‘Rikyu’, de Hiroshi Teshigahara. Té, shogunes y seppuku
“Cuando se preparan hojas de té, son necesarias (…) una afinidad especial con el agua y el calor, una tradición de recuerdos que evocar, un modo personal de ofrecer una historia” Okakura
Es bien sabido el valor absoluto que tiene la estética en la cultura japonesa. El cómo se hacen las cosas, incluso las más (aparentemente) banales.
La ceremonia del té (siempre amargo, siempre maccha) es la quintaesencia de esta liturgia cotidiana, de esta sublimación de lo mundano. El principio es sencillo: un gesto no deja de tener importancia por muchas veces que uno lo haya repetido. Al contrario, es sólo a través de la repetición –de la interiorización de ese movimiento cargado de matices invisibles para el no iniciado- como se alcanza esa sencillez fluida. Un aparato espiritual que se contempla con admiración, asombro y algo de escepticismo –siempre visto desde fuera- y que alcanzó su máximo esplendor a finales del siglo XVI de la mano del maestro Sen no Rikyu (1520-1591).
El contar con un salón de té de unos tres tatamis de superficie y con apenas media docena de utensilios –el cuenco, el hervidor para el agua, el cazo para verterlo en la taza, un recipiente para las hojas- se convirtió en una cuestión de prestigio social en el periodo Momoyama (entre el 1573 y el 1615). A Rikyu se le debe la idea de independizar dicha estancia del resto del edificio, un plus “clasoso” que todavía pervive en el Japón de hoy (siguen siendo pocos, muy pocos, los que se pueden permitir una habitación dispuesta únicamente para este fin).
Los daimios de hace cuatro siglos se enzarzaron en una competición algo grosera –atendiendo siempre al purismo zen en que se basaba la propia ceremonia- tratando de ver quién construía el más “auténtico”, el más suntuoso, el que contase con los objetos más exclusivos, el rodeado por el más sintético de los jardines secos. Un todo que incluía otras muchas artes, pues en aquél reducido espacio confluían la caligrafía, la poesía, el arte floral…
Como el estudio de la etiqueta en las cortes europeas, para los señores feudales con ínfulas no existía mayor logro que el procurarle aquellos tres sorbos sublimes al mismísimo emperador, figura de postín –lo sería todavía más en los siguientes dos siglos y medio- recluida en la capital (Kyoto, a punto de ser substituida por Edo). El verdadero maestro del té debía de “saber elevar a los máximos niveles de belleza y elegancia cada gesto y al mismo tiempo mantenerse al margen de estos” (1). Todo ello se dio en llamar wabi, que podríamos traducir por algo así como “quietud” o “refinamiento”.
La fascinante figura de Rikyu, el renovador y apologeta de la ceremonia del té, se convirtió en filme en el año 1989 de la mano de Hiroshi Teshigahara, un personaje que, como veremos, tenía numerosas afinidades intelectuales con el susodicho. El espectacular éxito de este venerable anciano le llevó a formar parte del consejo personal del gobernador Toyotomi Hideyoshi, un tipo –conforme ya a la ficción del realizador nipón- inestable y poco refinado. Tanto daba la formación de su controvertido Mecenas: recibir una invitación y asistir a la ceremonia oficiada por Rikyu se convirtió en un honor incomparable. En aquél ambiente de sosiego y aparente intimidad, tuvo la oportunidad de tratar con los principales de otras regiones y ejercitar la alta política (que en Japón consiste en callar, asentir y hablar lo justo, demostrando discreción, agudeza y… querencia por el propio pellejo).
El conflicto moral de nuestro protagonista (en la línea del de Thomas Moro en Un hombre para la eternidad) pasa por decir lo que piensa, por obrar en conciencia. Aunque le acabe costando la vida. El asunto que desencadena el drama admite una lectura en clave de historia contemporánea: la conveniencia o no de ampliar el Imperio a través de conquistas (en este caso se planea la invasión de China, una guerra que nadie desea).
Rikyu, tentado por el boato vacío, flaquea en su camino de perfección. Es uno de sus discípulos –desterrado en primera instancia por expresar abiertamente sus puntos de vista- el que le hace replantearse lo pertinente o no de su holgada posición, gozando del favor de los grandes a cambio de… centrarse en su arte e ignorar la realidad.
Antes de la batalla de Sekigahara, antes de la llegada de Ieyasu Tokugawa, Japón se debatía en guerras intestinas, sin un clan claramente predominante. El señor feudal al que sirve –y al que lleva cinco años tratando de instruir en el sosegado dominio de la ceremonia del té- se nos presenta como un bruto obsesionado por hacerse con una patina de cultura. Nada que ver con el primero de los Tokugawa, un tipo al que Rikyu rechaza envenenar (envuelto en una conjura plagada de oprobio), condenándose a sí mismo a un destino muy socrático, substituyendo la cicuta por la pertinente daga.
De Hiroshi Teshigahara la mayoría conoceréis una película: La mujer de la arena (la del entomólogo que acababa cohabitando en una sima con una extraña dama de las dunas, para regocijo de unos pueblerinos poco hospitalarios). No hizo muchas más a lo largo de su prolongada carrera, caracterizada por una multiplicidad de intereses que iban del cinematógrafo a la pintura (su formación universitaria primigenia) pasando por la fotografía o el ikebana, ese arte floral que ya cultivase su padre y que le llevaría a dirigir (desde 1980 y hasta su muerte a comienzos del siglo XX) la escuela de Sogetsu.
Además de ocho largometrajes, Teshigahara rodó numerosos cortos (a él se debe el revival de la chifladura nipona por nuestro Antoni Gaudí, a raíz del documental homónimo de 1984). En la mayoría de ellos alterna el acercamiento más rabiosamente vanguardista con el clasicismo deudor del mundo flotante.
Rikyu –rodada casi 25 años después de La mujer de la arena– se nos antoja su legado intelectual más completo y satisfactorio, filmado después de casi 20 años sin ponerse tras las cámaras (2). Una cinta pausada donde la mitad del metraje acontece entre cuatro paredes y donde hasta al más lego en la materia acaba hipnotizado por el modo como el protagonista se arrastra por el tatami, vierte el líquido en un simple cuenco o maneja el cha-sen (ese agitador de bambú con el que se mezcla el té en polvo con el agua caliente). Un estado de trance que no elude una enseñanza nada lisonjera: el artista debe de dar testimonio de su tiempo. Rikyu se convierte realmente en maestro –susceptible de ser saludado con respeto al verlo pasar río abajo, camino de su destierro- cuando abandona su mutismo y sus reservas zalameras y se decide a decir lo que verdaderamente piensa. Lo que todos pensaban.
(1): ‘La ceremonia del te’ (pag. 291). ‘Grandes civilizaciones: Japón’, de Rossella Menegazzo
(2): ‘El aroma del té’, de Luis Miranda