Americana 2015: hacía rutas salvajes

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Puesta en contexto. El origen del planeta de los indies

El cine norteamericano más convencional invade y bloquea semana tras semana nuestras carteleras. Es un hecho, casi una perogrullada. También lo es que sigue siendo el preferido por el espectador medio, ese que acude –como mucho ya una vez al mes- a su multisalas más cercano; el lugar que siempre mentamos como quintaesencia del horror y la molicie sin darnos cuenta de que, en realidad, no existen muchas más posibilidades. Incluso en una ciudad como Barcelona, los cines de sala única –y no digamos ya aquellos con una programación “al margen” del ritmo infernal ‘mira y olvida’ impuesto por las majors– pueden contarse con los dedos de una mano.

A la cinefilia, el cine venido de Los Ángeles y alrededores le ha prestado siempre motivos de controversia infinita: renegamos de sus franquicias, de su creciente falta de ambición artística y despotricamos de su calculada estrategia para promover falsos escándalos (desde la timorata Cincuenta sombras de Grey (Sam Taylor-Johnson, 2015) hasta la supuestamente irreverente y demoledora –pero en realidad, brutalmente inofensiva- The interview (Evan Goldberg y Seth Rogen, 2014)). Esa sobreexposición nos hace a menudo inflexibles, emitiendo juicios maximalistas y olvidando que, este año y sin ir más lejos, competían por el Oscar –el más establishment de los premios- cintas como Boyhood (Richard Linklater, 2014), Whiplash (Damien Chazelle, 2014), Birdman (o la inesperada virtud de la ignorancia) (Alejandro González Iñárritu, 2014) o El gran Hotel Budapest (Wes Anderson, 2014), herederas todas de una tradición cinematográfica que no renuncia al riesgo (dícese de las ganas de contar las cosas de siempre de maneras ligeramente distintas). Para mayor penitencia, compárese con el pulso que se vivió en los Goya entre las mucho más norteamericanas (sí, en el mal sentido) El niño (Daniel Monzón, 2014) y La isla mínima (Alberto Rodríguez, 2014). A pesar de la ridícula incursión –cuantitativamente hablando- del indie patrio, representado por Magical Girl (Carlos Vermut, 2014) y Loreak (José María Goenaga y Jon Garaño, 2014).

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Y ya salió la dichosa palabra: ¡independiente! ¿De qué, respecto a qué? ¿Tiene algo que ver la actual filiación de “independiente” que alguno todavía se empeña en reclamar para sí con el espíritu original del término? ¿Tiene algún sentido ponerse a discutir sobre semántica? Pues sí, porque cuando algunos dicen “indie norteamericano” suena a “sí, pero…” a “a pesar de todo”, a “colonialismo aceptable”. Se vislumbra que si seguimos en este juego absurdo –absurdo porque la única distinción que nos interesa es la existente entre cine perdurable y cine que quiere ser olvidado-, tendremos que acabar reconociendo que tenemos una alarmante falta de información para emitir juicio alguno. ¿Qué ha sido de aquél indie de principios de los 90, aquél que terminó fagocitado por conglomerados con ganas de diversificarse y festivales de alta montaña convertidos en dispensadores de sellos de autenticidad?

Mirad, una película independiente solía ser una que no había sido producida por los grandes estudios cinematográficos. Sinónimo, pues, de bajo presupuesto, de terribles estrecheces. Una mítica del “pico y pala” que –serie B al margen- cuenta con un Dios padre fundador: John Cassavetes. Hoy en día, esta definición –todo lo romántica y proletaria que queráis- se nos queda algo corta de miras, algo reduccionista. Y no sólo porque el indie se haya aburguesado –que también- sino porque por alargados que sean los tentáculos de la Motion Pictures Patents Company, se pueden contar historias personales –que no es necesariamente sinónimo de “minoritarias”- amparados por padrinos de excepción. Olvidaos del perverso socio capitalista.

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El Festival de Cine Independiente Norteamericano de Barcelona (la Americana, para entendernos) asumió e hizo suyas en su segunda edición todas estas contradicciones. Tanto da que la película la produzca Martin Scorsese o una iniciativa de crowdfunding. Esto no es una investigación sobre corrupción: nos la trae al pairo de donde sale el dinero. La única pregunta válida –algo maquiavélica, lo reconozco- sería: ¿el resultado merece la pena ser visto?

Sí, por supuesto. La gran mayoría de las cintas vistas en la sección Tops se hicieron merecedoras de un hueco en nuestra cartelera. Un hueco valiente, de esos que empiezan a habilitar las alternativas existentes a la mal llamada “distribución clásica”. Y, curiosamente, en esa imagen especular que nos ha devuelto la sección Back (rebautizada en su pase filmotequero como Los nuevos indies) se nos ha despertado la nostalgia por, digamos… otros tiempos más beligerantes.

Porque echando la vista atrás no sólo nos costó reconocer los derroteros actuales de algunos de los indiscutibles de antaño (Gregg Araki o Darren Aronofsky), sino que pudimos rescatar primeras películas de directores que bordearon la genialidad y ahora están desaparecidos en combate (Todd Solondz) o debuts impactantes de otros que han alcanzado la madurez sin amago alguno de docilidad (Todd Haynes, con crédito como productor en el último filme de Kelly Reichardt, Night Moves).

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Este es, pues, el itinerario que os propongo: una lectura en paralelo de las películas de antaño (Poison, Requiem for a Dream, Welcome to the Dollhouse, The Living End, Reservoir Dogs) enfrentadas a una amplia selección de cine contemporáneo USA que por circunstancias nada azarosas no ha llegado a estrenarse entre nosotros: Cheatin’, Dear White People, Kumiko, the Treasure Hunter, Life Itself, Little Feet, Night Moves y Rich Hill. Un recorrido entre intrincado y laberíntico –como esa entrada por la salida de emergencia a la sala 2 de los Cinemes Girona-, que nos llevará de la city de Chicago a las afueras de Los Ángeles (sí, esto empieza a parecer una canción country sobre la ruta 66), pasando por Fargo, Missouri o… coño, Tokio. ¿Qué pintará Tokio en todo esto?

Reservoir Ebert: lo nuevo, lo viejo y lo venidero

La vida de Roger Ebert –convenientemente espectacularizada- serviría también para ilustrar la batalla inmemorial entre lo serio y lo profano (y no seremos nosotros los que nos peleemos por adscribir al cine indie a ninguna de las dos categorías). Life Itself (Steve James) acaba cayendo en la hagiografía y en la falta de pudor a la hora de glosar los últimos días de la enfermedad de su protagonista, pero antes de asistir a este apocalipsis vital (un último relámpago sobre agua), nos da tiempo a conocer a aquél crítico de cine que ganó el premio Pulitzer, el muy influyente y temido Roger Ebert.

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Capaz de perpetrar un juicio por escrito en treinta minutos, glosador de más de 6.000 filmes y 50% de un tándem crítico y mediático (junto a Gene Siskel) que definiría el signo de la crítica norteamericana (“o es buena o es mala”, con el pulgar hacia arriba o hacia abajo, al viejo estilo del circo romano) durante quizás demasiado tiempo.

¿Vulgarizó Ebert su oficio? ¿Trivializó el cometido de su profesión? Lo suyo no eran los textos sesudos, pero lo cierto es que desde su tribuna de Chicago logró contagiar su interés por “hablar de cine” justamente en un momento en el que parecía que todo estaba cambiando de manera irremisible (qué decepción, para alguien que fue testigo de excepción del auge del New Hollywood, ver las últimas dos décadas de cine estadounidense). Ángel o demonio, lo cierto es que Roger logró la hazaña más envidada por cualquiera que escriba de cine: poder vivir exclusivamente de ello.

Lo mejor del documental son sin duda alguna los rifirrafes –alguno de ellos en off– con su querido enemigo Gene. Cuando juntas a dos tipos jodidamente competitivos, tremendamente cultos y convencidos, además, de tener la razón, el resultado es algo parecido a Sneak Previews, el programa de televisión donde airearon sus desavenencias durante cerca de un cuarto de siglo. Porque el paradigma de la cinefilia es ese: dos tipos discrepando en pleno patio de butacas.

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Aunque de repente, ya de vuelta a casa, me surgió una duda. ¿Qué opinó en su momento Roger Ebert de, por ejemplo, la ahora incuestionable Reservoir Dogs (1992), que también hemos podido recuperar durante esta edición de la Americana? Pues dijo que “vale, ahora que Quentin Tarantino nos ha demostrado que puede hacer una película como esta, que avance y haga una mejor” y en su reseña incluía frases tan manidas como “me gustó lo que ví, pero me esperaba más” o “a Tarantino no le interesan los personajes, pero eso sí, les hace hablar mucho” (http://www.rogerebert.com/reviews/reservoir-dogs-1992).

Roger no era infalible –ni falta que hacía: le bastaba con la vehemencia, las ganas de defender un parecer, el más importante: ¡el propio!- y su especie hace años que está en peligro de extinción. Le pese a quién lo pese, hoy en día cualquiera puede dedicarse a la crítica cinematográfica. Quizás la figura de Roger Ebert nos recuerda, eso sí, la única condición que debería de exigirse: escribir bien, al menos.

El bulevar de los sueños rotos

Kelly Reichardt es una de las directoras de cine más importantes y respetadas del panorama estadounidense. Dicho así suena contundente, máxime cuando cuenta en su haber con sólo cinco largometrajes. Pero es que dos de ellos son Old Joy (2006) y Meek`s Cutoff (2010), dos piezas de orfebrería donde a pesar de lo reducido del tamaño, todo funciona. No es el caso de Night Moves.

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Night Moves vuelve a ser una película vespertina –casi nocturna-, con unos colores desvaídos que transmiten a la perfección esa sensación de depresión latente en el tándem protagonista. Ambos son idealistas, sin que eso sea esta vez sinónimo de tener muchas luces. Y ambos deciden pasar de las palabras a los hechos, volando una de las muchas represas de un río.

La primera parte del filme nos narra, con precisión periodística, la preparación del atentado. Cómo logran hacerse con la materia prima para fabricar explosivos, cómo juegan a terroristas suplantadores de identidad. Dena (Dakota Fanning) recita sin parar los avasalladores datos del desastre mediambiental venidero, como si hubiera escuchado veinte veces las razones de Al Gore en Una verdad incómoda. Josh (Jesse Eisenberg), taciturno y aparentemente resolutivo, parece querer otras muchas cosas, cosas de esas que cuestan verbalizar…

En el segundo tramo asistimos a las consecuencias de sus actos. Porque su arrebato violento ha tenido “daños colaterales”: un campista ha muerto ahogado. El retorno a su cotidianidad (él trabaja en una cooperativa agrícola, ella en un spa muy cool con rollito zen) se ve dificultado por la asunción del crimen. ¿O es sólo el miedo cerval a ser descubierto?

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En Old Joy, el (re)encuentro con la Naturaleza rezumaba panteísmo y verdades calladas. En la también muy silente Meek’s Cutoff, una no-epopeya con colonos perdidísimos, la sospecha de que el camino no tenía retorno acababa abrumando al espectador. Un fatalismo inminente que en Night moves se convierte en dilación manierista, en sostenutto sin magia. Hasta en esa huída hacia el conformismo –tras un clímax algo ridículo entre los vapores de una sauna- la Reichardt se permite un plano con moralina: a Josh le aguarda un empleo de mierda vendiendo gadjets mochileros a unos urbanitas en eterna excursión virtual a través de las pantallas de sus smartphones. ¿De verdad, Kelly?

Y pensé esta vez en Requiem for a dream (2000), la maravillosa película de Darren Aronofsky. En los sueños rotos de aquella pareja que acababa esclava de sus adicciones. Esperanzas –en el caso de los unos de éxito, en el de los otros, de justicia verde- truncadas por el descontrol, la ambición o, por qué no, la ingenuidad. Darren utilizó para su crónica anfetamínica un montaje electrizante que nos remitía al estado de cuelgue de sus yonquis, acelerado o ralentizado en función del color de la pastilla escogida. En el extremo opuesto, la propuesta de la directora de Miami, despojando a sus antihéroes de pathos, a sus imágenes de cualquier atisbo de (impostada) belleza paradisíaca, a sus acciones de juicio moral alguno (excepto el tendencioso plano final). Reichardt no siente ninguna simpatía por ellos, algo que quizás también ocurría con la desamparada Wendy, el melancólico Mark o el presuntuoso Meek. Sólo que esta vez… esta vez nos ha quedado claro. Pero que mucho.

Todo por un sueño

En Wellcome to the Dollhouse (1995), nuestra desgarbada protagonista tenía un sueño feísta pero legítimo (y muy del agrado del director de Happiness (1998), Todd Solondz): agradar a cualquier precio, aunque ese precio acostumbre a ser la propia dignidad. Gustar a un compañero de colegio (o tal vez dos), a sus padres, a su hermana pequeña. Ser aceptada, huyendo así de una vida de humillaciones. Disney World funcionaba como irónico contrapunto: ese no-lugar que parecía justificar tanto abuso.

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Si volviésemos a encontrárnosla quince años después y fuese japonesa, Dawn llevaría una vida muy parecida a la de Kumiko, the treasure hunter. Desarrollando un trabajo alimenticio, casi autoimpuesto, en una de las sociedades desarrolladas más sexistas. Hablando con su madre por teléfono, muy de ciento al viento. Escuchando una y otra vez las mismas preguntas: que cuándo va a ser promocionada, que cuándo va a tener novio. Y… y con una nueva obsesión, claro.

La protagonista de Kumiko… alberga una quimera calenturienta: viajar a los EEUU para encontrar el tesoro, concretamente ese que esconde un personaje de ficción en Fargo (1996), la película de los hermanos Coen que presumía, desde su mismo inicio, de estar basada en un hecho real. El caso es que la cinta de estos otros hermanos (los Zellner) también está basada en un hecho real todavía más bizarro: el de una tokiota llamada Takako Konishi que en 2001 se fue hasta la frontera entre Minnesota y Dakota del Norte en pos del maletín que entierra el personaje de Steve Buscemi. Madre mía.

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Otra cinta partida en dos: la parte que se desarrolla en la capital del país del sol naciente (casi un drama costumbrista sobre la creciente alienación de Kumiko) y la etapa americana, resplandeciente y divertida a pesar del frío, la nieve y las mantas a manera de poncho. Todo ello para acabar con un epílogo que abraza el fantástico o, para ser más exactos… el cuento de hadas mórbido. Porque caperucita roja quizás no fue salvada por ningún leñador. Quizás ni tan siquiera logró salir del bosque.

Los ecos entre películas resultan incontables. Una buena samaritana le ofrece cama y trata de romper la barrera cultural recomendándole a ella, una japonesa, la lectura de Shogun. Un patrullero con mucho tiempo libre la lleva a un restaurante chino, para ver si los asiáticos se pueden entender entre sí. Y trata infructuosamente de explicarle la diferencia entre el cine documental y la ficción, un matiz que ella –como cualquier espectador acostumbrado a los senderos de la modernidad- no entiende. Incluso adivinamos la afinidad electiva que pudo tener con Kumiko uno de los productores, Alexander Payne, tan aficionado a seguirles la corriente a personajes que también buscan un premio –aunque no esté tan enterrado- en la mismísima Nebraska.

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Se tenga o no presente el filme de los Coen (aumentado y nos atreveríamos que decir que hasta mejorado recientemente en formato de serie televisiva), Kumiko, the treasure hunter resulta una delicia de principio a fin. Una banda sonora atmosférica, una fotografía excelente, un reparto tan escaso como convincente… imposible ponerle peros. Un filme triste y hermoso sobre una debilidad compartida: el creernos a pies juntillas las cosas que vemos en el cine, muchísimo menos inverosímiles que la realidad.

Minorías en el campus (no hagas lo que debas)

23 años atrás, Gregg Araki hizo una película sobre dos seropositivos huyendo a ninguna parte titulada The Living End. Hacía una década que el Sida tenía nombre, ocho desde la muerte de Rock Hudson, unos meses desde la de Freddie Mercury. Y el desconocimiento y los prejuicios campaban a sus anchas.

A Araki le salió un filme desesperanzado, tosco en lo formal, pero honesto hasta decir basta (compárese con la complaciente y “bonita” Dallas Buyers Club (Jean-Marc Vallée, 2013)). Un chapero y un crítico, ahí es nada. El uno ha vivido mucho, el otro ha escrito demasiado. Ambos son conscientes de su condición de apestados en una sociedad que no les va a dar la mas mínima oportunidad. Y buscan una playa, del mismo modo que Thelma y Louise encontraban su acantilado.

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Ser minoría en el primer mundo (en el tercero ni te cuento) es jodido. Nada nuevo. Pero es bien curioso cómo ha cambiado el enfoque en estas últimas dos décadas. ¿Conformismo, complacencia o triunfo en todos los frentes de lo políticamente correcto?

Esto viene a cuento de otra de las películas que conformaron la sección Tops: Dear White People, de Justin Simien. La era de la confrontación ha acabado: Spike Lee es ahora el abuelo cascarrabias de lo afroamericano y hasta un director negro se permite hacer chistes a costa de Haz lo que debas (1989). Curioso.

Consecuentemente con esa “normalización” algo impostada, los protagonistas de Dear White People habitan en diversas residencias universitarias del campus, con menos dandismo (pero más poserío) que los jóvenes enquistados en las aulas de la Academia Rushome (1996) de Wes Anderson. Una balsa de aceite, oye. En apariencia. Porque bajo esta supuesta paz social, se vislumbran tensiones y si, la dichosa palabra, prejuicios. Y de los gordos.

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Justin Simien logra hacer un filme agradable abordando temas muy, pero que muy desagradables. Y lo hace mostrándonos un mosaico representativo y crítico de su propia raza: la activista capaz de destapar hipocresías (pero incapaz de reconocer que se ha enamorado de un blanquito), el chico lindo que sólo quiere caer bien, la mujer que aspira a participar en un Gran Hermano y no encuentra la manera de ganar popularidad, el periodista que quiere que lo sitúen en el mapa sin traicionar a los suyos… ahí, precisamente, reside la sorna de Dear White People: auténticos arquetipos del cine más white llevados al territorio black. Y todo contado sin especial acritud: bastará con esperar a la vejatoria fiesta del final (por lo que veremos en los títulos de crédito, incomprensiblemente común en los campus de Norteamérica) para entender las intenciones del director: entretener y educar. Como ese glorioso El nacimiento de una nación (D.W. Griffith, 1915) que rueda la protagonista para darle la vuelta al compendio de tópicos que a veces no nos atrevemos a llamar por su nombre. Racismo, sí.

Sombras en el paraíso: Rich Hill y Little Feet

Bajo el irónico apelativo de Rich Hill emerge de entre las montañas de desechos una población cualquiera de la América profunda, menos de 1500 habitantes que parecen el resultado de varias generaciones de endogamia: miedo y asco en el medio Oeste, man. El “no future” incluso sonaría esperanzador en un villorrio sin recursos, con calles desiertas jalonadas de establecimientos que echaron el cierre hace años y habitantes que vagan por las mismas sin posibilidad alguna de encontrar un trabajo que les asegure la subsistencia.

Con un formato cercano al reality, Rich Hill (Andrew Droz Palermo, Tracy Droz Tragos) me retrotrae a alguna de aquellas películas olvidadas de la década de los cuarenta, aquellas que retrataban idílicas aldeas con su iglesia metodista, esforzadas madres sonriendo a cámara, niños chapoteando en el río, padres de familia arreglando el columpio del jardín y ese cargante sentimiento de “comunidad”. Supongo.

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En contraste, Rich Hill es un cúmulo de casuchas desperdigadas en las que malviven madres adolescentes, hombres incapacitados para asumir responsabilidad alguna y niños tarados a fuerza de golpes, genética y barra libre de farmacopea creativa. Entre la violencia, la idiocia y la derrota aceptada, la vida de los más jóvenes se mueve en un vacío existencial coronado por una preocupante falta de estímulos, tanto a nivel emocional como intelectual. Zombies que buscan algo que romper bajo el viaducto de la autopista, madres embotadas y abotargadas, vagos vocacionales que encadenan cigarrillos. Los amigos de explicaciones psicosociales encontrarán un carro y medio: familias desestructuradas, traumas infantiles y arrebatos de ira contra el que tenga la mala suerte de estar cerca de estas bombas de relojería con patas.

Eso sí, la bandera hay que sacarla a ondear a la menor oportunidad. Y el cuatro de julio, los preceptivos fuegos artificiales. Si crees vivir en un vecindario chungo, espera a ver Rich Hill, el paraíso del white trash sin pedigrí faulkneriano. Un retrato crudo y desencantado de los restos mortales de la otrora clase media norteamericana, la misma que paradójicamente sigue preguntándose cuales serían los beneficios de una reforma sanitaria o de un control más estricto de las armas.

Little Feet (Alexander Rockwell) vendría a ser un cuento-terapia filmado por un papá director de cine para explicarles a sus hijos cosas francamente dolorosas. Un filme en 16 mm. en el que se respiran las ganas por superar una pérdida –la muerte de la madre-, de seguir adelante, de pasar página.

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Un comienzo a lo Nadie sabe (Hirokazu Koreeda, 2004) nos hace temer un dramón enclaustrado sobre el abandono o la falta de entereza de un adulto herido. Dos niños se enseñorean de una casa bastante abandonada; la mayor parecer ejercer de tutora de su hermano pequeño: lo baña, le hace la comida, juega con él, le reprende. Sólo cuando concluye el día entra en escena el padre, hombre-anuncio que retorna al hogar todavía disfrazado tras su jornada laboral en una intersección de los arrabales de Los Ángeles.

La aparición de un vecino aventurero –navaja suiza mediante- revolucionará sus vidas, embarcándoles en una jornada en pos del océano, ese todo al que devolver un pececillo solitario. No es mucho más, Little Feet. Pero su sencillez está impregnada de genuina melancolía, asfalto, carritos de la compra y apóstoles que señalan el camino, dan sabios consejos y regalan bichos disecados.

En definitiva, una fantasía infantil con la que abordar el más adulto de los temas: la muerte.

Epílogo sobre la radicalidad. Ella, tan necesaria

Todd Haynes, el director de Velvet Goldmine (1998) o Lejos del cielo (2002) tenía treinta añitos recién cumplidos cuando rodó Poison (1991), vista en la sección Back. Bill Plympton, prácticamente setentón, nos regaló Cheatin’ en Tops.

Una y otra son posiblemente los dos filmes más radicales vistos en esta edición de la Americana. El primero, una inclasificable historia sobre la homosexualidad, el miedo al contagio y la irrupción en nuestras vidas de lo extraordinario. El segundo, un ejercicio de virtuosismo animado del ya de por sí muy virtuoso Plympton.

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No os voy a engañar: aunque había oído hablar mucho y muy bien de este animador estadounidense, sólo conocía su falso documental sobre un titulo clave (o no) del western: Guns on the Clackamas (1995). Su sentido del humor absurdo y su capacidad para recolectar poesía de la extrañeza encuentra en el cartoon su medio de expresión ideal. Lleva pariendo cortometrajes desde hace 40 años y de vez en cuando se marca un largo con dibujos animados la mar de adultos… como esta Cheatin’.

Un flechazo en plena feria tras ser salvada de la electrocución en los autos de choque por un mazas enamoradizo. Una vida en pareja razonablemente feliz, a pesar de tener un empleo en una gasolinera donde la tentación sube y baja de deportivos rojos que vuelan a ras de suelo. Y un equívoco malévolo que desencadena el drama del título: el supuesto engaño, la infidelidad que dará pie a una cascada de promiscuidades y apresuramientos de motel de carretera. Hasta que la susodicha tome cartas en el asunto y tire de máquina del tiempo para beneficiarse a quién siempre fue suyo…

Imaginativa y repleta de fugas líricas, Cheatin’ tiene un acabado artesanal, de otro tiempo. Y sin embargo, es modernísima y adulta, lo cual la veta para ser nominada a ese apartado infantilizado a perpetuidad (mejor película de animación) por los miembros de la Academia. Una pena.

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Para concluir, una última mirada por el retrovisor. Porque son las posibilidades de rescatar filmes como Poison (1991) las que justifican y hacen grandes a los festivales de cine. Una auténtica ida de olla que estimula y desasosiega por igual; tres historias con formatos casi antagónicos: el lirismo de un musical como Camelot (Joshua Logan, 1967) mezclado con el blanco y negro paranoico de La invasión de los ladrones de cuerpos (Don Siegel, 1956) y un documental con estructura de encuesta. Como machihembrar un Herzog con Matadero 5 (George Roy Hill, 1972) y Equus (Sidney Lumet, 1977), vamos.

Queremos más filmes locos, más historias a tumba abierta. Eso es lo que esperamos de los indies, cualquiera que sea su país de origen. Así que el próximo año volveremos a pasar el fin de semana en que se concedan los Oscars ajenos a la marabunta, descubriendo ese cine norteamericano que sí merece mejor fortuna.

…aunque sigamos sin perdonar a “ese otro”, el que logra que una historia de machismo y cuero sudado acapare 1020 salas de cine de nuestro país.

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