‘La chica del 14 de julio’: la narrativa liberada
“¡Qué película más godardiana, oye!”. Lo digo y no se muy bien a qué me refiero, porque no recuerdo haberme reído a mandíbula batiente con ningún filme de Jean-Luc (bueno, no, miento… con La chinoise. ¿Porque era una comedia, verdad?). El caso es que La chica del 14 de julio lleva su impronta, está revestida de su aroma… y del de otros muchos iconos de una época irrepetible del cine francés. ¿Qué queremos decir con esto? ¿Y por qué lo consideramos intrínsecamente bueno? En realidad es digno de estudio el que nos parezca tan brillante la película de Antonin Peretjatko. Ahora, en 2014. En la parisina vorágine creativa de los años sesenta, posiblemente hubiese pasado como un filme más: loco, libérrimo… ¿honesto? De Godard creemos entrever la escritura fluida, la concatenación de situaciones pretendidamente surrealistas pero totalmente hiperrealistas en la plasmación de un cierto estado de las cosas (desde esas enormes sábanas publicitarias que ensucian fachadas históricas –una vuelta de tuerca perversa a los faraónicos proyectos de Chisto y Jeanne-Claude- a los días de exaltación nacional en los que se puede mostrar cierto desacuerdo lanzando un adoquín de gomaespuma a un policía motorizado, pasando por ese momento en el que uno de los protagonistas agradece su suerte –conduciendo, rodeado de mujeres y bebiendo- al Frente Nacional). Hay reivindicación y menciones explícitas a la crisis –es una película de su tiempo-, pero también hay enamoramiento adolescente sublimado (François Truffaut), fetichismo que substituye la rodilla por el tobillo (Eric Rohmer), modernidad de apps e incertidumbre emocional sanamente ridiculizada (Jacques Tati), trucos propios de los albores del cinematógrafo (George Méliès) y hasta voz en off existencialista al más puro estilo Chris Marker. Los guiños abundan y son tan inteligentes que los aceptamos como homenaje sincero (¡tantos grandes apellidos y no apesta a pastiche!). En su primer largometraje, Peretjatko hace algo bien sencillo –y sin embargo, prácticamente inédito en nuestra cartelera anual-: no ejercer la autocensura, no encorsetar la historia en los acostumbrados (y ya casi filonazis) baremos del “gusto mayoritario del espectador”. Esa cosa que nadie acierta a definir, pero que obliga a dotar de una cierta “coherencia y sofisticación” al guión, de un acabado standard y determinista (“pulido, muy pulido”) al montaje, de una “evolución creíble” a los personajes. A la mierda, hombre. De acuerdo: el poder hacer todo esto no es siempre elección propia. Hay que contar con unos productores aventureros y que amen al cine (como los de antes, vamos) y tener la suficiente confianza en uno mismo como para bordear el ridículo asumiendo que es precisamente en esa frontera donde nace el humor más salvaje, la sátira más hiriente. El vigilante de un museo y una recién titulada que todavía no está en condiciones de incorporarse al sistema (porque para hacerlo hace falta una casa que te obligue a tener que hacer dinero que te obligue a seguir pagando la casa que te obligue a pensar en cómo ganar más dinero) se enamoran. Está claro que es una de los argumentos universales de Borges, pero convendréis conmigo en que esa situación –el clásico chico conoce chica- se puede contar de mil maneras diferentes. Incluso convertir el flechazo en simple MacGuffin para… para hacer un filme-dilación, una fuga visual donde cabe absolutamente de todo. Tras el desfile de las fuerzas armadas galas, carretera y manta. Una road movie donde convocar a los hermanos Marx, mencionar al cine más reciente del país (las cárceles francesas que se veían en Un profeta, una cinta de la que el propio Peretjatko se encargó de rodar el making off) e improvisar una cena con un anfitrión que parece sacado del Vive como quieras de Frank Capra. El conjunto evita la irregularidad y las caídas de ritmo, funcionando como un inmenso contenedor de citas, de monólogos dadá a cámara, de falsos momentos sublimes y fabulosas frivolidades que, paradójicamente, trascienden. Los amores no correspondidos –ese eterno Sueño de una noche de verano en el que todos nos hallamos sumidos- desencadenan el principio del caos: el de las insatisfacciones (para con el gobierno, para con la propia vida) y los anhelos inconfesables (¿ser el protagonista de una novela de Chéjov?, ¿ejercer la medicina sin título?, ¿ser seducida por un vividor a pie de gasolinera?). En definitiva, imaginaos un cruce entre la ingenua Amelie y el Benny Hill más sobón, entre la filosofía de tocador y el dolce far niente de sobremesa y chardonnay. Concluyendo con una explosión de música y alegría con guateque incluido (¿Fellini, Kusturica?), La chica del 14 de julio reafirma la especialidad
del cine francés en hacerle creer a uno que todo esto vale la pena (pero de verdad, ¿eh?). Una nueva Jean Seberg se pasea entre tanques ofertando periódicos que nadie compra, una coleccionista de amantes utiliza el asiento de atrás del coche como diván, un amigo perseguido por la policía dispara a bocajarro balas de cloroformo. La acumulación de sandeces hace que el periplo de este otro Pierrot (igual de loco que el Belmondo original) acabe teniendo una extraña lógica interna: la de los que hacen el cine que quieren. A pesar de los pesares.