‘Victoria’, de Sebastian Schipper: resacón en Berlín

No acostumbran a importarme especialmente las motivaciones de los personajes en el cine concebido para mayores de edad. Ni tan siquiera la “verosimilitud” de la trama o la supuesta coherencia de sus actos: el surrealismo debería de tener más acólitos, sobretodo en la Europa del esperpento continuado. Y sin embargo, ha sido esto (¿lo errático de sus comportamientos?) lo que me ha tenido dos horas y veinte absolutamente fuera de la historia (o de la gincana con premio de consolación) que trata de contarnos Sebastian Schipper, a rebufo siempre de sus cinco protagonistas a la carrera.

La proeza técnica es bien conocida, hasta el punto de haberse convertido en el principal argumento de venta del filme: ciento cuarenta minutos rodados de un tirón. Sin cortes, oye, virguería por la virguería que le vale al cámara un merecido puesto de honor en los títulos de crédito. Una toma única de planificación imposible –por muy alemanes que sean- y que deja algunos momentos en suspenso, apelando a la incertidumbre, a la buena suerte o al oficio de sus jóvenes actores. Y eso unas veces funciona… y otras veces no.

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Pero empecemos por el principio. Una española lleva apenas tres meses sobreviviendo en Berlín, el nuevo El Dorado –junto a Londres, quizás- de la juventud de acá que menos se resigna. El director se toma su tiempo para presentárnosla, materializándola entre los otros cuerpos difusos que pueblan una discoteca de la capital, tan solitaria ella que está dispuesta a compartir chupitos con el camarero. Allí es donde trabará conocimiento –con una confianza desorbitada en la amabilidad de los extraños- con unos tipejos que le causarían desconfianza a la mismísima Heidi. El uno va totalmente taja, el otro juega a galán multicultural, el de más allá acaba de salir del trullo… espléndidos cicerones para conocer el Berlín “más auténtico”.

Primero de los muchos “hechos extraordinarios” que pueblan la cinta (los americanos los definirían como ‘WTFs’): que nuestra Victoria se una alegremente a esta chupipanda patibularia. ¿La soledad de la emigrante en la gran urbe? ¿La gente de Madrid, que es muy abierta? ¿El haberse pasado tantas horas de su vida encerrada en casa tocando el piano la ha convertido en un alma solitaria sedienta de conversación? ¿Qué ella también lleva un puntillo y la euforia es lo que tiene?

A nuestra mileurista –no, eso no ha cambiado- en el extranjero debe de costarle Dios y ayuda llegar a fin de mes… y sin embargo abandona su puesto de trabajo a las primeras de cambio, cuando cuatro tíos que ha conocido hace una hora le piden que conduzca un coche que acaban de robar delante de sus narices. Y aquí podréis decirme que ella es un pedazo de buena persona, que soy un desconfiado patológico, que la ingenuidad nunca es culpable de nada, que las Amélies de este mundo siempre habitan en los arrabales de las ciudades con encanto. Ya.

…pero es que acto seguido va a descubrir –por pocos conocimientos que tenga del idioma de sus interlocutores- que la aventura consiste en atracar un banco a mano armada, darse a la fuga y entregarle una parte del botín al mafiosete de turno. A estas alturas, diréis, estará dispuesta a poner pies en polvorosa, a huir Unter den Linden abajo como alma que lleva el Diablo, por mucho que le guste la marcha o la solidaridad obrera. Que el instinto de supervivencia terminará por imponerse, vamos. Que…

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¡Qué va! No solo decide secundarles en su noche delictiva, sino que socorre a un miembro del grupo en pleno ataque de pánico. Contra todo pronóstico, nuestra élite del crimen desorganizado sale airosa de la empresa, para llegar entre todos a la conclusión de que la machada merece ser celebrada. Y que lo mejor que pueden hacer es volver a la discoteca donde se conocieron, en una especie de eterno retorno que demuestra a las claras que la idiotez no conoce de fronteras.

El tour de force acaba en un hotel de postín tras romper un cerco policial disfrazándose de choni y pillando prestado un bebé, con nuestra protagonista teniendo una crisis –que se manifiesta con una transformación en alien que incluye la emisión de gran cantidad de fluidos gástricos- y tomando una decisión pragmática (y en total contradicción con esa actitud venada de la que ha dado muestras en todo el metraje anterior).

Victoria es como Al final de la escapada, pero con protagonistas que actúan como Los idiotas de Lars von Trier, rozando en este caso la estupidez congénita (tampoco es que el Belmondo del clásico godardiano tuviese muchas luces, la verdad). Una entrega de “autor” de Resacón en Las Vegas en la que el tatuaje inexplicable del día siguiente se convierte en atraco a las seis (de la mañana) y… ¡y que no decaiga, oye! ¡Subidón, subidón! Cuando ningún personaje muestra ni el más mínimo atisbo de cordura, todo acaba deviniendo inverosímil hasta rozar el ridículo.

No es casualidad que Sebastian Schipper tuviese como productor de su primera película a Tom Tykwer, el director de Corre Lola, corre (1998), en la cuál también tenía un papel como actor. Son muchos los puntos en común de esta Victoria con la Lola de su mentor. Ambas poseen una cualidad cinética, aunque el personaje “de dibujos animados” interpretado por Franka Potente se troque en una Alicia (la catalana Laia Costa) en el país de las Maravillas Etílicas. Por el contrario, Victoria confunde el frenesí del clímax con el histerismo (mucho grito y mucho traqueteo no alcanzan a maquillar lo evidente: ese viaje a ninguna parte de la cámara en el asiento de atrás del coche, yendo y viniendo del cogote del uno al silabeo inconexo del otro). Y si Corre Lola, corre era modélica en su utilización de la música electrónica, Victoria pretende guiar descaradamente al espectador en sus emociones, valiéndose de una banda sonora pensada para los descansos, interludios pretendidamente poéticos en los que la película da la sensación de agotamiento, de no tener mucho más que contar mientras todos nos reponemos y tomamos aire.

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Me queda la duda. La duda de cómo hubiese funcionado el invento si en lugar de acumular aconteceres –si en lugar de primar la acción- el realizador alemán se hubiese contentado con contarnos un romance fallido en la madrugada berlinesa. Con las mismas premisas, con la misma brillantez técnica. Antes o después del amanecer.

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