Sobreviviendo a Godard (y a los godardistas)

“Jean-Luc no es el único que filma como respira, pero sí es el que respira mejor”. François Truffaut

La vida de cualquier cinéfilo -lo quisiese él o no- ha quedado marcada en estos últimos 60 años por una única cuestión: su relación con el cine de Jean-Luc Godard. Cómo lo percibe, cómo la valora… cómo lo defiende o cómo lo ataca.

Siendo un director al que odié cordialmente durante un par de décadas (para luego tolerarlo y finalmente apreciarlo, sin ser nunca -ni por asomo- uno de mis esenciales) posiblemente haya sido aquél que más tiempo le ha robado a mi pasión. Innumerables horas perdidas con amigos, conocidos y gentiles desconocidos practicando la esgrima verbal. Escuchando alabanzas sin límite, denigrándolo a coro, reconociéndoles a sus groupies una facilidad encomiable para hacerme creer que me estaba perdiendo al más grande autor (vivo y ahora muerto) del mundo mundial. En la disciplina artística de mi elección, porque Godard era (es, será) el Luis XIV de la autoría plenipotenciaria.

Así que mi problema con Godard fue más bien, desde el principio, un problema con la gente que defendía a Godard. Desde un maximalismo sangrante, desde un autoconvencimiento (incluido aquél brillo en los ojos y el temblor en las manos al hacer referencia a su guía espiritual) más acorde con algún proselitismo de índole judeocristiano. Militantes y comulgantes todos: lo que para muchos era casi un chiste privado (el cine inalcanzable, distante, ensimismado en sus anti-formas), para otros tantos era la revolución permanente, el enésimo hito cultural del siglo, la diferencia entre gustarte el cine y amarlo. Casi nada, oye.

Empecé por el principio, como alumno aplicado que era. Al final de la escapada (1960), antes de enfrentarte a ella, venía descrita en cualquier tratado de cine como una frontera escarpada que separaba el mundo conocido del Finisterre. El acabose, una obra maestra incontestable (esa expresión más o menos patillera que escucharía repetida y aplicada al 90% de su filmografía). En mi infancia cinematográfica me pareció un ejercicio de cine respondón bastante mendaz. He vuelto a ella varias veces desde aquél entonces y no he logrado quitarme de encima aquella impresión de noir povera y al mismo tiempo sobrado, repleto de saltos de eje y de otras supuestas hazañas iconoclastas que me recordaban a los hipidos y a los “caca”, “culo”, “pedo”, “pis” de un niño al que se le hubiese arrebatado el chupete. Malestar institucional made in La Sorbona.

En paralelo, el personaje. Porque acercarse a la obra de Godard es también acercarse a sus escritos, a sus ocurrencias, a sus juegos de palabras. Jean-Luc, seamos honestos, lo tenía todo para caerle mal a alguien que amase el cine desde una perspectiva naif y humanista (sí, ese fue mi acercamiento primigenio. Criatura). Seguridad, autocomplacencia a la francesa, incapacidad para saber si te estaba llamando imbécil apelando a todas las citas y guiños que se te escapaban o sencillamente… vacilaba continuamente como forma de marginalidad exhibicionista. Reseguías sus logros, tratabas de entender cómo evolucionaba su credo (en función de la mujer que lo aguantase en ese momento). ¿Era un amargado, un intelectual alelado o alguien convencido de que no se podía ser sublime sin ser incomprendido?

Recuerdo con cariño Los carabineros (1963) y la indudablemente extraordinaria Vivir su vida (1962). Sí, Godard se completa de manera desordenada, a vuelapluma; alternado el cine que todavía iba estrenando, cubriendo huecos vergonzantes.  Godard, las matemáticas de la cinefilia: esa materia árida que además te enseñan profesores desmotivados que se limitan a escribir en la pizarra ecuaciones sin alma, formulaciones que te piden un nuevo acto de fe. Godard no tenía defensores; eran más bien soldados apostados ante el santo sepulcro del pensamiento occidental. Y a mí la vehemencia, per se, nunca me ha parecido sinónimo de Verdad.

Y cómo olvidar aquella copia descolorida de Histoire(s) du cinéma en no sé cuántos dvds. Entre la cinefilia protouniversitaria de principios de los noventa (y en la poco godardiana Barcelona post-olímpica) corría de mano en mano como las tablas de la ley, como pasquines llamando a la transvaloración de todos los valores. Aquello era como un sofisticado juego de las películas: las imágenes de todo lo que nos habíamos perdido hasta la fecha se sucedían ante nuestros alucinados ojos. Y no sabíamos si aquello era una guía de todo el cine conocido que merecía la pena verse o la maldición de un jubilado incapaz de olvidar nada de lo visto.

Antes de flipar con Banda aparte (1964) -todavía hoy, mi película favorita-, me sumergí en su etapa política. De La Chinoise (1967) y de todo lo filmado hasta principios de los 80 no entendí una mierda. Logró aburrirme infinitamente con su maoísmo de nieto de banqueros suizos, con su eterno pontificar desde la barricada de su loft.

El desprecio (1963), Pierrot el loco (1965), Lemmy contra Alphaville (1965). Los guiños cinéfilos, los personajes supuestamente anárquicos, el retorno a Metrópolis por parte de un Bogart desubicado. Todas plagadas de momentos hermosísimos y todas incapaces de emocionarme. El problema -bien pronto me lo aclararon- era mío y solo mío. Cuando no te gustaba un Godard la receta era sencilla: “tienes que volver a verla”.

Pero no, el enigma Godard me interesaba tanto como la resolución del cubo de Rubik. Seguí completando filmografía gracias a los pases en la Filmoteca, asistí en perpetuo estado de estupor a una completísima retrospectiva, hasta a algún reestreno de alguna película supuestamente perdida o inencontrable. Y me sentía igual de alejado de este autor que de los apasionados concurrentes a las tertulias futboleras. Su reino no era de este mundo. Del mío, cuanto menos.

Sin embargo la celebrity -con su continua necesidad de escandalizar, de lanzar aforismos, de desmontarte con frases pretendidamente ambiguas- cada vez me interesaba más. Su importancia en la historia del cine era innegable, pero… ¿era necesaria aquella pleitesía continuada desde el festival de Cannes -al que se cansó de despreciar-, con sus apariciones y amagos de vedette consentida? ¿Chovinismo o masoquismo en vena?

Sus últimas películas las vi ya en pantallas comerciales, con la sensación de que su figura egregia vigilaba mi cogote, puro en boca. Todas venían precedidas de la máxima expectación festivalera; ni que decir tiene que eran obras maestras que abrían nuevos senderos en la cosa esta del cine. Y con su eterno mensaje apocalíptico (“después de mí, el caos”). Sería incapaz de distinguir Elogio del amor (2001), de Film Socialisme (2010), Los puentes de Sarajevo (2014) o El libro de imágenes (2018). Recuerdo haberlas visto junto a godardianos de base, que salían de la sala levitando, aunque en la tertulia a posteriori -en caliente, sin referentes cahieristas a los que citar- fuesen incapaces de decirte qué hacía grande a aquel batiburrillo de imágenes que podían significar esto, aquello o todo lo contrario. Godard no compilaba, ni ordenaba, ni arrojaba luz. Era más caos sobre el caos indistinguible de las imágenes desvalorizadas del siglo XXI.

El Godard que amo es un baile que siempre parece improvisado, el antiremakeador hollywoodense, incluso el turista en un Vietnam plagado de abruptos cortes y palabros salmodia. El Godard que odio es de las elipsis pretendidamente inteligentes, el de los textos emborronando la imagen, el de las notas mentales grandilocuentes y terriblemente repetitivas. 

Godard, me acabó quedando claro, era un estado de ánimo. Amar a Godard no era tanto amar al cine como rendir pleitesía a la capacidad infinita que tienen algunos de hacerte creer en Su infalibilidad. Y esto último no está dicho necesariamente con ironía.

Pero… ¿se puede amar al cine y no tenerle excesivo aprecio a Jean-Luc? Por supuesto, os digan lo que os digan. ¿Se puede (se debe) volver a JLG de manera recurrente para recordar qué es lo que te gusta (y no) del Cine? Sí, es justo y necesario.

Pero a la postre, su obra me deja con el mismo sabor amargo que le dejó a Agnès Varda su última visita de cortesía al pretendido ogro de su generación en Rostros y lugares (2017). La necesidad (algo ampulosa, algo forzada) de ir eternamente a la contra, aunque esa “contra” terminase siendo nihilismo a la centroeuropea, mala educación crónica e incapacidad para reconocer el lugar que le correspondía en la Historia.

Ese lugar que siempre quiso ocupar y que se merece por méritos propios.

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