‘Nippon: Furuyasahiki Village’ (1982), de Shinsuke Ogawa. No hay ciencia sin poesía

“Para mi no hay diferencia entre seguir a un campesino o abarcar la totalidad de los problemas de Japón”. Shinsuke Ogawa

Era en Sapiens, un inteligente best-seller alrededor de los supuestos hitos de nuestra evolución, donde el historiador Yuval Noah Harari se atrevía a definir la revolución agrícola como “el mayor fraude de la historia”. ¡Alguien tenía que decirlo!

Con todas sus ventajas, el paso del hombre cazador-recolector al sedentarismo laborioso del monocultivo –ya fuese el del trigo o, en el caso que nos ocupa, el del arroz- supuso un sacrificio grupal importante, la implantación de una nueva cultura del esfuerzo y la aparición de una serie de excedentes que sentarían las bases del comercio y del capitalismo.

Nacerían las ciudades. Y empezarán a morir, casi desde el minuto uno, los pueblos que las abastecerían. Uno de ellos podría ser este Furuyashiki, perdido en una remota zona montañosa del Japón.

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A finales de los setenta arriba al valle el director de cine Shinsuke Ogawa, una mezcla perfecta entre etnógrafo y profesor coñazo de clase de ciencias. Y se dedica a levantar un mapa económico y social de la zona, centrando sus pesquisas en las gentes que lo habitan (no llegan ni a diez familias), sus quehaceres cotidianos y sus interminables jornadas en los arrozales, ese pan asiático que se enseñorea de los paisajes nipones.

Ogawa centra su estudio –porque así se plantea la película- en un año especialmente adverso para los agricultores. ¿Las causas? Unas temperaturas ligeramente inferiores a las acostumbradas que desplazan la floración del arroz de comienzos de agosto al último día del mes. ¿Por qué ocurre esto? ¿Se puede encontrar algún modelo para describirlo? ¿Qué áreas resultan más perjudicadas?

Como si de un diario de campo se tratase, la pantalla se llena de anotaciones, de opiniones sobre el terreno, de datos que complementan la investigación. El método científico hecho arte: estadísticas, comparativas de registros anteriores, acotación de las zonas más afectadas, búsqueda de motivos, elaboración de hipótesis. Ingeniería agrónoma en acción: a Ogawa no le importa darnos la chapa durante tres cuartos de hora, como aquellos profesores de universidad enfrascados en sus demostraciones en la pizarra y de espaldas a su abrumada audiencia. Los arrebatos poéticos se los reserva para el prólogo y el epílogo; el resto es una exposición pormenorizada de por qué cree que ocurren las cosas, así como del papel del hombre a la hora de moldear la tierra y modificar de manera permanente su entorno.

Furuyashiki no es ni mucho menos idealizada, como en la novela norteamericana de entreguerras, empeñada en sacralizar a habitantes del villorrio y escritas desde el privilegiado punto de vista de un narrador omnipotente y algo piadoso (estoy pensando en Winesburg, Ohio de Sherwood Anderson). Ogawa rueda para la posteridad: sabe que si algún día desaparece toda esta gente (algo que posiblemente ya haya ocurrido en este 2018) o si los cedros acaban substituyendo a los arrozales… siempre se podrá recurrir a su película para saber cómo eran las cosas. Incluso para reconstruirlas, si se quiere.

Porque –y ya que estamos con novelas- igual que se dice que Dublín podría recrearse desde cero partiendo del Ulises de James Joyce, Furuyashiki podría refundarse a partir de las tres horas y media de odisea científica y humana en 16 mm. Y digo también humana, porque en el tercer acto –tras explicarnos la importancia de ciertos nutrientes para el cultivo óptimo del arroz, ¡ahí es nada!- Ogawa entrevista a los últimos sufridores o, siendo optimistas, a la penúltima generación vinculada al campo. Que en Japón es lo mismo que decir a la Tierra, a los dioses.

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Conoceremos a supervivientes de la Segunda Guerra Mundial. A tipos que creían ir a correr una aventura –con su trompeta o su orgulloso estandarte- y se descubrieron combatiendo en Manchuria, en las Filipinas, en Nueva Guinea. Algunos fueron conscientes de inmediato de su escasa suerte, alistados contra su voluntad y separados de ese paisaje-emoción que tan bien conocían. Otros se presentaron voluntarios, dispuestos a hacer una carrera en el ejército, quizás la única manera de asegurarse una pensión. Los más afortunados regresaron con medallas en el pecho y una amargura –sin gloria y sin Emperador divinizado- que les acompañaría de vuelta a su lugar de nacimiento, esas montañas que en algún momento estuvieron bajo el mar.

A las mujeres les tocó aguardar, apechugar y sufrir tanto por los presentes como por los ausentes. Las suyas son historias de legajos de papeles firmados por el Alto Mando, de noticias de hijos desaparecidos en acción o, más probablemente, muertos de hambre o malaria. De bonos del Estado carentes de valor pero celosamente guardados tras el altar de los ancestros familiares.

Ogawa, metomentodo y poco amigo de las convenciones sociales –incluso mal educado, atendiendo al standard japonés- se sienta junto a ellos en sus tatamis, les pide que le muestren sus tesoros y se regodea haciendo unas preguntas que no buscan ahondar en el sufrimiento, sino dejar testimonio.

Paralelamente acompañaremos a carboneros o cultivadores de la sericicultura (el cebado de gusanos de seda a base de hojas de morera) para entender las formas en que se ganaron la vida los habitantes de la región, conociendo incluso alguna época de bonanza entre tanta privación.

Shinsuke Ogawa (1935-1992) y su aguerrido equipo de filmación se pasaron un cuarto de siglo tratando de levantar acta de un estilo de vida que tocaba a su fin: las tradiciones, los oficios y los héroes anónimos empeñados en perpetuarlas. Consciente de estar asistiendo a todo un cambio de paradigma (mental, espiritual y social) lo filmó todo obsesivamente, como un arqueólogo convencido de que la tumba recién desenterrada se desintegrará en cuestión de días delante de sus ojos.

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Ogawa y compañía logran lo increíble: individualizar al japonés –siempre tan amigo de definirse a través de la colectividad-, dotándole de una voz y unas opiniones que nos parecen inéditas por la sencilla razón de que nunca antes se había logrado romper la barrera invisible de unos usos sociales que no son más que el remanente de lo que Donald Richie definió como “el control del Estado en Japón”.

El resultado de esta odisea fueron Heta Village (1973), A Japanese Village: Furuyashikimura (1982), Magino Village: A Tale (1987) y la póstuma Red Persimmons (2001). Un trabajo obsesivo que se ha convertido en un material pedagógico de valor incalculable y que os permitirá conocer cuán en serio se toman el trabajo los japoneses (tanto los filmados como los filmadores), asomándoos de paso a los últimos reductos no occidentalizados de un Japón que, tan sólo tres décadas después… ya no existe.

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