Visto en el D’A 2019 (I): ‘In Fabric’, de Peter Strickland. Capitalismo talla 36

Distopías reconocibles o lo que vendrían siendo realidades cotidianas que no necesitan recurrir siquiera al disimulo. Algún elemento anacrónico, fuera de su tiempo… para terminar por configurar una caricatura que apenas deforma, que apenas se percibe como exageración.

Estamos en esa época sin datar pero sospechosamente cercana. Podría ser el mismo futuro-pasado de High Rise (Ben Wheatley, 2015), repleto de proto-hombres afianzados en una única seguridad: su pertenencia a una u otra clase social en función de la altura máxima del piso que se puedan permitir habitar. En una dictadura del funcionariado como la de Brazil (Terry Guilliam, 1985), donde la represión -soterrada pero tremendamente efectiva- puede llamar a tu casa de manera inopinada, convirtiendo la tortura en tu última fantasía de libertad. En el tiempo, por qué no, de las obligaciones contractuales a perpetuidad y las últimas bocanadas del libre albedrío y la confianza en el otro. Como si a todos nos hubiesen aplicado el método Ludovico, convirtiéndonos en el sueño húmedo del sistema: consumidores perfectos, sin fuerzas ya para ejercer la crítica.

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In Fabric nos sitúa en un mundo totalmente abandonado a sus pulsiones capitalistas. Un carrusel de escaparates en el que la compra, la posesión del objeto material como hito existencial, se ha ritualizado hasta convertir la supuesta necesidad en obligación social. El mundo feliz de Amazon y compañía: creyentes alienados y autocatalogados que sólo quieren lo que se les dice que tienen que querer.

Dos asalariados ejemplares a punto de perderse para siempre. Ella, una empleada de banca sonriente aunque falta de convicción a la hora de saludar. Él, un técnico de mantenimiento dispuesto a detectar, describir y enmendar cualquier problema de tu lavadora. Trabajando de cara al público, obrando su magia vendiendo unos servicios perfectamente prescindibles. Y ahorrando lo justo y necesario para poder gastarlo en una boda perfecta, en una cita ideal, en una ficción que compense su asumidísima condición de esclavos.

En ese mundo que hace aguas -pero que sigue a toda marcha, como esos trenes desbocados que surcan la oscuridad sin detenerse ya en ninguna estación- ambos encuentran solaz en la ejecución ad nauseam de una magia normalizada. El empréstito, el interés, la tasa anual. La polea, el solenoide, el centrifugado rebelde. Algo mensurable y absurdamente seguro, como la substitución de lo agotado y la concesión del préstamo que hace posible esa substitución.

Bien, quizás haya sombras en el paraíso. Un hijo totalmente abandonado a sus apetitos animales y ejerciendo de ocupa en la casa materna. O una parienta exigente que sólo quiere hacer tangible todo lo que le prometió Disney. Pequeñas imperfecciones que no ocultan el gozo infinito de poder… de poder gastar, de poder ser un miembro orgulloso de la comunidad incomunicada.

El número de teléfono hace las veces de cuenta corriente. De geolocalizador, de código de barras con el que identificar nuestros deseos, carencias y crédito. Apartado de correos de muchas cifras donde nos llegarán recompensas por nuestro esfuerzo continuado. Pero primero habrá que acudir al centro dispensador del placer: al gran almacén, al lugar donde están las cosas y las personas encargadas de decirnos cuales de ellas nos hacen falta. Así, en general. Por nuestro bien.

A puerta gayola y con un inquietante coro de sirenas-vampiro, el Señor de las Rebajas aguarda a sus víctimas desde la mismísima apertura de barreras. Ellas se encargan de engalanar a los maniquíes con nuevas prendas mórbidas, de devolver a la vida los moldes y de sembrar la muerte entre los muñecos de carne y hueso. De hacer inmaterial lo material y viceversa.

Su magia requiere de fórmulas establecidas, de conjuros de la creación recitados al oído del comulgante. Mediante un lenguaje tan elaborado como vacío, el comprador acabará rendido ante la lógica inefable de una compra inminente. Porque yo lo valgo. Porque así lo seduciré. Porque es el camino hacia la felicidad. Porque… porque así tiene que ser.

La pasión viste de rojo, el bermellón de un traje de noche tejido con la tela de las maldiciones antiquísimas. El desafortunado comenzará con un sarpullido a la altura del corazón, para terminar siendo el imán de todo tipo de desgracias. ¿O el depositario de los deseos insatisfechos de todo consumidor?

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El vestido incendiado, casi más cerca del grana, revivido a voluntad por el poder del espíritu de la serie B -monos asesinos, neumáticos asesinos, sushi matador… ¿qué nos faltaba por ver?-, se dedicará a semblar la mala nueva: sí, soy una talla 36 y cabes dentro de mí. Claro que hay letra pequeña: el conde transilvano y su cohorte con castillo a lo Primark vintage controlan el atuendo que aspira a segunda piel, obligándole a perpetrar darioargentonadas cuando todos duermen. ¿Pero no te parece un precio asumible a cambio del éxtasis de la pertenencia y el disfrute?

El usufructo, como maldición que es, tampoco admite vueltas atrás. Que no te engañen con lo del reembolso si no quedas satisfecho. Parafraseando a Tyler Durden, todo lo que posees acabará por poseerte. Así que deja de oponer resistencia: ¿quién mejor que nosotros conoce tus necesidades?

Elimina innecesarias pausas para desaguar. No intentes pensar ni por un instante en la aplicación práctica de tus conocimientos más allá del sagrado ámbito laboral. Protege a tu corporación como a ti mismo. Utiliza las cartillas de descuento. Y mientras llega tu oportunidad, enciende el televisor y permanece bien atento al tubo catódico, apostólico y financiable.

¡¿Dónde han dicho rebajas?!

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