‘Mujercitas’ y ‘Anne with an E’. Clásicos revisitados: ¿canon, actualización o traición?
Esta enésima apología del autor -hasta el punto de darle cancha para reinterpretar, malversar o incluso pervertir la obra de otro autor- viene a cuenta de dos aproximaciones recientes a dos libros juveniles convertidos en fenómenos globales. Me refiero tanto a la Mujercitas de Louisa May Alcott como a la Ana de las Tejas Verdes de Lucy Maud Montgomery.
La primera se escribió por encargo en 1868, la segunda dio lugar a una saga de ocho novelas, publicándose la primera de ellas en 1908. Ambas son hijas de su tiempo y reflejan fielmente el papel en las sociedades norteamericanas de la mujer. De una mujer joven, cargada de esperanzas y aún así fatalmente ligada a condicionamientos materiales, en manos todos ellos del padre, los hermanos o el marido. Apenas medio siglo separan a las Amy, Meg, Jo y Beth de Massachusetts de la pelirroja de la Isla del Príncipe Eduardo, allá por el Canadá. Y en apenas esas décadas transcurridas, ya eran muchas las diferencias entre las soñadoras (pero fatalmente castradas) supervivientes de la Guerra de Secesión y la vivaracha y verborreica huérfana de aquellas tierras de patatas, playas gélidas y dioses en comunión con la Naturaleza (quizás sea eso -su panteísmo- lo que explique el éxito arrasador entre el público japonés).
Las versiones más recientes de ambas historias han corrido a cargo de Greta Gerwig (Mujercitas, 2019) y Moira Walley-Beckett, la showrunner de la serie Anne with an E (2017-2019). A ambas se les han echado en cara muchas cosas: traición al original, aproximación excesivamente libre, cansina vuelta a una historia contada hasta la saciedad…
En Mujercitas, Greta Gerwig no perpetra ningún panfleto feminista, como los más maliciosos daban por supuesto. Y eso que estaría en su derecho, pues el panfleto no sólo tiene un significado difamatorio: también es la apología de una determinada ideología. Pero no, todos sabemos a lo que nos referimos con esta palabra: ‘panfleto’ evoca un enfoque simplón, eso que ocurre cuando lo vehemente suena a histérico y sobreactuado.
Y ninguna de esas cosas es Mujercitas. Las licencias que se toma la directora de Lady Bird (2017) se centran en la narración (la introducción de inteligentes flashbacks que rompen con la linealidad de la novela río, haciendo más llevadero el encadenado de desgracias) y en las aspiraciones de la propia autora (ser publicada, ni más ni menos). Su Jo puede parecer más heroica, más autoconsciente, más decidida. Ahora a todo eso se le da en llamar “empoderamiento”. Pero a mediados del siglo XIX, ser mujer y económicamente independiente era purita ficción (la propia May Alcott tuvo que tirar de pseudónimos y compaginar su carrera literaria con la de institutriz, costurera y maestra).
¿A quién traiciona exactamente Greta mostrándonos una protagonista más lúcida, más orgullosa de su condición femenina? No hay deslealtad ni al texto original ni a la memoria sentimental de quienes realmente amen el libro: las aportaciones no olvidan la idiosincrasia de las cuatro jóvenes, sus anhelos, su pobreza compartida con entereza y espíritu estoico. Por todo ello, esta Mujercitas no es una simple invocación a una nueva generación: se trata de una puesta en valor de unos personajes que ya no perderán su valor universal. Pueden seguir siendo ejemplarizantes sin mostrarse tan sumisos, tan plegados a los envites de la adversidad.
El caso de Anne with an E es también paradigmático. La serie ha sido cancelada en falso tras tres temporadas, habiendo cosechado excelentes críticas y audiencias. Veamos cómo han ido evolucionado las ambiciones de su responsable (una Walley-Beckett que venía de escribir episodios para la mismísima Breaking Bad) hasta llegar a la ruptura definitiva por parte de la cadena canadiense CBC.
La primera temporada fue una trasposición absolutamente fiel del original. Siete episodios que servían de presentación del universo Tejas Verdes: los personajes que ya conocíamos, las situaciones con las que arrancaba el drama, el ambiente, el tono, la serenidad; el pistoletazo de salida, en suma, a un ejercicio de nostalgia y veneración de su referente literario.
Pero no se trataba de una copia mimética. Había fantásticas ideas visuales; ensoñación, pesadilla, la crueldad y el éxtasis de los nuevos comienzos. Todo parecía igual y sin embargo uno era consciente de estar viendo algo muy distinto, sobrado de ambición y con mucha más intención.
En la segunda temporada la historia empezaba a desviarse del canon. Si… pero no. Tejas Verdes era una geografía de almas libres, de huidas en un microuniverso muy normativo, prácticamente victoriano. ¿En qué traicionaba al original la homosexualidad de algún compañero de clase -incluso la del profesor, aunque mucho peor llevada- o la condición de lesbiana de la tía Josephine? También se aportaban nuevas tramas que incluían la condición de marginado a la que condenaba -sí, en la avanzada Canadá- el ser negro o indígena.
Pero cuando se empezó a meter en problemas de verdad la buena de Moira Walley-Beckett fue en la tercera temporada, atreviéndose a abordar uno de los tabús canadienses por antonomasia: las escuelas residenciales indígenas. En estas “instituciones” se ingresó a la fuerza a los hijos e hijas de las tribus supervivientes, con la excusa de darles la misma educación que recibían el resto de ciudadanos del recién estrenado país. Nada más lejos de la realidad, porque en las residenciales se segregaba, aislaba y torturaba a una minoría incómoda: los habitantes originales, los primeros pobladores de unas tierras rifadas y batalladas por ingleses y franceses.
El tema es algo más que espinoso. Todo un ejercicio de nacionalcatolicismo (nos debería de sonar a los españoles, sí): iglesia y Estado, en connivencia, forzaron el desarraigo de unos menores que fueron sencillamente secuestrados. Hasta el año 2008 no pidió perdón al respecto un primer ministro canadiense, tras más de un siglo de persistencia de estas cárceles del adoctrinamiento en las que murieron 6000 niños. Otros muchos sufrieron abusos sexuales.
A la televisión pública del Canadá (que coproducía Anne with an E junto a Netflix) le faltó tiempo para bajarse del carro, echando mano del socorrido espíritu luciferino del gigante del streaming. Rompiendo el acuerdo, la CBC decía evitar -cito textualmente- “un deterioro en la industria del entretenimiento local”. La historia con la nación Mi’kmaq quedó pendiente de resolución, siendo la única trama con un final en falso. Y todo por un súbito ataque de dignidad nacional que sonaba a excusa baladí.
Pero todo ello resulta muy interesante para mi tesis. Anne with an E reinventaba el dramón pastoril y nos devolvía a una Ana pletórica, ufana, divertida e inmadura. Muy loca, vamos. La actualización demostró arrojo y ganas de incomodar. Eso es lo mínimo que se le puede pedir a una revisitación de algo visto ya muchas veces: que le pise el callo a alguien, que le meta el dedo en el ojo a los paladines del… ¿canon?
Si lo logra -si todavía alguien puede escandalizarse o sentirse amenazado por el lirismo en bruto y el humor blanco de una escritora de hace 120 años-, es que ha merecido la pena. Es que el supuesto clásico sigue vivito y coleando.