Cultura, arte y dignidad de los nadies
Este periplo extrañamente reivindicativo que gloso a continuación (y digo extraño viniendo de una ciudad como Barcelona, acostumbrada a exposiciones con grandes nombres que pueblan de cartelas los dos lados de Paseo de Gracia con un único objetivo: convertirse en un evento masivo e “indispensable”) arrancó en el Palau Robert. Una muestra pequeña, arrinconada en un extremo del parque: El camino de Tohoku. Enmarcada en ese año dual que ahora acaba (una celebración de los 400 años de relaciones entre España y Japón), no se trata de otra apología de la cultura nipona, abandonada –eso sí- cualquier tentación de exotismo a la moda. No, El camino de Tohoku nos devuelve a algunas de las prefecturas que resultaron más afectadas tras el terremoto de marzo de 2011 para mostrarnos… cómo se las están apañando sus habitantes para volver a levantarse por enésima vez. La solución parece sacada de un anuncio de Canon o Nikon: aunar tradición e innovación. O concretamente, volver la vista hacia atrás (si se prefiere, pararse y repensar el futuro, esa cosa que de vez en cuando hacen algunos países) y preguntarse cómo se hacían las cosas, esas mismas que llevaban unos cuántos siglos funcionando. ¿Es posible volver a apostar por la acción comunitaria, por la artesanía en el país tecnológicamente más avanzado del mundo? ¿Por la manufactura en el reino del control numérico y el ‘just in time’? Pues sí, en el noreste del Honshu (alejados de la ultramoderna Tokio), es posible. Quedan pocos, tampoco vamos a exagerar. Pero están dispuestos a pasarle el testigo a una generación convencida de que hay que vivir de una manera más sencilla, aunque aquí la razón sea tan pragmática (tan budista, incluso) como que en cualquier momento todo puede volver a temblar bajo tus pies y tener que volver a comenzar. De hecho, uno de los inventores de una especie de bolígrafo-tentetieso que siempre permanece en posición vertical bromea con la posibilidad de utilizar su artilugio como sismógrafo. El cuero vegetal convive con ancestrales técnicas de lacado, juguetes para niños con aparentes innovaciones constructivas basadas en el ensamblaje (sin un clavo o argamasa de por medio, un rasgo característico de la arquitectura nipona desde mucho antes del periodo Edo), el repujado con el soplado del cristal. Lejos de las grandes urbes, el Japón de 2014 parece querer dar un paso hacia atrás, mirar al siglo XIX y entender en qué momento se olvidaron de qué es estrictamente necesario para… vivir dignamente. Porque nadie está hablando de practicar una economía de mera subsistencia. Más abajo, a la altura de la calle Aragón, Kerry James Marshall remacha este discurso en la fundación Tàpies. Nacido en 1955 y residente en Chicago, lo cierto es que este polifacético artista forjó su conciencia (de clase, de minoría a perpetuidad) en la costa Oeste, en las malas calles de Los Ángeles. Su obra es una reivindicación del hecho de ser negro, de haber estado siempre ahí… y no salir apenas en los libros de historia. Barriadas limítrofes, pin-ups airadas, cómics que anuncian la llegada del primer y genuino black superhero, fotografías torcidas que retratan una cotidianidad contrapunteada con campas desiertas donde se respira el miedo; algún cadáver todavía caliente, un policía mostrando su placa. Retratos aristocráticos de los que nunca salen en ellos (no, no vimos a muchos negros en traje de gala en los cuadros de Sargent). Rostros de negros sobre fondo negro. Instantáneas de felicidad melosa robadas de Fragonard pero con nuevos e inéditos protagonistas. Kerry James Marshall aboga por la normalización, por el orgullo, por la memoria. Y ya empezamos a vislumbrar un rasgo en común en estas tres exposiciones: rescatar a los invisibles de entre las sombras y la bruma. A los que tejen la ropa que llevamos, a los que podan los setos en las urbanizaciones de lujo. A los que hacen cola en la oficina de empleo. De hecho, estos últimos son cualquier cosa menos invisibles en este país. Si se les quiere ver, claro está. Si no giramos la cara mecánicamente, como ante esa mano que ya no sabemos si pide dinero o ayuda a la salida del metro. Porque en La Virreina me aguarda el impactante tributo de Francesc Torres y Mercedes Álvarez a los nadies. A esos que todos conocemos, vamos. El año pasado el pabellón catalán en la Bienal de Venecia llevó por lema 25%. Ni más ni menos que un número sangrante e insultante: nuestra tasa de paro. Acusado continuamente de ombliguista y de mostrar un perpetuo desapego por la realidad, el arte contemporáneo acudía a una de las citas más importantes de la temporada con un trabajo emocionante, comprometido, profundamente humanista. La idea era sencilla. Escoger a ocho personas en el paro e involucrarlas en un proyecto por el que serían convenientemente remunerados. Un proyecto artístico que pone nombres y apellidos a cualquiera de nosotros, a través de ocho realidades que representan a la perfección a los millones de personas convertidos en “efectos colaterales” de una crisis interminable, porque interminable es la codicia que lo motivó. Las fotografías en blanco y negro de Francesc Torres nos sumergen en su día a día. Camas por hacer, comedores, familia, animales de compañía. Entornos sociales diversos, pasados que nos recuerdan a
los de familiares, amigos. Cada espacio presidido por la fotografía monumental del desempleado, revestido así de una nueva condición icónica, de una dignidad que está muy por encima de su pasajera circunstancia actual. A cambio se les pide que se embarquen en un juego algo perverso: elegir una pieza cualquiera de un museo de arte contemporáneo (el MACBA de Barcelona) y contraponerla a un objeto personal, buscando así un juego de asociaciones, de subconscientes revelados, de lapsus mentales. Desde un ladrillo roto a un cubo de metacrilato por cuyas aristas gotea agua condensada. De un tapiz kitsch conformado a partir de remedos a una escultura de Oteiza. Y en frente, algo de ellos, personal e intransferible. Una foto en desvaídos colores de Osiris. Una máquina de afeitar que perteneció al padre y lleva años sin ser limpiada a fondo, porque al hijo le gusta la idea de que su pelambre conviva de alguna manera con la del patriarca. El retrato de un hermano muerto. Una bella durmiente pétrea y hortera. Una virgen de las conchas. Mercedes Álvarez filma la incursión en el museo, la elección de las piezas, las razones (de haberlas y de quererlas contar sus participantes). El MACBA se convierte así en un volumen con algo de carcelario, una burbuja que protege / aísla de un exterior en continuo movimiento. Las personas (que no personajes) esperan pacientemente, como si estuviesen en una sala blanca cualquiera de una consulta médica. Se les ve remisos y poco dispuestos, como si no las tuvieran todas consigo. ¿A quién le gusta quedar expuesto de esta manera? El resultado –perfectamente estrenable en una sala cinematográfica- son ocho instantáneas dolorosas, sí, pero sutilmente esperanzadoras. Un retrato acrisolado de una sociedad tocada, en reconstrucción, en pleno estado de confusión. Desde los páramos desolados de Japón a los guettos de Chicago, pasando por Barcelona (la real, no la que elogia el enésimo plan de su alcalde para convertirla en una galería comercial sin solución de continuidad). Cada vez se escucha más claro y más fuerte. Aunque de momento pueda sonar a lamento. Que no, que ya nos ponemos en pie. Renqueando (¿qué esperabais?). Y entonces el lamento se transformará en grito y los gritos (y de esto el arte sabe un rato) acostumbran a preceder a los cambios. Que así sea.