forzosa. Kata, la isleña, lidia como puede con su divorcio y sus consecuencias: un adolescente quizás no tan inocente como parece y un trabajo que le ocupa gran parte de su tiempo. Ya se encarga ella de eso.

Los crímenes se suceden y con relativa rapidez -y falta de misterio- conocemos su origen y motivaciones. Los clímax resultan atropellados y las escenas de persecución entre tinieblas o en sótanos destartalados… pues como que las hemos visto ya muchas veces. Los asesinatos del Valhalla peca de falsa modestia, de querer hacer algo pequeño pero con bastante afectación. La intriga se remata con otro giro trillado y uno se pregunta si la cosa no hubiese sido más llevadera en formato largometraje.

Wisting es quizás la más estadounidense de las tres, atendiendo a su factura técnica, a su montaje -quizás el menos pausado de la triada- y también a cierta voluntad moralizante. En esta ocasión habemus asesino en serie refugiado en Noruega desde hace tiempo y conflicto entre agentes yanquis y noruegos.

Y esto es quizás lo más interesante de la propuesta. Aunque los noruegos estén orgullosos de la conciliación lograda entre vida laboral y familiar, percibimos cierta autocrítica y recochineo por esta injerencia -casi continua- de la vida personal en la profesional. Para pasmo de la pareja de norteamericanos -y envidia del mundo libre-, los integrantes del gabinete de crisis pueden abandonar una investigación cerca de su punto álgido para ir a recoger al hijo al colegio o terciar en alguna discusión a tres bandas por teléfono.

Frente al trabajo como substituto de la vida -un modelo claramente norteamericano que amenaza con imponerse también en Europa, barriendo cualquier remanente del estado del bienestar-, una multitarea esquizofrénica en la que uno ni está con los suyos ni deja de estar en el trabajo. El propio protagonista (el Wisting que da nombre al drama) se encuentra en esa tesitura: sus dos hijos han vuelto en esta primera Navidad desde la muerte de su mujer y lo cierto es que aun pudiendo… hace lo posible por pasar con ellos el menor tiempo posible.

El trabajo como excusa, el trabajo como salvación. Con todo, los escandinavos reivindican su idiosincrasia, como esas armas reglamentarias que nunca llevan al cinto (como bien sabréis los aficionados al género, por ahí arriba se estila ponerlas bajo llave, necesitando autorización para acceder a la misma), en comparación con sus homólogos estadounidenses, tildados como “de gatillo fácil”. Lo cierto es que Wisting no es ni mucho menos un sermoneador: sabe que las cosas no van bien (ni en su unidad ni en su entorno familiar) por lo que acaba poniendo orden a su caos mental en la clásica cabaña a pie de fiordo (sí, una solución muy escandinava). Y hasta ahí podemos leer.

Por último os hablaré del vals triste de Bordertown, una sinfonía a lo Jean Sibelius… pero sin epopeya. Cuenta con el investigador más carismático de todas: Kari Sorjonen, cuyo apellido da nombre a la serie en su versión original. Este tipo con tendencias claramente antisociales se muda a una población aparentemente tranquila (Lappeenranta), donde poder estrechar lazos con su vapuleada familia: una mujer aparentemente recuperada de una enfermedad grave y una hija adolescente con ganas de culpar al patriarca de tanta incertidumbre.

Aunque Sorjonen tenga muy buenos propósitos, su ciudad fronteriza se revela pronto como un lugar más conflictivo que el Chicago de los años 30. Tramas internacionales de tráfico de drogas, prostitución, peleas ilegales de perros… y claro, de lo dicho la media: el móvil siempre suena y papá anda siempre ahí fuera, persiguiendo a los malos.

Cabe decir que Sorjonen tiene una técnica muy personal: la reconstrucción del caso partiendo de compartimentos mentales desde los cuales es capaz de relacionar información aparentemente banal, pero que la mayoría de las veces termina siendo concluyente. Si un finlandés silencioso y meditabundo ya es de por sí inquietante, imaginaos a un tío con constantes fugas mentales, tratando de arrojar luz sobre tramas oscuras y sórdidas.

Su principal colaboradora es la ruda Lena Jaakkola, ariete en su recién estrenada unidad de delitos graves. Sus métodos a la rusa (más próximos a la KGB que a la civilizada metodología finlandesa) se complementan a la perfección con la aparente racionalidad de Sorjonen. Cerebro y martillo, pues, en un mundo decadente (los políticos de Lappeenranta resultan ser pelín corruptos y chanchulleros) que acaba salpicando a los seres queridos de uno, anatema total para este investigador pertinaz y ausente.

El noir nórdico no toma ya riesgos: sabe exactamente lo que el espectador internacional espera de una cualquiera de sus tramas. Y las constantes no tardan en reaparecer: policías existencialistas que investigan desapasionadamente, familias expectantes que hacen las veces de coros griegos, viento ululante ahí fuera (y eso que es primavera) y un fatalismo mórbido que quiere renunciar a fruslerías y adornos.

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