‘Ruido de fondo’, de Noah Baumbach. La democratización del miedo
¿Cómo convertir un malestar eminentemente verbal, una sensación de desasosiego inasible en algo tan vulgar como… imágenes? Diréis que es el eterno desafío de las adaptaciones cinematográficas, pero lo cierto es que aquí la cosa era doblemente compleja. Porque el original, el libro homónimo de Don DeLillo, hacía precisamente de la incertidumbre y de lo no representado su principal baza. Como si de un guion de serie B se tratase, una amenaza en la sombra -imaginadla en plano subjetivo a ser posible- observaba las ridículas pasiones humanas con un distanciamiento perturbador. No hablo tanto de un Dios desconocido como de una parca desapasionada y gaseosa, sin ganas siquiera de echarte una postrera partida de ajedrez.
La labor ímproba le correspondió en esta ocasión al siempre interesante Noah Baumbach, que hace tres años nos entregó su mejor película hasta la fecha, Historia de un matrimonio (2019). El coprotagonista era Adam Driver, a quién vuelve a unir aquí con la que es su pareja sentimental y verso libre a perpetuidad (Greta Gerwig). Ambos habían coincidido ya en aquel chute vital allenesco titulado Frances-Ha (2013).
Cómo pasa la vida. La Gerwig (convertida en reputada directora por obra y gracia de Lady Bird (2017), film que pasa por ser su ópera prima cuando la realidad es que ya había hecho una primera incursión casi una década antes, con 25 años recién cumplidos) ya ronda los 40 y tiene pendiente de estreno para 2023 ese proyecto suicida titulado Barbie. Driver, catapultado tras su arrasadora aparición en Girls (2012-2017) pasa por ser -con su rostro imposible y su físico marlonbrandiano– el actor más dotado de su generación. Uno tiene el convencimiento de que no será la última vez que los veamos coincidir en la pequeña, mediana o gran pantalla.
Pero vamos con esta intentona fallida de cine existencialista. Ruido de fondo comienza con el aroma ochentero -acorde con la fecha de publicación del libro- de las películas de Spielberg y amigos varios del revival (el J.J. Abrams de Super 8 (2011) y las tres docenas de series plataformiles obsesionadas por fidelizar al cuarentón con morriña). La américa idílica de campus superpoblado de gente “brillante” y rulinas de farmacopea creativa nos puede recordar -salvando las distancias- al arranque vitriólico de Terciopelo azul (David Lynch, 1986). Aunque las escenas made in familia feliz parecen extraídas de los descartes de E.T. (Steven Spielberg, 1982), Juegos de guerra (John Badham, 1983) o Los Goonies (Richard Donner, 1985): Babette y Jack son ajenos a cualquier atisbo de hecatombe, cohabitando con cuatro hijos de otros tantos matrimonios fallidos. Paraísos que terminan en la cancela del jardín trasero, azúcar, negación y… y a perseverar en esa ficción obsesionada con el encaje social.
Esa supuesta renovación enfermiza, esa creencia en el eterno retorno de la felicidad (¿cuál? ¿la de los idílicos años 50? ¿la de la América pretendidamente incorrupta?) le sirve a Baumbach para sentar las bases de esta comedia por substracción. El elemento trágico que en el libro quedaba sugerido, roza lo explícito en su translación al audiovisual: el supermercado colorista como templo capitalista, la obsesión por los ídolos de masas (Hitler y Elvis, ahí es nada) de dos profesores universitarios, la necesidad de automedicarse como única estrategia para enfrentarse a unos miedos tan viejos como la propia humanidad…
Driver vive obsesionado con el tipo que llevo a Alemania al desastre, pero más concretamente con su faceta pública, con su facilidad para conducir hasta el paroxismo a una muchedumbre rendida de antemano. Su trabajo como profesor universitario (matizo: como gurú en una institución estadounidense) se revela plagado de inquietantes similitudes: el alumnado, hambriento de conocimiento, aguarda sus clases magistrales, sus arrebatos histriónicos, la forma que tiene de… elevarlos por encima de la medianía, hacerles creer que ellos también tienen una misión.
El drama que desencadenó aquel tipo insignificante investido de poderes plenipotenciarios resulta ser lo de menos. Lo que le interesa al estadounidense medio (ese que se definiría a sí mismo con el genérico y autosuficiente “americano”) es la inopinada venida del Mesías ario, la capacidad de este para provocar trances, para hacer olvidar al tendero berlinés o a la matrona bávara… la inexorable cita con la muerte, travestida para la ocasión merced a la cuidada liturgia pagana del nacionalsocialismo.
Este discurso se engarza a la perfección con el de otro colega, Murray, volcado a su vez en investigar y elevar a la categoría de mito primigenio esa simpatía por el diablo que demostró Elvis Presley en sus decadentes años finales. Encastadas todas estas cuentas (el fascismo y su facilidad para hacer que el individuo deje de ejercer el libre albedrío, las celebrities y su camino de perdición y el mismo cine de los 80 y su capacidad para “entretener” a costa de cualquier juicio ético) tenemos montado el rosario de culpa, remisión del supuesto pecado y reincidencia obstinada en el error que caracteriza esta fase final del capitalismo de las crisis concatenadas.
Y la crisis, la de verdad, la madre de todas las catástrofes (¿os suena?) no tarda en llegar. En forma de emisión tóxica a la atmósfera, de temor invisible que viaja en forma de abigarrada y fatídica nube. Entrar en contacto con ella significa prácticamente lo mismo que la vida… un simple aplazamiento de la muerte. ¿O era al revés?
El estadounidense -y desde hace ya décadas, el mundo entero por mero contagio- necesita ser agitado con ese revulsivo que lo saque de su “zona de confort”. ¿Quién quiere en realidad la felicidad? Desde mucho antes del libro de Don DeLillo, este sistema económico lo tiene claro: “¡nadie!” La estabilidad es sinónimo de mercados estancados y aburridos, de escaso riesgo, de ganancias misérrimas. El ciclo fluctuante (la siguiente guerra, la próxima pandemia, la enésima burbuja económica, la recesión por barlovento) es el escenario ideal de los que calificamos como “valientes”, de los que aspiran a dejar este mundo a lo grande, lanzando discursos motivadores en loor de multitudes.
Tras la tormenta y la lluvia ácida vuelve… la insoportable calma. El ensayo general del apocalipsis ha servido para que caigan algunas fachadas, para que el cartón piedra deje entrever las bambalinas, los esqueletos de metal apenas afianzados en arenas movedizas. La madre y esposa feliz resulta que vive en un estado de angustia permanente, hasta el punto de prestarse como conejillo de indias de un nuevo fármaco-panacea: el que acabará con el miedo a la muerte haciendo que todo de exactamente igual… o más exactamente, que nada importe. Antidepresivos, los llaman.
Es en ese tercio final de la cinta en el que Baumbach se abandona a la trama, perdiendo definitivamente las riendas de un film a la deriva, condenado por su propia falta de contención. Porque desde el principio el realizador ha renunciado a la parábola en aras de un cinismo bufo, esa eterna fuga con la que el cine estadounidense se niega una y otra vez a sí mismo la posibilidad de abordar temas importantes. Esta vez no son coches chocando en cadena, sino la coreografía de un musical imposible con el que se cierra esta intentona -pretendidamente ambigua, pretendidamente inteligente- de hacer cine de gran presupuesto alrededor del menos cinematográfico (¿eso quién lo dijo?) de los temas: el sufrimiento.