‘Ocho horas no hacen un día’ (1972), de Rainer Werner Fassbinder. Las cosas son como son

“Los valores y estructuras que permanecen hoy día son aceptados como democracia… si les sumamos un desarrollo regresivo, pueden conducirnos a algo que puede ser un Estado en el que yo no deseo vivir.” R.W.F.

Rainer Werner Fassbinder: nacido tres semanas después de formalizarse la derrota total de Alemania en la Segunda Guerra Mundial y muerto a los 37 años tras dedicar 15 de ellos en cuerpo y alma (¡y qué cuerpo más maltratado y qué alma más oscura!) a la realización cinematográfica. Tiempo suficiente para convertirse en padre putativo de Pedro Almodóvar y Xavier Nolan, en el eslabón perdido entre la crueldad intolerable de un Erich von Stroheim (¿acaso no hubiese nacido también Fassbinder, de haber podido elegir, en el Imperio Austrohúngaro?) y el romanticismo del lobo solitario tantas veces cantado por Aki Kaurismäki. Tres directores empeñados en glosar las odiseas de perdedores vocacionales.

Durante la parte más álgida de su brevísima carrera -los años 70, por supuesto- Fassbinder alternó rodajes para la pequeña y la gran pantalla. Todo iría a desembocar en la más ambiciosa producción para el medio televisivo rodada en Europa hasta aquel entonces: Berlin Alexanderplatz (1979). Lo cierto es que del grueso de su trabajo para el medio poco habíamos sabido hasta las recientes intervenciones llevadas a cabo por la Rainer Werner Fassbinder Foundation (de 2017 data la primorosa restauración de la presente, partiendo del material original en 16 mm).

Fassbinder fue de los primeros en entender -con el permiso de papá Rossellini, por supuesto- la libertad de la que le dotaba a uno el medio televisivo. A su manera, también con afanes didácticos -no tanto el de “instruir” a las masas como el de despertarlas, hacerlas conscientes del orden antinatural de las cosas-, Fassbinder adapta su cinematografía a las obligaciones de un rodaje más espídico… pero no rebaja ni la calidad ni su nivel de autoexigencia. Prueba de ello es que entre 1970 y 1979 rueda 16 películas y… ¡otras 16 producciones para la televisión! La conclusión es clara: conocer sólo el cine de Fassbinder es conocer el 50% de su mundo.

Entre abril y agosto de 1972, junto antes del comienzo de las olimpiadas de Munich, Fassbinder rueda estas ocho horas -que debían de haber sido 12 y media-. La serie se iniciaba con una entradilla al amanecer, entre las cinco y las seis de la mañana. Una oscuridad que da paso a la penumbra y termina en mañana clara, en la que vemos desfilar coches de la basura en formación, operarios barriendo las calles, los primeros tranvías circulando… al cierre de cada episodio el sol sale de nuevo, pero esta vez sobre el perfil recortado de un complejo fabril.

Una epopeya obrera que arranca en el ámbito familiar, quién sabe si para justificar las intenciones primigenias de la producción (se trataba de “una serie familiar” según la catalogación del canal WDR, la televisión pública regional -las “terceras cadenas” para los alemanes- de Renania del Norte-Westfalia). Ocho horas no hacen un día comienza con la celebración del cumpleaños de la abuela en una casa que responde al agonizante modelo familiar por excelencia (hasta tres generaciones conviviendo bajo un mismo techo, cuadrito de reno bramando junto al lago presidiendo el comedor). Una hija felizmente casada con un alcohólico amigo de las trifulcas y otra hija solterona; dos nietos desnortados: la una infelizmente casada con un maltratador, el otro currante en una fábrica.

Nos quedamos con este último, Jochen, que conocerá a Marion (otra de las vapuleadas musas fassbinderianas, Hanna Schygulla) forcejeando con una máquina expendedora de pepinillos. El flechazo es inmediato: los marginales se identifican al instante en el cine de Fassbinder.

Los dos conforman la (no tan) dócil fuerza de trabajo germana: él se dedica a la elaboración de máquinas-herramienta, ella es la responsable de la sección de anuncios breves en un periódico local. 

El segundo capítulo se centra en el periplo en pos de una vivienda de la abuela y Gregor, su “amante”. Un auténtico repaso al estado de la nación alemana (la RFA, que faltaban todavía dos décadas para la reunificación). Y Fassbinder no se ahorra una: alquileres inasumibles para la tercera edad, cierre de bibliotecas públicas, escasez de guarderías, pasividad de la administración…

La creciente conflictividad laboral centra los últimos tres episodios. Partiendo con el pulso entre un posible capataz por promoción interna (Franz) y otro por imposición empresarial (Ernst). El giro es realmente genial, uno de los destellos de aparente ingenuidad de la serie: el nuevo en realidad quiere dedicarse a la docencia y ayudará al más veterano a superar su examen y arrebatarle el puesto. Una moraleja que hubiese indignado a Marx, pero que en el universo fassbinderiano se integra como otro acto de amor (y como tal, genuinamente desinteresado). 

La cuarta entrega bascula alrededor de las desavenencias entre Monika (la hermana de Jochen) y su estólido marido (Harald), aislado en un significativo plano junto a un retrato del kaiser prusiano. Las ganas de libertad enfrentadas a la norma, a lo inamovible. La separación inminente se teatraliza durante la celebración de un bodorrio, apoteosis etílica que parece sacada de un cuadro de Pieter Brueghel el Viejo.

En el último episodio -un auténtico curso de marxismo para principiantes- nuestros siete magníficos se involucran en el proceso productivo de la empresa, repartiéndose la carga de trabajo y obteniendo hasta un bonus por lograr hacer frente al pedido en menos tiempo del estipulado. Una hermosa trampa que no cambia nada, porque los medios productivos no les pertenecen.

La empresa decide cambiar de ubicación y las exigencias de los afectados son sorpresivamente atendidas y tenidas en cuenta. Pecata minuta: a cambio el trabajador deberá de emplear más tiempo en sus desplazamientos, quizás hasta cambiar de casa y de colegio a los niños. Nuestro Jochen -entusiasta, pero pardillo- va entendiendo paulatinamente cómo funciona el sistema…

La clase media más conformista, la encarnación de la tantas veces loada “locomotora alemana”, hace las veces de coro griego. El compañero de trabajo que cree indefectiblemente en las buenas intenciones de la empresa (genuino Judas en prácticas) y que no oculta su xenofobia militante hacia los europeos del sur. La ciudadana ejemplar que confía en la policía y desconfía de obreros embrutecidos y salpicados de grasa. Ese remanente que fue imposible desnazificar, ese ligero hedor a pureza aria y aristocracia de tendero resentido con todo aquél que no se planta ante su escaparate con ánimo comprador.

La estética televisiva puede ser distinta (esos zooms que terminan en primeros planos, esos cortes previa fuga a un florero) pero la ética es la misma. Por el camino, media docena de digresiones geniales: desde un striptease con banda sonora de Ennio Morricone a una abuela substituta para que el cabeza de familia puede seguir presumiendo de poder, pasando por un italiano coñazo que aprovecha la boda de los protagonistas para compartir recetas.

Fassbinder se la había colado y de qué manera a la WDR. El costumbrismo era la pátina, el barniz tras el que se enunciaba todo un programa político. Por supuesto que se trataba de ideologizar a las masas: aquél falso “mundo feliz” derivaba capítulo a capítulo hacia un conflicto irreconciliable entre la economía capitalista (la Alemania occidental encarnada por la RFA) y el enemigo amado de la RDA.

En el país, eran los tiempos de Willy Brandt y aquella socialdemocracia (el SPD alemán) dispuesta a liberarse de la etiqueta marxista; simplificar el discurso, ampliar la base y reconocer tácitamente un sistema económico. Pero Fassbinder se movía en otras coordenadas: las de no dar nada por descontado, las de no rendirse ante el nuevo orden (ese que hoy campa a sus anchas sin oposición alguna). No bajar la cabeza y soltar alguna muletilla derrotista (“las cosas son como son, así funciona, es lo que hay…”). Porque después de todo la jornada laboral de ocho horas no es per se la vida de nadie: desde el mismo título R.W.F. nos recuerda que lo que “hace el día” es lo que hacemos con el resto del tiempo: frecuentar a los nuestros, emborracharnos con los compañeros de trabajo, construir castillos en el aire. Soñar, por qué no, con una Revolución en el ámbito más cotidiano.

Su intentona -extrañamente optimista en comparación con el resto de su obra- obtuvo cuotas de pantalla inimaginables hoy en día. Y fue cancelada en la quinta entrega (originalmente constaba de 8 episodios), evitando así que el público alemán se identificase en exceso con aquellos obreros que claramente tendían a la sindicación, con aquella familia que se estaba desintegrando a cámara lenta, con aquellas parejas a las que Fassbinder tenía reservadas muchas cosas… excepto la felicidad, por supuesto.

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