‘Sopa de limón’. Memorias del subdesarrollo
Parece ser que formo parte de la Generación X, aquella de la incógnita por compasión. No se sabía qué iba a ser de nosotros, pero se sobreentendía que nos iría mejor que a nuestros padres. Aunque quedase claro que comparados con ellos éramos unos perfectos inútiles (este honor le corresponde siempre a la última generación en alcanzar la mayoría de edad). Ganaríamos menos dinero que los patriarcas babyboomers, pero qué demonios… nos lo fundiríamos con mayor alegría. Porque teníamos claro que lo importante era “la calidad de vida” y tal y tal. Que ya estaba bien de tanto sacrificio y bocata de nocilla.
El final del cuento ya os lo sabéis. A los que conservan el mismo empleo al que accedieron en la veintena incluso todavía les va bien. Los que lo perdieron conocieron el mileurismo, la “incorporación de la mujer al trabajo” (pero no por sensibilización social o triunfo de la meritocracia, sino por imperativo bancario: todos hipotecados, todos “realizándonos” en un entorno laboral cainita), “la importancia de una formación internacional” (traducido: el exilio) y esa sensación de derrota autoasumida, de rendición sin haber librado ni tan siquiera una sola batalla en igualdad de condiciones.
Pero lo peor estaba por llegar. Ya sabéis: los millenial y su cochina circunstancia. Y como eran la siguiente generación, se merecían toda nuestra condescendencia y paternalismo melifluo: que si han tenido todas las oportunidades del mundo y míralos tú, que si la tecnología los ha alienado, que si estos nos tienen que pagar las pensiones… Manolo, tú dirás.
Quizás sería cuestión de empezar a tirar de empatía, para variar. Porque en petit comité todos los cuarentones lo tenemos claro: “nosotros estamos jodidos, pero anda que los que vieeeeenen”. O de reconocer los datos puramente estadísticos: uno de cada tres menores de 25 años no encuentra trabajo por mucho que busque. La tasa de paro juvenil más alta de Europa. ¡Pum!
¿Pero sabéis lo más apasionante de estos millenials? Joder, que aún así todavía sonríen. Y les da por redefinir las reglas de casi todo, como si en realidad hubiese un futuro. Quizás porque han heredado por inercia una precariedad que no puede apelar ni tan siquiera a lo lógica histórica de una postguerra. Hace tiempo que saben que han aparecido en escena pasados los postres y les toca ser invisibilizados por una sociedad avergonzada; el menosprecio de los lugares comunes: sus móviles, sus viajes, sus soledades.
La sonrisa, con todo, se puede cuartear más fácilmente que el maquillaje en el The show must go on de Queen. Porque la comedia suele ser el modo más doloroso de acercarse a la realidad, una realidad en la que el desespero es la tónica dominante. Así que… ¿qué tal una sit com urbanita de interiores con un par de mujeres realmente desesperadas, sin chalet adosado ni marido en viaje de negocios?
Sopa de limón (https://www.lachavala.com/sopa-de-limon), serie web de seis episodios cocinada a fuego lento por La Chavala (a saber y mayormente: Carmen del Rosal y Nire Benito, arropados para la ocasión por un reducido ejército de machacas con mucho, muchísimo amor al arte) plantea la distopía cotidiana de esta juventud que ve pasar sus mejores años rebotando de empleo basura en empleo alimenticio, sin más porvenir que contentar a la casera, acumular las baratijas de segunda mano que les deja atesorar esta sociedad de consumo venida a menos y hacer épica del desencanto crónico.
Las protagonistas han ido a naufragar a las playas de Madrid, a uno de esos pisos céntricos que son una ganga, mire usted (aunque se paguen a precio de loft en Manhattan). Su día a día incluye mucho positivismo ante la adversidad -léase: mentiras piadosas-, autosolaz, encuentros no programados con vecinos y desconocidos de la cosa digital y muchas ganas de una revolución antes o después de Netflix… siquiera de un conato, coño.
El desgraciado contratiempo de una de ellas (que es grabada y viralizada haciendo aguas mayores) se convertirá en lema cheguevarista: ese “apretón y lucha” que sirve lo mismo para un cosido que para una súbita ansia defecatoria. Los acólitos y simpatizantes con la causa no tardarán en aparecer, procediendo de los lugares más insospechados: el chapuzas a domicilio, la estudiante de políticas con ganas de poner en práctica tanta ingeniería social y, finalmente, la multitud enardecida y sedienta de discursos motivadores.
Catálogo de lo cotidiano con toques costumbristas, Sopa de limón es una guía de supervivencia para tiempos poco revueltos. Un listado autobiográfico de tropezones y trabanquetas, pero sobretodo un arrebatado canto a ese volver a levantarse y seguir en pie hasta el próximo empujón o el siguiente apretón.
Imprescindible, en suma, para quienes anden sufriendo un ensayo de independencia y se pregunten si hay alguien más ahí fuera, que cómo es posible seguir así un mes más y pretender que todo va bien, que sí mamá, que ya como. Sí, hay una generación partida, atomizada por quienes saben bien del poder de la unión, por este mundo feliz -España, 2020- que les concede trabajos por horas, sueños por entregas y moralejas de libro de autoayuda… para hacerlo todo más llevadero, supongo. Y aquí no pasa nada.
Quizás la respuesta esté en el agro, en volver al principio, en abandonar las ciudades donde parece que pueda pasar de todo y nada ocurre. Veremos qué nos depara la segunda temporada de este manifiesto generacional, un Girls lozano y arriacense ideal para las que flojeen de vez en cuando y se pregunten si vale la pena.
Ni un paso atrás, ilusas. Que vuelve, que ya está aquí. Ni casualidad ni fuerza mayor: quieren que acabéis engrosando las filas de lo que venía siendo… el proletariado de toda la vida.