‘Dos días, una noche’: la miseria (moral) asola Europa
Para ponerse todavía más en situación, recomiendo el visionado de la última película de los hermanos Jean-Pierre y Luc Dardenne un sábado por la mañana. En el comienzo del fin de semana, de esas 48 horas que acostumbramos a dedicarnos –siempre en la medida de lo posible- a nosotros mismos. Unos cogen la bici, otros vagan por el centro… incluso los hay que se dedican a hacer listas virtuales de la compra, a la espera de cobrar a primeros de mes. Los hay que se escapan con la mujer tierra adentro, como si todavía fuese posible perderse. Los manitas, los remolones, los cocinitas. Ah, y los que completan su salario con alguna faena esporádica. Porque en este país ya hace tiempo que no hay domingo que valga.
Pues bien, a Sandra le notifican que han decidido despedirla (les encanta hacerlo en viernes, sí) aunque en realidad no ha llegado siquiera a reincorporarse a su trabajo tras una baja por depresión. Le dicen que así están las cosas, que la culpa es –por supuesto- de los chinos, que se han dado cuenta de que el trabajo se puede hacer entre 16 y no 17. Pero esa no es la mayor perversidad. El mayor castigo es que la decisión final sobre su despido la han hecho recaer sobre sus propios compañeros, sometiéndoles a la alternativa del diablo: o se queda ella o cobran sus pluses anuales.
Tras obtener del patrón la promesa de que la votación se repetirá la semana entrante, Sandra se lanza a una encuesta desesperada entre sus compañeros de trabajo, esos perfectos desconocidos junto a los que desarrollamos nuestra jornada laboral. Y en ese periplo deprimente pero coraginoso descubriremos que la “solidaridad obrera” está ya más enterrada que las ocupaciones para toda la vida. Que no tema el Banco Central: el nuevo fantasma que recorre Europa ya no es el comunismo auspiciado por Marx y Engels en su Manifiesto. Las cadenas que arrastra el nuevo espectro son las de la indiferencia y la ausencia total de empatía.
¿Pero dije obrero? ¡Menuda vulgaridad! Nadie se define ya como tal, ¡por favor! Todos andamos cojeando, pero orgullosos de sostener esa ficción de clase media que nos permite hacer reformas en casa, volver a comprar todos los electrodomésticos cada n años, pagarle el colegio privado al niño… Esa dinámica alienante que hace que un bono de 1.000 euros halle pronta salida, cubriendo alguna de nuestras nuevas “necesidades”, alentadas por la sociedad de consumo convertida en genuina Internacional.
En este viejo orden de cosas (no nos engañemos) la conmiseración no tiene cabida. “Ponerse en el lugar del otro” suena a chantaje emocional, a “sí, bonita, lo que tú digas… ¿pero qué hay de lo mío?”. En realidad, para pocos de sus compañeros nos parece que represente un verdadero sacrificio prescindir de la paga. Algunos, incluso, celebran de manera indisimulada que sea apartada de la faena. Porque han asumido las tesis del empresario y se han dado cuenta de que Sandra es, de largo, el eslabón más débil; el que tenía todas las de perder cuando se resintiese la justicia social. “Es lo que hay. Todos tenemos problemas, ¿no?”
Animada y amparada por un marido santificable, Sandra continúa su ingrato sondeo. La situación se nos antoja surrealista, de una perversidad máxima. Como a sus interlocutores, nos cuesta mirarla a la cara mientras formula sus alegaciones en este careo desesperado repetido ad nauseam. Y mientras recontamos mentalmente cuantos “síes” lleva, también comenzamos a preguntarnos qué haríamos nosotros, con cuántos “apoyos” contaríamos realmente en nuestra empresa. ¿Estaría de nuestra parte el nuevo al que echamos una mano recién llegado? La mujer con la que compartimos cafés y de la que en realidad no sabemos nada… ¿podríamos apelar a su amistad? Y viceversa: ¿realmente renunciaríamos a cualquier beneficio en favor de otra persona?
Nos gustaría pensar que sí, porque acostumbramos a tener una magnífica opinión sobre nosotros mismos. Pero si repasamos las historias de estos directores belgas sabremos que no hay que esperar gran cosa de la humanidad, sobretodo en este viejo continente convertido en el modelo exportable de un “primer mundo” que ya sólo es pura fachada. Las promesas se incumplen, las chavalas como Rosetta –bordeando el precipicio de la exclusión social- reaccionan como animales malheridos ante la mera posibilidad de tener un empleo. Si no se anda con cuidado Lorna no sólo no obtendrá una nueva nacionalidad, sino que será chuleada. Los padres desnaturalizados pueden acabar utilizando a su propio hijo como moneda de cambio. Hasta los niños en bicicleta no hacen más que dar tumbos en pos de una figura materna…
La Europa de los Dardenne es la de los excluidos obligados a tomar decisiones miserables, empujados por un sistema que bendice la desigualdad. Saben contagiarle al espectador de estos autos de fe una creciente desazón, obligándole a presenciar vilezas morales y abjuraciones bíblicas. Porque como san Pedro, todos parecen estar dispuestos a negar tres veces su condición, perseguidos por una cámara que levanta testimonio de su indefensión.
Al final del periplo uno se haya tan cansado como la propia protagonista, una Marion Cotillard doctorada en sufrimientos y angustias. Harta de que un empresariado cobarde acabe cediendo el hacha del verdugo a sus asalariados. Harta de que en la larguísima cadena siempre pueda haber otro eslabón todavía más débil (en este caso, el inmigrante más desafortunado que una). Cansada y sin embargo… extrañamente reconfortada.
Es quizás ahí donde no reconocemos a los Dardenne de toda la vida (realistas y, por lo tanto, forzosamente pesimistas) e incluso tememos verles caer en esas excesivas simplificaciones que han terminado haciendo tan aburrido (por lo previsible) el cine de Ken Loach. Pero el giro ya lo dieron hace tres años con El niño de la bicicleta: los cuentos de hadas son posibles, incluso entre los olvidados. Y al final de este, nuestra Dorothy parece haberse repuesto de su verdadero problema, que no es la posibilidad de perder el trabajo sino la de haber sanado o no de su dolencia. Los Dardenne se pueden permitir ya moralejas: la lucha contra una injusticia fragante le fortalece tanto a ella como a los compañeros que tienen el valor de posicionarse éticamente, aunque para ello se coloquen en la picota, tengan que llegar a las manos con un descerebrado o abandonar a una pareja egotista.