SITGES 2015 (y IV): Lobos para los hombres

Recuperados ya de la sobredosis fílmica que ha supuesto el Festival Internacional de Cinema Fantàstic de Catalunya, rescatamos dos películas que han pasado un tanto desapercibidas pero que sin duda y por diversas razones, merecen una atención especial.

 

A pesar de sus diferencias, Partisan (2015) y The Boy (2015) tienen muchos, muchísimos puntos en común. De hecho, podrían incluso conformar una suerte de amargo díptico sobre la gestación del mal. Ambas son óperas primas y ambas están protagonizadas por niños. Niños con una infancia bastante disfuncional y un padre que impide su integración en la sociedad. En ambas, el paisaje que se nos muestra es desolador. En The Boy, los protagonistas habitan un decadente motel de carretera perdido en la América profunda que sin duda alguna vivió días mejores. En Partisan, una comuna distópica ubicada en los suburbios de una gran ciudad sin identificar.

 

Ted tiene tan sólo 9 años y Alexander 11. Para ambos, la muerte es un concepto aterradoramente familiar, su libertad se encuentra coartada por sus respectivos progenitores y la única escapatoria posible pasa por una ruptura absoluta de los lazos familiares que les atan a un presente insostenible. Ruptura que, por supuesto, implica muerte en su misma resolución.

 

John, el padre de Ted, se empeña en seguir adelante con un negocio familiar que hace años que está muerto. Cambia constantemente sábanas de camas en las que nadie duerme y friega suelos que nadie pisa. Desde que su esposa se marchó con un cliente, las cosas no han ido demasiado bien y el paso del tiempo ha deteriorado de modo inevitable las estructuras de su motel y también las de su mente. John se obceca en vivir aislado del mundo, disimula, hace como si nada sucediera e intenta criar a su hijo al margen del mundo, para que así pueda llevar el negocio en el futuro, cuando él ya no esté.

 

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Gregori, por su parte, convive con todos sus hijos y también con sus respectivas madres. Los mantiene alejados de la sociedad y condiciona su mirada para convencerles de que el universo termina allá donde termina su comuna. Los entrena para asesinar y crea su propio ejército de pequeños partisanos que nunca han tenido la ocasión de ir a la escuela, convivir con otros niños al margen de sus propios hermanastros o siquiera comer una simple chocolatina. Máquinas de matar tan inclementes como inocentes que no tienen más remedio que vivir al margen de la realidad.

 

La rutina de Ted consiste en cazar pequeños animales, matar el tiempo, mirar el horizonte, limpiar las habitaciones del motel y esperar ansioso a que su madre lo rescate para llevárselo a Florida. La de Alexander incluye escuchar las lecciones de su padre y acatar sus decisiones, convivir en armonía con sus hermanastros, matar algunas personas de vez en cuando y ganar una carrera de fondo en la que la mayor victoria es la supervivencia.

 

El entorno se vuelve insostenible para ambos y tanto el motel como la comuna acaban convirtiéndose en cárceles presididas por unos padres capaces de hablar pero incapaces de escuchar. Por ello, tanto Ted como Alexander tomarán una decisión drástica que implicará un giro de los acontecimientos y provocará los consecuentes e inevitables clímax narrativos, las consecuentes e inevitables transformaciones, las consecuentes e inevitables muertes.

 

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