Los EEUU de Hollywood. El pensamiento mágico como huevo de la serpiente
En un popular cine de Barcelona y sobre la alfombra de entrada puede leerse un slogan en inglés que avisa, justo antes de franquear las puertas, de que la realidad termina justamente ahí.
¿Qué nos pide y qué le pedimos al cine? ¿Puede haber algunos que “aparquen” esa realidad antes pero también después de salir de la sala cinematográfica? Tras 125 años de ficciones cada vez más inmersivas… ¿nos hemos convertido en los dóciles comulgantes de cualquier chiflado que apele a lo imposible? ¿Qué papel ha tenido el entretenimiento de masas en esta suspensión a perpetuidad de la incredulidad?
Quizás el diagnóstico ya lo hizo a finales del año pasado David Fincher en Mank. En esta cinta ambientada a principios de la década de los 40, los game masters del juego de Hollywood alardeaban de la buena salud de una Industria que contaba con un activo de valor incalculable: un público capaz de creer “que King Kong podía escalar el Empire State Building o que Mary Pickford seguía virgen a los 40”. Los sólidos cimientos eran los de un pensamiento mágico colectivo que quizás llegase a su máxima expresión el pasado 6 de enero, con la vandalización del Capitolio por parte de una turba alienada.
Dejando de banda lo evidente -el populismo, la xenofobia, el coqueteo ultra- el trumpismo no es un encantamiento que aparece por que sí, de la noche a la mañana. Décadas de infantilización, décadas de ausencia de pensamiento crítico, décadas de entretenimiento hipercalórico y rápidamente olvidable. Décadas de anulación del principio de verosimilitud -que va muy bien a la hora de disfrutar del cine, la verdad- pueden llevar a no saber distinguir lo real de lo impuesto (y vendido como ficción). O a que a uno empiece a interesarle más la fábula y el mito, ese territorio que no exige demostraciones ni farragosas explicaciones. Basta con querer creer.
Empecemos definiendo esto del “pensamiento mágico”. En mayor o menor medida, todos hemos sucumbido a él: ¡¿cuántos años de inopia hasta conocer la amarga verdad sobre los Reyes Magos?! Desde infantes se pretende que lo sobrenatural forme parte de nuestras vidas; ya sea a través de la religión o de cuentos en los que lo inverosímil -lo abiertamente irracional- tiene un papel determinante.
Y quizás esté bien que así sea, que exista una moratoria antes de obligarnos a abrazar la cochina realidad. Pero el problema viene cuando uno crece y sigue partiendo de esos supuestos cachondos e injustificados para… ¿elaborar todo un sistema de pensamiento? ¿Opinar en base a lo que no es? ¿Practicar una fe como atajo imposible a una verdad compleja?
La credulidad es uno de los rasgos principales de los estadounidenses. Si habéis conocido a alguno, es quizás una de sus virtudes más seductoras: ese optimismo desaforado en las propias posibilidades, esas ganas desesperadas de entrar en comunión con el Otro. Muchas metas, mucho saber hablar en público y, posiblemente, unas cuántas tabletas de Prozac al mes. ¿El resultado? Unas máquinas perfectas de querer caer bien.
Digamos que son las víctimas ideales, pero ni mucho menos las únicas. Ya que hemos empezado hablando de Orson Welles -o de la fabulación de Fincher alrededor de los trabajos y los días del guionista de Ciudadano Kane– no está de más recordar cómo alcanzó su fama en el Nuevo Continente este fabulador cínico e iconoclasta.
30 de octubre de 1938. La dramatización a través de las ondas de La guerra de los mundos sume en la histeria a una parte suficientemente representativa de los oyentes. En realidad la cosa no fue para tanto, pero para los anales ha quedado como si cientos de personas se hubiesen suicidado presa del pánico. Más que el fenomenal fake (una especialidad Welles) lo que más sorprenden todavía hoy son algunas de las reacciones, como la de los lugareños de Grover’s Mill que la emprendieron a balazos con el tanque de agua de su población, convencidos de que se había transformado en “una máquina de guerra marciana gigante”.
Parece difícil retrotraerse 80 años en el tiempo y pensar que algo así pudiese ocurrir en la actualidad. ¿Seguro? En realidad… ¿cuál era la diferencia? En 1938 la radio era el único medio de comunicación de masas con la capacidad de informar (o desinformar) en tiempo real. No tenía competencia. ¿Y en 2021?
En 2021 hemos involucionado hacia un sistema de información a la carta. No, no es que uno reciba noticias con lo que “realmente le importa”, sino que uno ve continuamente reforzados sus pensamientos y puntos de vista a través de artículos, youtubers, influencers y… y los propios y omnipresentes ‘amigos’, que por definición se van a mover en un registro mental muy semejante al nuestro.
¿De verdad os parece tan increíble poder llegar a defender como ‘verdaderas’ opiniones sin fundamento empírico alguno? ¿Estáis seguros de que no lo hacemos continuamente? Nos movemos a través de una experiencia cada vez más reducida -¡la nuestra y solamente la nuestra!-, conformada a partir de filias y fobias forjadas en la mismísima infancia.
De acuerdo. De ahí a que lo falso se convierta en cierto, todavía hay un mundo. ¿Pero acaso no hemos sido adoctrinados en lo irreal? Series cuyo único mcguffin son rocambolescas teorías de la conspiración interplanetarias. Protagonistas de películas cuyo principal don es ver lo que los demás no ven o tener unos poderes que los convierten en semidioses. La esperanza en un mundo nuevo, en contraposición a este mundo que no parece gustarle a nadie. El recurso a una violencia de tebeo como solución a problemas cuya mera catalogación como tales revela nuestra condición privilegiada. La búsqueda compulsiva de la felicidad a través de la vida de los Otros.
Esos Otros pueden ser manadas de tipos enfundados en trajes customizados, atormentados personajes burgueses made in HBO o Mesías con cámara y discurso de autosuperación que tuvieron su epifanía y pugnan ahora por expandir “la palabra”. Todo parece conspirar para que dudemos de la realidad, para que gritemos bien alto que no existe. Y de ahí a moldearla a nuestra imagen y semejanza apenas dista un trecho.
Así que era cuestión de tiempo que la omnipresente ficción se acabase convirtiendo en argumento político. El salto ha requerido de por lo menos un par de generaciones: la que dista desde los cultivadores del sueño americano -el trabajo como principio rector absoluto- hasta los USA de la oxicodona, el creacionismo y los seguros médicos obligatorios. Del culto al capitalismo urbe et orbi al nihilismo resultante del fuerte deceso neuronal y la constatación no ya de que jamás serás un triunfador, sino que difícilmente abandonarás tu condición de esclavo (sí, también tú, hombre blanco).
El proceso de agilipollamiento es global, como casi todo lo malo. Y ahí vuelve a irrumpir el cine, que parece que lo único que nos haya enseñado es… ¿a dudar? Aupados en el pensamiento mágico cual socorrida quinta enmienda en película de abogados, las hordas ponen cerco a la democracia y proclaman la dictadura de lo inverosímil. Por pereza mental y por desidia, sí, pero no minusvaloremos el poder de la falta de imaginación colectiva.
Así que en estos días de bárbaros empoderados me lo empiezo a mirar todo con otros ojos. Ya no me parecen tan inofensivos los productos estrella de la televisión ni las películas repuestas mil y una veces: series de intriga donde el Mal emerge directamente de gobiernos siempre mafiosos, cine de catástrofes donde el individuo sobrevive sólo si deja de creer que alguien vendrá a rescatarle, enconados alegatos en contra de la ciencia -mayormente perversa-, héroes que lo son porque levantan muchos kilos y se armaron hasta los dientes cuando los demás los tachaban de locos. Hollywood no lo vio venir: Hollywood lo fabricó.
Más que un flashforward de lo que estaba por llegar, parece como si nos llevasen preparando toda una vida para dejar de creer en lo poco que sustenta la civilización.
Bien pronto, in a theater near you.