‘1917’. O cuando resulta imposible abandonar las trincheras mentales del “gran cine”

Salís de ver 1917 y arrastráis esa sensación de “sí, pero no”, de haber asistido a un gran espectáculo con escasas aspiraciones intelectuales, esto es: sin intención alguna de desasosegar realmente a nadie. Sí, salen ratas, pero son casi tan simpáticas como las de las películas de Indiana Jones. Hay muertos por doquier, pero formando parte de un decorado macabro, de una kermesse poco heroica: alfombras de cadáveres pudriéndose, recién fenecidos flotando en las riberas de los ríos o a medio enterrar en cráteres que hacen las veces de arenas movedizas. Como si os acabaseis de adentrar en una atracción macabra pre-Halloween.

No trato de sonar mundano. La mundana es 1917, que transforma la Gran Guerra en otra anécdota insulsa en la que lo único que se nos pide –casi se nos ruega- es que nos abandonemos a la suerte de dos héroes por accidente, que nos dejemos llevar por una cámara que quiere hacer las veces de hecho trascendental. Ella es la que nos los presenta en relajado cuadro campestre, ella los importuna hasta colocarse en retaguardia y perseguirlos sin descanso mientras hacen de correos del zar.

Y a partir de ahí, un sucederse de escenarios apocalípticos en los que “algo tiene que pasar”. La cámara llega, nos regala una vista panorámica para que nos familiaricemos con la set piece y se pone en posición, casi en standby: testigo y a la vez verdugo de lo que está por venir. Así llegamos a la trinchera enemiga (¿la mina abandonada del western?). Al cementerio con los cerezos defenestrados (¿una fantasía japonizante en la que esperamos ver aparecer de un momento a otro a lady Snowblood katana en mano?). A la granja abandonada desde la que asistir a un combate aéreo (y aunque la campiña resulte por momentos inabarcable, nuestra cinefilia nos lleva a temer la súbita irrupción de unos bandidos de luengas gabardinas comandados por Henry Fonda). A la carretera infinita con vacas sacrificadas por doquier y que nos devuelve a los planos más sobrecogedores de aquella guerra de Irak narrada prácticamente en tiempo real (también). Y faltan todavía unas cuántas “pantallas” por superar: el puente con su francotirador, la sirena que trata de alejar al héroe de su propósito, el pueblo francés en ruinas con piromusical incluido, el río revuelto, el rezo antes de la carnicería y la nueva línea del frente hacia la que acudir bayoneta en mano y al trote.

Pero nada resulta trascendente. Únicamente persiste una falsa épica, lo más sencillo de recrear cuando se cuenta con presupuestos holgados. Sam Mendes ya se había acercado a la guerra con ojos mucho más críticos en Jarhead (2005). ¿Cómo es posible, en 2020, hacer películas de guerra que no sean abiertamente antibelicistas? ¿Cómo pueden salir tan bien parados unos mandos militares que –obsesión británica- siguen teniendo ese prurito de nobleza aristocrática, ese halo de upper class legitimizada para mandar al matadero a gentiles y sirvientes, veteranos y recién alistados?

Hasta el habitualmente buenista Steven Spielberg se las apañaba para reflejar el sinsentido de todo en la cada vez más incontestable Salvar al soldado Ryan (1998). Y también lograba un milagro infrecuente: equilibrar la brillantez técnica con la calidad emotiva. Lograr que importasen unos personajes a los que se les daba derecho a evolucionar a lo largo del metraje. Porque no se constituían en meros cicerones de una visita guiada por “los incomparables escenarios” de la Europa en llamas.

Pero hay algo todavía más preocupante que convertir el plano secuencia en un dictador que secuestra la puesta en escena, el trabajo actoral, la progresión dramática. La derrota de 1917 se vive en el plano de las ideas: ¿cómo es posible, una vez más, que una película como Senderos de gloria –filmada hace más de 60 años- indigne más que este acercamiento acrítico a la contienda? ¿Cómo es posible no haber aprendido la lección? La genialidad de Kubrick no se dirimía en los travellings siguiendo a Kirk Douglas en su avance suicida. Su maestría se demostraba en la intriga que tenía lugar en los despachos del alto mando francés, en los inocentes encarcelados, en el juicio militar, en la enemiga obligada a cantar para vergüenza de la tropa.

En 1917 el enemigo es una cosa informe y malvada. Te pega puñaladas por la espalda, ametralla rumiantes, quema iglesias, grita en mitad de las sombras revelando tu presencia. Es ladino y torticero, como todo enemigo deshumanizado que se precie. Por el contrario, el bando inglés afronta la matanza con entereza, humor autóctono, espíritu humanitario y, si me apuráis, pausa para el té de las cinco. En definitiva: unas friegas de orgullo nacional pre-Brexit, otro ejercicio de anacronismo patriota (y ya lo decía el coronel Dax: ese -el patriotismo- acostumbra a ser el último refugio de los canallas).

Mendes se ha quedado en la guerra idealizada, en la versión oficial. No ha sabido –o no ha querido- hacer ningún alegato, ninguna parábola. Por eso casi tiene su lógica que deje la realización en manos de los tecnócratas de la cinematografía: operadores de cámara, iluminadores y currelas del CGI que trabajan desde alguna ex–colonia sin engorrosos convenios laborales.

La lógica interna de los imperios en retirada, embelesados con los relatos de las glorias pasadas.

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