‘Kingdom’: ¿Y si mezclásemos ‘Ran’ con un apocalipsis zombie?
Imaginaos la Corea de finales del siglo XVI, con su península subdivida en prefecturas gobernadas a su vez por delegados-tiranos dependientes del trono en la que dio en llamarse era de Joseon, una suerte de medievo difuso que como en el caso del Japón se prolongó tres o cuatro siglos más que el europeo. Pongamos ahora que, en una maniobra desesperada por resucitar al depositario de la dignidad imperial, se le retorne de entre los muertos con mucho malaje y bastante ciencia infusa. Para terminar de completar el cuadro decadentista, digamos que el mandamás ha quedado bastante perjudicado; básicamente ha quedado reducido a un revivido con preferencias caníbales. Pero con el mismo e incontestable poder absoluto.
Como en toda trama asiática que se precie, hay un Rasputín en la corte controlando a los inevitables intelectuales confucianos. Los cargos más golosos los acapara así un clan poco escrupuloso, comandado por un consejero cuya hija ha sido convenientemente emparejada con el cabeza de dinastía. El príncipe heredero -que tampoco es precisamente una monjita de la caridad- intentará meter baza en este pulso conspiratorio…. sin excesiva suerte ni sutileza.
Obligado a poner pies en polvorosa, aprovechará el exilio forzoso para buscar al médico que trató a su padre, el cuál ha quedado confinado sin posibilidad alguna de ser visitado -digamos que su apetito cárnico no lo convierte en el estadista ideal- a la espera de que la reina de a luz a un varón que trasponga la linea sucesoria. En su huida y redescubrimiento de las tierras que habría de gobernar le seguirá un servidor fiel y glotón, dispuesto a aceptar cualquier pago en especias lo suficientemente calórico.
Y sí, en su accidentado periplo se encontrarán con paladines de oscuro pasado, cobardes que buscan la redención y abnegadas enfermeras que conocen los secretos de las plantas medicinales, conformando así un grupo cohesionado con un único objetivo: la supervivencia del Reino.
No tiene mucho más Kingdom. Seis capítulos, menos de cinco horas para plantear el conflicto en esta su primera temporada. No esperéis grandes sorpresas: la trama hace de la previsibilidad su mayor virtud, apostando por una narrativa clásica repleta de personajes arquetípicos.
Pero eso en sí mismo (su aparente falta de sofisticación) es ya toda una novedad. El modo como la trama palaciega corre paralela a la acción más desacomplejada, contraponiendo ritmos pero respetando siempre un lenguaje estrictamente cinematográfico (lo siento, Spielberg: hay más cine en un capítulo de la Kingdom de Netflix que en todas las temporadas de tus temibles Terra Nova, La cúpula y compañía). Los estallidos de violencia, los frecuentes correcalles, los planos frontales cuando nos acercamos a la sede del poder. La pompa y la circunstancia por un lado y la economía de subsistencia que practica el resto de la población por otro. Como en El príncipe y el mendigo (aunque el referente asiático sea lógicamente Buda, a.k.a. príncipe Siddhartha), el candidato a gobernador todopoderoso de sus sufridos súbditos descubrirá la injusticia sobre las que se asienta su incontestado derecho.
El gran acierto de la función quizás haya sido el haber elegido como guionista a Kim Eun-hee, la autora del cómic original (The Kingdom of the Gods), que apela a ese deleite sádico del buen aficionado a las películas de muertos vivientes: ver como la enfermedad se expande y cómo los buenos son cada vez menos. Por el camino también podremos asistir a la desesperada lucha por la supervivencia de los más pudientes y a la resignada y confusa peregrinación de los miserables hacia… ¿hacia dónde?
Un disfrute estético que aporta destellos de originalidad a un género que parecía agotado: sabia dosificación de la acción (no apta para impacientes), zombies plusmarquistas a lo Guerra mundial Z, extraños letargos a la caída del sol y una transmisión del virus que se produce por el habitual mordisco y por el mucho menos manido… ¿sofrito necrófilo?